ATALANTE: CINE / Octubre-noviembre 2015 / No. 58

 

Hagen y yo




Rodrigo Martínez

 

Hagen y yo (Fehér Isten)
Director: Kornél Mundruczó
(Hungría, 2014)

 

 

Hagen_Cartel.jpgMientras su madre separada hace un viaje con su nueva pareja, Lili (Zsófia Psotta) y su mascota deben residir en el departamento minúsculo de su padre (Sándor Zsótér). Las tribulaciones de una ley de impuestos para dueños de animales, el espacio reducido y la presión que ejerce una anciana casera provocan que el jefe de familia sea incapaz de tolerar la vida con el perro. Tras un episodio vergonzoso donde el canino invade el aula de un profesor de música, el hombre abandona a Hagen (Body) en una calle ante su hija de trece años. De un momento a otro, un perro doméstico y dependiente irrumpe en un orbe de minorías condenadas al sacrificio. Allí olvidará su educación sentimental en manos de tres propietarios que lo obligarán a afilar el colmillo al explotarlo y lastimarlo hasta que el animal adquiera consciencia de sí mismo frente a sus semejantes.

En Hagen y yo, Kornél Mundruczó (Hungria, 1972) emplea un suceso verificable para articular una parábola cívica que bordea la fantasía. Hagen fue arrojado a la vida de vagabundo tal y como sucedió en Budapest con muchas mascotas luego de una reforma hacendaria que incluyó a los animales domésticos. Él es el protagonista del filme, pero el núcleo es una colectividad encarnada en su relación con Lili y con otros perros. Los caninos aparecen como una referencia de la falta de conciencia sobre la vida animal, pero también como una analogía del trato subhumano que reciben estos nuevos miserables por la incomprensión y el miedo que resultan de la convicción de que alguien es diferente. Este paralelismo de la trama sustenta imágenes realistas y oníricas para atestiguar la transformación del perro del mismo modo que cambia la atmósfera de la puesta en escena.

Los efectos del miedo y de la incomprensión aparecen desde el prólogo del filme. Lili recorre un puente despoblado en una bicicleta. Hay un vehículo vacío con luces encendidas. Los semáforos funcionan. Hay camiones abandonados. Fragmentos de la secuencia multiplican las perspectivas de la ciudad vacía. Todas las perspectivas expresan una soledad más allá de cuán diferente sea su percepción. La adolescente trompetista parece completamente aislada cuando una gigantesca manada de perros emerge detrás de una bocacalle. Ella acelera la marcha. Resulta imposible saber si el grupo la persigue porque sus miembros avanzan decididamente mientras suman adeptos. La incertidumbre de Lili es compatible con la del espectador. Esta entrada no sólo plantea un enigma, sino que establece una atmósfera de perturbación (que coquetea con la ciencia ficción) desde el primer momento de la imagen. Esta impresión de inestabilidad prevalece en el desarrollo del relato porque intuimos que volverá a instaurarse como un estado de ánimo.

Si bien la atención narrativa muestra dos puntos de vista en paralelo que anhelan converger (Hagen busca a Lili; la adolescente busca al perro), la diversidad iconográfica del filme plantea una temática que va más allá de la figuración de la lealtad. Hagen y yo posee una construcción visual fundada en pastiches. Es un filme sin identidad genérica. La secuencia de entrada (tan semejante al viaje en caballo de Rick Grimes a la ciudad de Atlanta en la primera temporada de The walking dead) o referencias explícitas a trabajos como Los pájaros (Alfred Hitchcock) muestran propiedades de ciencia ficción, horror, aventura y thriller. Estos insertos son intencionales y revelan una genealogía impura, y un temple de ánimo cambiante, que refuerza la premisa cívica del argumento de un largometraje dedicado a un cineasta humanista como Miklós Jancsó (1921-2014): mostrar la capacidad de unificar las diferencias para terminar con los prejuicios de superioridad e inferioridad.

