I Cuando todo aquello comenzó, jamás imaginó vivir tan intensamente. Esa experiencia le demostraba que por años fue prisionera de una desdicha a la que se había acostumbrado, pero ahora, no obstante aparentar que llevaba una vida normal al lado de sus hijas, por fin se atrevía a disfrutar y a ser ella misma. Hoy sentía desconocer los límites del miedo o la inseguridad pues, a diferencia de en su niñez y adolescencia, pensaba que era una persona decidida y segura de sí misma, aunque su rutina familiar fuera un simulacro. Aun cuando en sus adentros únicamente ella sabía que, desde hacía tiempo, su sangre tenía otro nombre y otra temperatura. Es más, entendía, creía entender, que el color de su piel, su aroma, su atracción femenina y su visión del mundo también se habían transformado. Sabía que el amor que sentía era un torbellino envolviéndola, y conscientemente se dejaba guiar; no imaginaba que un día lo único importante sería estar entre sus brazos, haciendo a un lado lo que fuera necesario para no desaprovechar cada momento que pudiera estar con él. Incluso después de sobrellevar con discreción esa aventura, la experiencia acumulada y la seguridad que siempre la caracterizaban le permitían darse el lujo de romper su rutina de encuentros, acumulando un récord de desfogues en los espacios menos imaginados. Su lista mental se enriquecía cuando recordaba que hubo caminos sacacosechas que atestiguaron sus gritos de desahogo, sus muchos gemidos a veces sofocados; otros escenarios fueron sembradíos de maíz, ciertos rincones en iglesias, innumerables camas de hotel, oficinas, escaleras, elevadores, mesas, escritorios y sillones. También estuvo el suelo: alfombrado, de duela o cemento; la arena del mar o la vegetación de platanares; la hojarasca de montañas, la cima de un risco a 2 500 metros sobre el nivel del mar; la orilla de una playa, el cobertizo de un yate, el jacuzzi de moteles, el piso de ciertos baños, algunos asientos de autobuses y de autos; diferentes rincones de las grandes ciudades o pequeños espacios de casas de algunos pueblos lejanos. Donde su adrenalina hiciera efervescencia y llevara al máximo su emoción, allí quería estar, dejándose llevar como una hoja en el viento, pero siempre fresca, viva. Su imaginación y amor silente no habían tenido límites. En el lugar donde se encontraran se amaban sin orden, sin secuencia, como dos adolescentes, a pesar de que sus cuerpos delataban el paso de, por lo menos, tres décadas. Luego supieron que la etapa de los treinta era, a decir de los sicólogos, “la edad en que se descubren cosas que eran desconocidas; la etapa de la ubicación de los propios alcances”. Y también “el periodo de la entrega total, cuando se ofrece esperando recibir, cuando se enfrentan los alcances y debilidades para lograr el éxtasis o el placer de la otra parte, en la que se descubre la fracción que hacía falta”. Gabriela viaja en su auto azul turquesa, absorta en sus recuerdos. En ese momento poco importaba la puesta de sol irradiando destellos melancólicos, rojizos, y que a ambos lados de la carretera se vislumbraran los avances de campesinos que preparaban la tierra para la siembra. Así lo entendían los que hablaban el lenguaje del campo, sabiendo que el temporal de lluvias estaba a punto de comenzar. De allí que aquellos olores a tierra mojada se pudieran percibir desde los autos. Ese paisaje le recordaba los tiempos en que, siendo niña y tomada de la mano de su mamá, avanzaba con dificultad entre la tierra y las piedras de veredas, para llevarle comida a su papá, quien se afanaba en los jornales del campo. El gusto por la naturaleza tenía que ver, pues, con su historia, ligada a espacios abiertos, a lugares que se convirtieron en referentes de su infancia y en preferencias recién descubiertas en su vida actual ya que aprovechaba cualquier oportunidad para salir a donde hubiera arroyos, aguas termales, playas, bosques o cascadas naturales. En aquella novedosa frecuencia encontró los momentos más felices de entonces, pues por ese tiempo se acercaba a los ocho años “de estar en una conexión permanente”. Así se lo decía a él y ella misma lo repetía para sus adentros. Si bien era cierto que se acercaba a su vigésimo aniversario de estar “bien casada”, ahora todo le resultaba más claro, incluyendo su papel de madre, su rol de esposa que se fue sumergiendo en lo que comenzó como una simple aventura y que luego se convirtió en una filosofía de vida muy difícil de entender para los demás, puesto que si otros lo hubiesen sabido, habría sido juzgada como una perfecta puta, como una gran villana. De allí que esa historia no sería jamás contada, estaría destinada al sepulcro para ocultarlo todo, pues si algo tenía muy claro era el pacto de no comentar nada con nadie, y en los hechos lo había logrado. Al mantenerse en silencio ella y su amante, obtenían un mayor placer, pues compartían una doble emoción: la de la vivencia y la del secreto. Únicamente