CARTOGRAFÍAS / diciembre 2015-enero 2016 / No. 59


 

Cartografías

Brumario


Planos para una ciudad que no existe reúne el trabajo de poetas de Hispanoamérica cuya obra es inédita en México. Propone un recorrido por distintas propuestas y voces de esa tradición de tradiciones que es la poesía en castellano. Son los trazos y las líneas de un grupo de mujeres y hombres que construyen el esplendor y las ruinas de uno de los futuros posibles.

En los libros de Adalber Salas Hernández existen varios ejes temáticos (la política, el leguaje, la extranjería), en los textos de Brumario la muerte está en el centro. Salas en su obra busca dar forma, a través de la claridad y del rigor, a las incertidumbres que causan la enfermedad y el desasosiego corporal. En el último número del año, Jorge Posada ha antologado muestras de los poemarios Salvoconducto, La arena, el vidrio, Heredar la tierra, Suturas y Extranjero de este joven escritor venezolano.



Adalber Salas Hernández

Descargar PDF aquí


  De Salvoconducto*
 
 

[RECUERDO LA ÚLTIMA vez que fui...]
[ESTA MAÑANA, CARACAS amaneció...]
[MIENTRAS ESCRIBO EL poema...]
Planto por la muerte de Maese Don Domingo
[SIN MUCHO DRAMA, el fantasma...]
[MAMÁ, NUNCA...]
[VI MI PRIMER muerto una tarde...]
[APENAS ESTABA EMPEZANDO la adolescencia...]
[ENTRE TÚ Y yo duerme...]  
A portrait of the artist as a young man
 



RECUERDO LA ÚLTIMA vez que fui con mi madre
y mi abuela a limpiar la tumba de mi
abuelo. Lo recuerdo nítidamente cada vez que,
durante la tarde, la luz cae así, arropada
por la tierra que levanta el viento.
El monza estaba estacionado en medio
del Cementerio General del Sur,
bajo un cielo árido, que rechinaba
cuando las nubes pasaban por él.

            Y yo,
yo estaba en el asiento trasero, con mis
siete u ocho años, respirando ese calor espeso que
era como un castigo de dios o un
regalo de dios, uno nunca podía notar
la diferencia. Estaba ahí, muy quieto,
mirando por la ventana cómo
mi abuela barría esa losa de granito
o mármol o qué sé yo
y cómo mi madre ponía flores.
Entre ambas levantaban un polvo
que no tenía edad, un polvo que hacía toser,
ante la tumba de ese abuelo
venido de las Canarias que no alcancé a
conocer porque los cangrejos
se le escondieron en la garganta poco a poco,
como en una de esas rocas
porosas, agujereadas por el mar.

Ahora mismo también toso,
porque algo gotea en mi pulmón
derecho. Toso y me pregunto si será esta
asfixia la única herencia que me habrá
dejado ese abuelo. Pero no era eso lo que me
preguntaba en la parte de atrás del monza.
Recuerdo que esa fue la primera vez que
me pregunté bajo qué sol
insisten en crecer las manos de los muertos.


ESTA MAÑANA, CARACAS amaneció
repleta de muñecos de cera.

Estaban detenidos en las esquinas,
sentados en los techos, tumbados
en los parques, plantados en las puertas
de los edificios, en las escaleras de los barrios.
Miles. Todos estábamos desconcertados, era imposible decir
de dónde provenían, quién los había traído o por qué
estaban desnudos y cargaban con esa actitud
de penitentes. Desde una distancia prudencial
la gente miraba sus ojos nublados, la superficie
brillante de sus cuerpos, escamada e inhóspita
como el deseo.

                        Era difícil encontrar en ellos un rasgo, una
línea que los uniera. Sus pieles eran una cartografía
mutilada, como si todos hubieran sido escritos por  
la misma mano temblorosa. Los brazos, las piernas
dispares, las cabezas sin ojos, sin boca o a medio
formar. Ninguno de ellos tenía el descuido
de poseer una historia.

No parecían esperar nada. Poco a poco, la gente
empezó a acercárseles, a tocar esos miembros arrugados,
esos borradores de caras. No pasó mucho tiempo antes
de que empezaran a hablarles. Lo hacían con impaciencia
y hambre, los atiborraban de palabras que
se pudrían con el sol. Nos gustaba esa manera
de callar que tenían los muñecos,
delataba lo espesos que eran los pensamientos en sus
cabezas. También nos gustaba que no tuvieran rostro,
que nadie les hubiera abierto el tajo de una boca
o puesto alguna pupila impertinente.