hagen_02.jpg Si la imagen del sexto largometraje de Kornél Mundruczó busca la impureza, el relato es una construcción en retrospectiva que devela las condiciones iniciales de una revolución canina. El metonímico Hagen no es un símbolo. Tampoco es un mito. Es el caso específico de un proceso de sobrevivencia más próximo al sentido humanista de Los miserables que al incidente científico del primer filme de la zaga más reciente de El planeta de los simios: revolución (Rupert Wyatt, 2001). Cuando está inmerso en el submundo de las peleas caninas, el protagonista ultima a un perro con una mordedura en el cuello. Al mirar el cadáver advertimos los gestos de Hagen en planos medios y en un close up (en una película de numerosos planos generales que hacen pensar en la ópera por la presencia da tanta música) para descubrir que es consciente de que ha matado a un igual. Hagen no es una invención científica, como la reelaboración de Frankestein en Dulce hijo (2010) del propio realizador húngaro. Es una invención cultural. Arrastrado por las ambiciones de los humanos que hicieron de él un cautivo y un asesino, asume la posibilidad de retribución moral cuando advierte que la misma mordedura que quitó la vida a un igual representa un camino de emancipación. Sólo que ahora clava los colmillos en cuellos humanos y lidera una rebelión.

El origen del filme fue un suceso verificable, pero su forma tiene carácter de parábola casi fantástica con todo y su flautista de Hamelin (o Lili, la trompetista de Budapest). Fábula a medias también, como demostración de otro nivel de la impureza genológica, Hagen y yo aporta evidencia de un puñado de vicios convertidos en rutinas: el insensible padre que trabaja en un matadero de reses; el profesor de música que desprecia a las bestias; la clasificación de los animales en razas puras e impuras; el abandono y el encierro; la incomunicación con aquellos que son considerados diferentes y que es preferible expulsar con base en un prejuicio tal y como sugiere la actitud de la señora que renta el departamento donde vive el padre de la adolescente. La colectividad canina es literal raza marginada por una sociedad humana que la considera inferior. Y también es una analogía con esos nuevos miserables del propio mundo de los hombres. Por eso Hagen lidera sus propias barricadas con todo y un aliado que, como el Gavroche de Víctor Hugo, será víctima sublimada de la lealtad a un líder y a una causa.

hagen_01.jpg La crónica de la revolución perrito es una película-espectáculo que renuncia a la innovación estructural para asegurar la transparencia del relato y jugar con la doble imposibilidad de la pureza iconográfica y de la pureza cultural. Es un recuento de gustos cinematográficos estandarizados, más cercanos a las poéticas de Hollywood post-géneros, cuya virtud es la elaboración de planos casi coreográficos que potencian el ritmo con cortes o con la inclusión dinámica de la cámara que acompaña la transformación de la atmósfera con escenarios amplios donde la acción de los perros equivale a trazos agresivos dentro de los planos como si fuera la imagen misma un conflicto. La sencillez del argumento nunca es pobreza expresiva. El esquema visual es un paso del caos a la calma y un regreso al caos. Es caminata por múltiples variaciones genéricas con rodaje directo en locaciones. Es apariencia realista u onírica al tiempo que instauración de una incertidumbre que se parece demasiado a nuestra época de migraciones y desencuentros con las “otredades”.

Y a pesar de esta condición de entretenimiento nunca abstracto, y más buen lúdico, Hagen y yo puede arrojar dos lecturas dentro de una misma premisa. Bajo el prejuicio de superioridad de los hombres sobre los animales, y también de los hombres frente a otros hombres, la aventura del perro blanco que padece múltiples domesticaciones antes de adquirir conciencia de clase encarna, primero, el conflicto entre la cultura y la naturaleza. Hay allí una advertencia de potencial caos porque el ser humano impuso la cultura para alejarse de su estado natural y, por tanto, de esos otros seres no plenamente domesticables, pero igualmente sensibles. También está allí el sentido al paralelo de la relación entre Lili y Hagen como miembros de dos grupos de miserables que son víctimas de las carencias y de los vacíos de un mismo sistema social. Eso explica que, en el momento más delicado del conflicto, la adolescente y el perro vuelven a encontrarse para mirarse mutuamente, con ojos fijos el uno en el otro, desde la misma altura y en las mismas circunstancias. Porque ante la serenidad del alba luego de una noche de rebelión, humano y animal son exactamente iguales.

 

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Rodrigo Martínez. Es maestro en Ciencias de la Comunicación. Ha publicado en las revistas Punto de partida, El Universo del Búho, La revista y Periódico de poesía, y en espacios culturales de los periódicos El Financiero y El Universal. Es profesor de asignatura en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales (UNAM) y colaborador de la revista F.I.L.M.E (www.filmemagazine.mx).

 

 

Punto en Línea, año 17, núm. 113, octubre-noviembre 2024

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