Yo era apenas un chamaco cuando un día pasé por la tienda de don Cuco y ahí estaba Misael. Al principio ni reparé en él, qué me iba a andar fijando en una persona mayor. Pero al Güero, que iba conmigo, le llamó la atención su color. Era amarillo amarillo, pero deveras, como si trajera una yema de huevo debajo de la piel, y como era más bien delgadito pues se veía peor.
Los ojos grandes y saltones de sapo —me acuerdo bien— estaban cansados. Uno temía que en cualquier momento se cerraran, vencidos por el peso de los párpados, y nunca más se pudieran volver a abrir. De ahí se empezaron a contar muchas historias. Que si cuando sudaba dejaba pintada la ropa, que si los dientes le brillaban en la noche, o que si el color de los dedos hacía dudar a quienes lo tendrían que saludar de mano. Yo te cuento lo que vi.
Un día estábamos el Juanjo, Sebas, Pancho y toda la bola en la cancha de fut del terreno de allá arriba cuando llegó Misael. Se sentó y nos miró como atravesándonos. La mirada se le perdió quién sabe por dónde. Estoy seguro de que no nos veía a nosotros. Al ratito nos acostumbramos a su presencia y ya ni nos fijábamos en él, pero cada vez que la pelota caía por donde él estaba nos llegaba un cierto olorcito tan fastidioso, que llegó el momento en que uno la pensaba para ir a recoger el balón. De repente, Güicho se dio cuenta. Hacía un calor de los demonios y todos estábamos empapados. Él sudaba también, y sacaba un color como de alquitrán que le oscurecía la piel. Las gotas espesas, lentas, le resbalaban por la frente y las mejillas, y la camisa de color claro se le empezó a teñir. Yo creo que se dio cuenta de que lo veíamos perplejos cuando se limpió con el pañuelo y lo dejó color café, así que se levantó y se fue.
Otra vez me lo encontré en la iglesia. No había misa ni nada, estábamos él y yo nada más. Se me figuró un niño porque iba todo de blanco y veía fijamente a la Virgen de la Asunción como suplicándole algo. Juntaba sus manos para orar y escondía la cabeza al agacharse, pero aun así alcancé a distinguir sus uñas amarillas.
Por eso nadie lo quiso en el pueblo. Poco a poco, a pesar de su silencio de siempre y su pasividad, ante todo, se fue ganando enemigos que al pasar lo pateaban o le decían cosas. Seguro que él las oía, las comprendía y de todos modos se quedaba callado. Creo que ni su familia lo quería ya. Le avergonzaba tener que llamar la atención de esa manera por tener un hijo amarillo. Así que su vida fue entristeciéndose y él pagaba la culpa —sin tenerla— de ser diferente.
Un mal día algo sucedió que desquició al pueblo entero. Y digo desquició porque en realidad no significa una razón de peso para que ocurriera lo que pasó. La única vaca de don Simón amaneció tirada, enferma, y a los pocos días murió. La cuestión es que al final sus ojos se volvieron amarillos y la lengua también, por eso ni siquiera se la pudieron comer. Todos la agarraron contra Misael. De la desesperación, don Simón le gritó un montón de cosas: que se largara del pueblo, que todos íbamos a terminar como él porque traía una maldición desde antes de nacer.
Misael, para variar, no dijo nada. Sólo parpadeó muchas veces con esos ojos de sapo, yo creo que para contener las lágrimas, y cerró la puerta. Ahí se estuvo y toda la noche oímos sus lamentos, de quién más.
Al día siguiente amaneció flotando en el río que quedaba junto a su casa. Tenía los ojos cerrados y la expresión le había cambiado. El río se transformó. Desde entonces es amarillo.