ellos, pensaban, soportaban una silente carga que crecía al callarla, y ambos disfrutaban llevándola a cuestas. II El despacho de consultoría y diseño de interiores estaba abierto de lunes a viernes hasta las siete de la noche. Después de comer, Rubén llegó más pronto de lo acostumbrado, con la intención de analizar algunos detalles del servicio que estaba a punto de brindar, ya que había citado a su cliente en punto de las cinco de la tarde. Observaba detenidamente algunas fotografías de un departamento, que a la postre sería importante escenario de aquella historia, mientras que en su mano izquierda sostenía la reducción de un plano del inmueble, cuando llegó su cliente. Rubén explicó a la señora Gabriela su proyecto casi sin interrupciones, lo que le hizo entender que la propuesta le había agradado. Concluida la exposición, pactaron el precio, plazos y condiciones de pago. La secretaria hizo ciertas correcciones al contrato, sirviendo ella misma como testigo. Luego, Gabriela entregó un anticipo. Así sellaron aquel trato sin imaginar lo que les deparaba, Rubén en su calidad de diseñador de interiores y ella como un cliente más de aquel prestigioso despacho dedicado al confort en el interior de negocios, oficinas y casas. Transcurrido el tiempo, aquel departamento que había tenido que acondicionar como diseñador de interiores terminó por convertirse en el refugio de los amantes pues, a pocos meses de iniciada la relación, las hijas de Gabriela se fueron a los Estados Unidos para continuar sus estudios, y su marido, por razones de trabajo, pasaba mucho tiempo lejos de su casa. El abandono y aislamiento terminaron por fortalecer la relación que sostenía con Rubén quien, sin proponérselo, siempre encontró un pretexto para mantenerse cerca, deseando incluso procrear un hijo con ella. III Fue hasta que su esposa le preguntó si le sucedía algo, a la hora de la cena, que Rubén notó que estaba cabizbajo y pensativo. Al saberse delatado, respondió que pensaba en los pendientes de la oficina. Esa noche no podía asimilar lo ocurrido en el trabajo, pues siempre tuvo por norma no mezclar asuntos personales con profesionales debido a que, años atrás, uno de sus superiores nunca pudo disimular la relación que mantenía con una de las secretarias. Ésta, menos discreta, en ocasiones se burlaba de él y lo trataba como a un pelele, demostrándole que ella mandaba, desde la cama hasta la oficina: “así es que no mames, y mejor cállate, que eres puro cabrón”, le espetaba, soberbia. Desde entonces Rubén se propuso no cometer el mismo error, pues pensaba que tales situaciones le restaban autoridad a un jefe. Por lo que él, se dijo, jamás repetiría la misma escena. Y si en algún momento sus necesidades lo orillaban a una relación extramarital, no sería con compañeras de trabajo ni con clientes, pues no estaba dispuesto a echar por tierra una carrera que amaba y que le permitía tener un buen estatus de vida; por lo que, de tener una aventura, no sería “dándole patadas al pesebre”, como decían. Sin embargo, en esa ocasión algo, que incluso no le permitía conciliar el sueño, había sucedido. Ya metido en la cama, se tranquilizaba pensando que no fue él quien inició lo ocurrido; al contrario, se resistió, sin ser grosero, se mantuvo al margen; fue ella quien sagazmente perseveró hasta lograr las condiciones idóneas para consumar lo que ahora lo traía de cabeza, lo que justo a partir de aquella noche se convirtió en su talón de Aquiles. No obstante, y a pesar de todo, la vida debía continuar. Cansado y tratando de sortear la culpa, se recostó sobre su lado izquierdo, en posición fetal, y sonrió para sus adentros mientras pensaba que un hombre exitoso merecía dormir a pierna suelta. Casi enseguida se quedó dormido. IV Con todo y el arrepentimiento de la noche anterior, a la mañana siguiente se despertó, encendió su teléfono en busca de algún mensaje. Hizo lo mismo con su tablet y ello lo movió a reflexionar sobre la dependencia a la tecnología tan común en la época. Todo marchaba bien, hasta esa mañana en que le pareció extraño a Rubén no encontrar señal alguna de Gabriela. Sin embargo, el suceso cobró importancia dos días después, cuando cayó en la cuenta de que ella no sólo no le enviaba mensajes, sino que tampoco respondía a los suyos. Al tercer día, en un restaurante escuchó sin querer la plática de dos mujeres que comentaban la trágica muerte de una compañera de su clase de repostería tras un lamentable accidente al chocar contra un muro de contención en una vía rápida. Las señas y el nombre coincidían: Gabriela, percance a bordo de un auto azul turquesa. En ese momento sintió mariposas desgarrándole el estómago. Salió del lugar y llegó a su oficina. Por primera vez se atrevió a hacer una llamada a la casa de Gabriela. Una voz fría al otro lado del auricular le confirmó que, en efecto, el cuerpo “de la Señora” había sido inhumado el día anterior.
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