Les contábamos secretos de amigos y
familiares, confesábamos nuestras miserias,  
les declarábamos un amor inquieto y brutal,
e incluso peleamos con ellos (varios muñecos fueron
abaleados, algunos por la espalda: de las heridas
manaba un líquido denso, una saliva de olor acre).

Hacia el final de la tarde, ya casi todos los muñecos
se habían derretido. Uno podía ver burbujas
sobre esa piel opaca y triste, como si se los tragara
la enfermedad de lo palpable.

Nunca fueron tan amados como cuando
sus figuras se habían diluido por completo.




MIENTRAS ESCRIBO EL poema, me digo que en él
la palabra muerte no dice nada, no tiene densidad,
no hace más honda la boca. El poema no sabe
de la muerte, como tampoco sabe de la música
que llenará mi cráneo cuando quede vacío.
Ese mismo cráneo que nadie tomará entre sus manos
para anunciar que data del Siglo XXI, qué período
remoto, qué tiempo bárbaro, qué época de luto. Ese
mismo al que nadie hablará, llamándolo Yorick, ser
o no ser, pudiera estar atascado en una cáscara
de nuez y tenerme por rey de espacios infinitos,
y creer que la palabra muerte sirve de algo. Ese mismo
que nadie hallará por azar en una fosa común en
Sudán o en Serbia, en Vietnam o en Catia. Ese cráneo, digo,
ese cráneo mío, que sabrá que el poema es sólo un relato
que se hace la muerte, que se vale de nuestras manos
para decirse, para verse. Esto lo sabrá mi cráneo,
será lo único que sepa, cuando permanezca quieto,
sonriéndole al barro desde su vientre.
Gusanos breves colgarán de sus cuencas,
velarán sus sueños sin palabras.



Planto por la muerte de Maese Don Domingo

Ven, pasa, siéntate aquí, fíjate qué casualidad, justo ahora iba 
a escribirte una elegía o algo así, capaz me salía una carta en verso, aunque todo
el mundo sabe que ambas cosas son de mal gusto. Ven, termina de cruzar
la puerta, no tienes por qué dudar tanto. Siéntate a la mesa, debes estar harto
de estar allá afuera, con ese olor cansado, como a yodo, que tiene Caracas
cuando se deja cubrir por las nubes. Ven, siéntate, no te quedes ahí, que te
va a dar gripe, y no hay nada peor que un muerto con gripe, moqueando
y estornudando sobre la superficie pulcra del más allá. La eternidad
no es un pañuelo, ¿sabes?
Mira que venirte a morir así, dejándonos a todos con la palabra
en la boca como un punto de plomo, como el principio de algo que
no se sabe bien qué es, como un clavo bajo la lengua. Venirte a morir así,
dejándonos a todos con la garganta amarrada. Pero termina de pasar,
anda. Un trago no te ofrezco porque últimamente no tomo
(ya lo sé: no hay animal más lamentable que un poeta
abstemio), pero aquí hay unos cigarros que tenía guardados para cuando
visitaras. Todo el mundo sabe que los muertos, aunque no respiran,
sí que fuman. Tranquilo, no son light.
Tú, que siempre fuiste ciudadano del humo, te saltaste la frontera
sin decirle a nadie, te volviste inmigrante ilegal del más allá. Al menos
puedes fumar sin pensar que te manchará los dientes; la tierra ya
te los robó para ponerlos en su boca. Voy a poner un poco
de Chet Baker, aquel disco que me grabaste hace años, cuando
vivía arrimado en casa de mi tío. ¿Se oye bien? Ahí, parado en el marco
de la puerta, no debes tener la mejor acústica. Toma, te presto mi encendedor.
¿A qué sabe el humo cuando ya no tienes boca? Y la música, ¿cómo
se cuela en ti, si no tienes oídos? ¿No te atraviesa como si fuera una
corriente eléctrica, un susto del aire? ¿Como si el espacio se estirara y se
contrajera, pidiendo algo?
O vamos a poner algo de Monk, para escuchar esos dedos que van
y vienen sin pedir nada a cambio. Vamos a oírlo errar, andar a la deriva
en la noche estirada como el cuero de un animal enloquecido, sosteniéndose
en el temblor de cada nota, que a cada paso se derrumba. Suena como
esos hilos de sal que mantienen unido el cuerpo a duras penas.
Ven, entra, pasa con lo que traigas, con tus nombres deslucidos, lavados
con cloro, con tu nuca besada por las raíces, con tus venas como una lluvia
estrecha e innecesaria.
Mira, dime una cosa, ¿los otros muertos aguantan tus chistes? ¿No discuten
tus opiniones literarias? Todo el mundo sabe que los muertos tienen poca
tolerancia, por eso casi nunca nos visitan. ¿Se callan cuando te da
por agarrar el acordeón o la armónica? Me gustaría escucharte tocar,
aunque desde allá el sonido llegue sucio, cargado de barro. Igual te oigo bien, tu
voz tiene el brillo lejano de las cosas por venir, esa hojalata de la promesa hecha
que opaca todo lo demás. Creo que ya no voy a escribir la elegía,
sería una ridiculez. Mejor hago silencio para que toques algo.




