Había decidido salir a la calle sin ropa interior. Era un día de sol y quería sentirse voluptuosa, seductora, irreverente; sólo labios, sólo lengua, sólo sudor y piel, ¡gata! Caminaría con sus senos serpentinos al ritmo de sus pasos firmes. Con sus pezones apuntando con arrogancia en cualquier dirección, prometiendo un asesinato con el simple roce de una espalda, ¡leona! Usaría un vestido claro, como sábana desleída, hecho de una tela vaporosa que amenazara con desprenderse con un débil viento, por halar un hilo o por el peso de una gota de lluvia. Tendría su cosa al aire para que al caminar cualquier fresco se colara entre sus piernas y, luego, se evaporara con el calor de sus músculos frágiles, sudorosos y excitados. Soñaba con sentir cada muslo frotándola de manera súbita y a cada paso sentir sus labios fríos y su lengua tiesa, helada y húmeda, ¡pantera! Gastó varias horas acicalándose, con ternura se fue quitando cada uno de los vellos que cubrían su cuerpo, luego se perfumó y acarició con suavidad su pubis límpido mientras olvidaba su nombre, su empleo, su soledad y su historia. En cambio se deleitaba con su decisión, con sus ganas, con su locura y su lujuria, ¡grilla! Sabía que no era una mujer deseada, toda la adolescencia a solas consigo misma, toda la juventud enfrente del espejo y tres años con algunos accesorios para solteras podrían confirmarlo. Y no era por falta de ganas, tenía que confesar que las pocas veces que disfrutó de sí misma acompañada no fue precisamente por la cacería masculina sino por la decisión de darse placer, ¡águila! Que el hombre propone y la mujer dispone, decían sus tías, pero si no hay propuestas es inútil pensar en cuidados y prevenciones. Ella quería un hombre que le hiciera perder los tornillos de la cama, que le rompiera las tablas, que le arrancara el vestido, que le tomara con fuerza el cabello, que le pusiera la mano entre las piernas, que le mordiera los labios, que gritara adolorido y cayera desmayado en su cuerpo, ¡coneja! No más sexo por caridad, ese día iba a ser deseada, le mostraría su cosa a todos los hombres que en estos años había anhelado, al dueño del almacén de rines que trabajaba en la esquina diagonal a su casa y tenía unas manos grandes y fuertes, ¡gorila! Al profesor de literatura de su sobrina que conoció en una reunión de padres de familia y que tenía los dientes blancos y los labios rojos, ¡ratón! Al hijo de la vecina que se acababa de graduar de derecho, que era tres años menor que ella y tenía la piel nueva, ¡cachorro! Al actor de teatro que vivía en el departamento del frente y escuchaba en las noches mientras hacía el amor con actrices distintas, ¡toro! Y lo más temerario: al jefe que veía todos los días entrar recién bañado a la oficina, con un olor exquisito, con el rostro afeitado, con ese lunar en los labios, con ojos de fuego y con un saludo displicente, como si diera los buenos días a la computadora, al televisor o al radio, menos a ella, ¡tigre! Deslizaría sus piernas enfrente de cada uno de ellos, de tal manera que al menos uno propusiera y entonces ella dispusiera, ¡loba! Ya estaba lista, sandalias doradas, traje traslúcido, cabello suelto, perfume en exceso, labial rojo. Se sentía bella, excitada, obscena, joven; tonta, ridícula, disfrazada, incoherente; arrogante, decidida, candente, mojada; frustrada, perdida, patética y sola. Miró hacia la ventana y se percató de que estaba lloviendo, de que ya no había sol, de que sentía frío y de que era muy temprano para lucir ese traje, ¡gallina! Entonces se cambió de ropa, usó de nuevo su pantalón negro, su chaqueta de cuero, se hizo en el cabello una cola y se fue a trabajar, ¡burra!