ENSAYO / abril-mayo 2021 / No. 92

Escritura y deseo



No puedo escribir desde el pasado porque me queda muy lejos. El arraigo a la vida ¿dónde lo encuentro?

Es una nebulosa. La luna inmensa. Vibrante.
Un golpe seco.
Ahí radica el problema del lenguaje. No son las palabras ni sus sombras. Es el dolor en la mandíbula. El cuerpo se atrofia, almacena el mensaje. Es una vista empañada. Son ojos como tinteros colmados de negra espesura. La insistencia del presente. Lo que ya no es. Guardar en una caja un poquito de aire. Querer contradecir la ley que instaura esta noche. Ocultar la cara entre las sábanas mojadas. Respirar como un pez moribundo. Respirar hondo.



Se vuelve una y otra vez a ese momento. La mandíbula es la misma. Las personas son otras. Las grandes interrogantes aplastan el escenario hasta que queda una esquina desierta con una escalera. Peldaños para salir de aquí.

Estoy fuera. Es tarde y no veo nada. Imagino figuras amorfas que me acompañan y danzan al paso de un ritmo improvisado. La felicidad viene con fuerza. Soy toda yo. Enorme. Me expando. No tengo límites. Me desbordo tanto que dejo de sentir el dolor en mi mandíbula.

Veo la pared sin pestañear. Su rugosidad permite que yo imagine historias. Algunas no han vuelto a aparecer; sin embargo, insisto en las sombras de las concavidades, quizás pronto me develen su secreto.

No, no se vale. Es decirlo todo sin decir nada. Como si pudieras extraer algo. Bueno. Falta tiempo, o eso quiero pensar. Pero no. Tú dices ahora. Yo sé. Ahora. Ya no es y sigue siendo y será. Tú escribes ahora. Quizás era eso. El interlocutor es lo que te permite desarrollar esas ideas abstractas. ¿Qué opinaron de ti? ¿Quién te leyó? ¿Te importó? No lo dijiste. No dijiste mucho. O lo dijiste todo.

Es claro. Probablemente no se necesite esto. Sólo se necesita el centro y un poco de la periferia. Hay una paradoja que no me puedo explicar. Ordenada. Tan cumplida. Perfecta.

Interior. Exterior. Centro. Periferia. ¿Mar o montaña?

Las fuerzas se complementan, no se excluyen.

Justo cuando estoy a punto de hacer una afirmación me retracto. No es posible. Quería decir que me gustan los textos que parecen pensados de principio a fin y que son tan redondos como la palabra Ana. Pero aquí estoy, envuelta una vez más entre fragmentos.

Las palabras como brújula, sé que con ellas estoy menos perdida. Se sienten tibias, agradables, somos. Invitaciones inesperadas. Me preocupa entrar a una zona prohibida, “formar parte de”. El sistema y sus acomodos, sus tensiones, todo llega al presente. Y cada instante tuyo llega al mío.



Si me abstraigo, ¿quién me va a entender? No sé cómo escribir. Intento.



El piso de madera cruje. Duele igual que el cuerpo. Las sonrisas se intercambian, no son respuestas, pero son puntas de flecha. Camino para allá, lo sé.

Soy este cuerpo, esta vida, este instante que ya fue y será infinito. Pienso en la muerte. Qué poquito vivimos y qué largo se siente. ¿Qué me hace creer a mí que estaré? Y cuando se termine, ¿a dónde nos vamos? ¿Te volveré a ver? ¿Habrá valido la pena? El dolor. El sufrimiento. Lo vivido.

Amar doliendo o doler amando.