SIN MUCHO DRAMA, el fantasma de mi padre
camina a la luz del día. Cada mañana se afeita,
se ducha y sale a trotar (quiere para sí una
muerte saludable).

Nos vemos a menudo. Habla poco, lentamente,
porque tiene piedras en la voz. Se dedica a mirar
a su alrededor, a especular, a contar los
años como si el tiempo fuera una manzana
mordida. No sabe cuántas veces ha muerto, ni en
qué poemas o cuáles esquinas. No sabe
cuántos padres ha sido.

Viste su carne intacta con desenvoltura,
sin prisas, seguro de que su ataúd no será
una copla. Tiene bien escondidos sus huesos,
para que se los robe algún santo.

El fantasma de mi padre no es un buen fantasma:
Sabe que ningún tiempo pasado fue mejor.
Insiste en comer y beber, cumple con los ritos
de la respiración y el sueño, se toma el pulso
con regularidad para medir la velocidad de las
plantas al crecer. No aparece por las noches
llamándome Hamlet, pidiéndome que vengue su muerte.

El fantasma de mi padre olvidó hace años el rostro
de su padre, e incluso ha logrado borrar alguna que otra
sílaba de su nombre; como yo, nunca aprendió a leer bien
la herencia, sus papeles falsos.



MAMÁ, NUNCA
te olvidas de venir,
de estirar tu cuerpo
sobre el frío de la página, en esta
luz áspera, de hospital,
siempre traes
los labios cosidos,
descosidos,
vueltos a coser a mi aliento,
a mis pulmones llenos de sal,
siempre con tus manos duras,
prematuramente viejas,
como piedras lanzadas contra la vida,
contra la muerte,
mamá, no te molestes en consultar
el reloj, la hora no se queda quieta, salta,
el tiempo también tiene tos,
no te molestes, no tiene final,
esto de los minutos no tiene final,
el tiempo tiene un asma que nadie
se atreve a diagnosticar y
no hay orapronobis que valga,
no hay un venganosotrosturreino intravenoso,
no hay esteroides, no hay calmantes,
nebulizadores, nada, no hay, no hay,
y la respiración sibilante no se calla,
y el doctor tampoco se calla, dice
que la habitación tiene fiebre,
que la página tiene fiebre, que se está
secando, agrietando y no hay hilo
para suturarla, no hay,
mamá, dónde está
el hilo de tu voz, el hilo
del que colgabas a tu hijo, dónde está
ahora,
qué cose.



VI MI PRIMER muerto una tarde, subiendo
de Sabana Grande a la Avenida Libertador,
en una de esas calles estrechas
y claustrofóbicas.
Eran las tres o las cuatro, algo así,
el día estaba flojo, la luz era
como un sudor pálido,
sobre las cosas.
En la acera derecha había un grupo
de gente callada. Y en medio, un hombre boca abajo,
los miembros regados de cualquier manera.
No había un solo comentario, nadie
lloraba o gritaba. Hablaban en voz muy baja,
como si vivieran por adelantado el velorio.
No parecía la escena de una
muerte, sino otra cosa, un suceso desconcertante,
un problema que era necesario
resolver. Hubiera jurado que esperaban, incluso
con un poco de fastidio, alguna señal.
Entre el cielo y la tierra
solamente median los ángeles del aburrimiento.

