Cicatrices
Nací un miércoles de ceniza.
Mi madre tenía una cruz marcada en la frente
cuando mi padre la llevó al hospital.
Aún es pronto, dijeron las enfermeras
y mi madre se fue a caminar sus contracciones.
Mi padre le contaba viejas películas
y muchos chistes
porque mi madre ama reír.
Hacía calor ese febrero
y mis padres eran jóvenes, casi divinos.
Se habían casado a escondidas,
pero eso fue en primavera y ahora moría el invierno.
La promesa del nacimiento y el renacimiento.
El miércoles de ceniza es un buen día para creer.
Al anochecer, mi padre convenció a las enfermeras.
Mi madre no podía dar un paso más
con sus pies hinchados de placenta,
de cansancio, de hija en camino.
Él dice que fue gracias a las Joyas de manzana
que llevó a la enfermería,
yo creo que fue por sus ojos grandes
y sus rizos,
que le daban aire de rockstar desamparado.
Mi madre recuerda que le pusieron una bata azul,
que quería marcharse
en cuanto la acostaron en una cama,
que pidió su ropa de vuelta.
No era tiempo de tener una niña.
No para ella, tan joven, tan hermosa,
con su cruz en la frente.
Mi padre no olvida los gritos
que cruzaron la sala de espera,
pero no había nadie, sólo él.
Eran las once y treinta y tenía una hija,
la primera,
y una historia que contar.
Todavía era miércoles,
la ceniza seguía ahí: una cicatriz en su frente.
Inventario de sueños
Siempre tuve una lista de sueños por cumplir.
La idea no fue mía sino de las monjas,
que en las clases de catecismo decían
Dios te ama, pecadora y todo,
mientras repartían decenarios de plástico.
Amuletos contra los malos pensamientos.
Pero en la noche me olvidaba de los sueños.
Quería ser otra persona,
con otra lista,
en la que no era importante sacar diez,
ni el cuadro de honor,
sino salir con los niños de la cuadra
a romper los vidrios de las casas vacías,
a robar la fruta de doña Simona,
a saltar por los techos, con ganas
de romperme una pierna y no volver a ese colegio,
donde te pedían estar siempre alegre,
y no llorar,
porque Dios te ama,
pecadora y todo.
A fuerza de guardar fantasías,
me volví resistente a los rezos,
ciega a las señales
(divinas o no).
Y conocí todas las formas del llanto.
Los retruécanos del odio.
Los mecanismos del rencor.
A cambio,
besé a los chicos guapos de la cuadra,
leí libros espléndidos,
escribí malos versos,
desperté en camas vacías
loca de amor.
Siempre tuve otra lista de sueños por cumplir.
Ahora que resplandece
roja entre las llamas,
acudo a su encuentro.