Es tu cumpleaños. A mitad del sueño un “qué” me despertó. Desorientada. La pared de enfrente es la misma. Tengo una consciencia repentina de mi pequeñez. Han pasado muchos días. Miro el techo, es el mismo. La voz en mi cabeza rebota contra mi cráneo. Cómo decirlo. Se asienta ahí. Yo sabía. Muy en el fondo de mi almohada había otra vida. Una en la que nada era como es ahora. Una que pudo haber sido o que fue. Esa figura lejana soy yo. ¿En dónde acomodo mis deseos y mis contradicciones? ¿Cómo me abrazo desde el pasado para soportar el presente?

Giro hacia el lado izquierdo, cierro los ojos, me esfuerzo por desaparecer un rato, soy una bolita apretada.

Ya es tarde para ser perfecta. Como si se pudiera serlo. No me queda tiempo más que para darme prisa. He llegado aquí. Soy la que soy. Tal vez si fuera de allá tendría otra cara, pero la pared sería la misma. Sus concavidades seguirían exigiendo lecturas e interpretaciones diarias.

Se me acumularon las emociones y no tengo válvula de escape. Cuando ya no puedo más con esta realidad me encierro en mi cuarto, respiro. Me concentro; inhalo lo bueno, exhalo lo malo. Ahh.

Necesito aprender a hablar, no me sirve de mucho la escritura si en el instante no puedo gritar, no puedo decir me dueles, no puedo aullar como una loba. Lo único que quiero es poder estar ahí en el reflector y decir contundentemente cada cosa, con su peso, sin que me pasen por encima y me roben el lugar. Quiero pronunciar palabras que manifiesten esto que soy, pero no sólo decirlas: encarnarlas, y que mi voz se respete. Decir esto que necesita salir, mi arma y mi escudo. Palabras que me defiendan ante los tiranos.

En el fondo desearía no pelearme con nadie. Desearía aprender a respirar antes que a hablar y a defenderme. Quiero poder entablar conversaciones que fluyan como el aire en mis pulmones. Y que me sienta segura si se me salen las lágrimas. Quiero relaciones que se instauren bajo un pacto de respeto mutuo. Estoy harta del maltrato. Hoy me siento tan minúscula, tan apachurrada, tan cobarde, tan débil, tan sola. Me siento humillada y repetida. Me siento gastada.



La fisura tiene años de antigüedad, me pregunto si no será una vena rota o una escritura que se cuela por la pared y entra desde la oscuridad. Son los animales corriendo por el tejado. El miedo casi olvidado de tiempo atrás. En el jardín escriben las plantas con sus signos vitales, sobre todo los geranios en primavera. Puedo leer entretanto las plagas, los hongos, cochinillas y enfermedades desconocidas para mí.

Yo escribo en el escritorio que da a la ventana y desde ahí miro los árboles, los pájaros, la calle y la casa de enfrente. He descubierto que en el jardín vecino hay un conejo blanco muy grande. Su presencia es una fantasmagoría de mi pasado, de los ocho años en los que tuve un conejo, en vez de blanco, negro.

Negué la escritura, borré sus pasos, anulé las conversaciones en la casa. Me dediqué a mirar los objetos de mi habitación. Reviví emociones que habían quedado apartadas de mi vista.

Los objetos escribieron “madre” y la miré a los ojos; procuré hundirme en su profundidad. Me detuve ante el silencio y la soledad. Mirar huellas, sentir tiempo, dolerme a ratos.

Cada cosa no era una cosa. Era un volumen aquí. Escribo esto que soy y que desconozco. Trazos, líneas, arrugas, piel. Direcciones para llegar a nuevas preguntas. Busco entre las figuras a mi hermano, a mí misma, a la que perdí cuando él se fue.

Brotaron los miedos, junto con las palabras. La agonía. Una soledad brutal. Azul.






Carla Cohen (Ciudad de México, 1995). Estudió Literatura Latinoamericana en la Universidad Iberoamericana. Fue becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas. Ha publicado ensayos en C de Cultura, Tierra Adentro y Pliego 16, entre otras revistas electrónicas e impresas.

 

Punto en Línea, año 17, núm. 113, octubre-noviembre 2024

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