No habían traído una sábana
para cubrirlo ni le habían puesto
una chaqueta encima.
Era imposible ver su rostro, la bala
le había partido el cráneo desde atrás,
y ahora estaba en el centro de un charco
de sangre y orina y mierda
(se le habían relajado los esfínteres).
Nadie notaba el olor,
la luz fría lo había escondido.
Eso no era un cuerpo, era algo más,
replegado, tachado.
Algo que había perdido todas sus alianzas.

Dicen que al morir te pareces
finalmente a ti mismo,
como si alguien te hubiera hecho el favor
de recoger cada una de tus sombras.
Pero es mentira.
Al final no te pareces a nada,
la masa de músculos atrofiados
y huesos inservibles que eres
no dice nada. La muerte no es
un arte, como todo lo demás,
y nadie lo hace bien.



APENAS ESTABA EMPEZANDO la adolescencia,
cuando leí en la carátula de un
libro la frase El 18 Brumario de Luis
Bonaparte
. No lo compré.
Debo haberme llevado de la librería
algo de ciencia-ficción, seguramente
Isaac Asimov. Sin embargo,
el título se me quedó en la cabeza.
Un brumario sólo podía ser
una antología de la bruma, un volumen
capaz de encerrar toda la niebla
del mundo.
No tenía idea de quién había sido
ese tal Luis Bonaparte, ni me importaba.
Tiempo después lo averigüé
y francamente siguió sin importarme.
Nada más pensaba en aquella bruma
obstinada, redundante, colándose entre los huesos
como artritis. Un espesor desteñido
donde tragedia y farsa compartían
el mismo peso idiota. Una blancura
como una carne triste, húmeda.
Imaginaba que en su interior
andábamos a tientas, convenciéndonos
de saber hacia dónde, sin percatarnos de las ratas,
los insectos mudos e insistentes, las criaturas
de las profundidades oceánicas, que
no han cambiado en millones de años
–los verdaderos dueños de la historia,
sin antecedes, pruebas o linajes,
los herederos de la tierra en toda su aridez:
los que no testimonian
por nada ni nadie,
los que no piden perdón o salvación,
los únicos que saben leer en el brumario
la repetición sorda de la vida.



ENTRE TÚ Y yo duerme
el hijo que no tenemos.
Cada noche nos despierta su respiración
agrietada, insistente, la misma
que heredamos de él. Sin encender la luz,
nos sentamos en la cama y limpiamos
sus huesos hasta dejarlos brillantes, tan anónimos
como piedras. Tomamos la medida gris de su
cráneo, calculamos el diámetro de sus cuencas
oculares, contamos uno por uno sus dientes
y los pulimos. No se queja mientras ordenamos
los materiales, la puntuación de su ausencia.
Su piel se deja manipular por los dedos:
es dulce, maleable como una disculpa.
Constatamos la falta de los músculos que formarán
sus brazos y piernas, todavía dispersos
–los imaginamos con bordes implacables,
ejercitados en el arte de la huida.
Sus órganos permanecen ocultos, pidiendo
ser descubiertos poco a poco, colocados
donde pertenecen, en la sintaxis que luego llenará
la sangre, su ceguera.
Es imposible saber si logramos juntar la entraña
que algún día se pelearán los perros.
Por todas partes enhebramos venas
y arterias, para que tenga un lugar donde esconder
de sí mismo el aguardiente
que deja a su paso el recuerdo.
Finalmente se calma. Su respiración cesa.
El balbuceo que era su cuerpo se detiene y nos permite,
por esta vez, volver a conciliar el sueño.



A portrait of the artist as a young man

Se acerca a la mesa lentamente.
En una mano lleva el café que acaba
de comprar y en la otra el tacto ávido y hostil
de la resaca. Lo veo llegar, caminando como si
la mitad de los pasos los diera en otro mundo,
y sentarse a discutir sobre literatura (¿y sobre
qué más?) con esa pasión inútil que lo caracteriza.
Poco después, se levanta para ir a clases, todavía
huele a alcohol y sueño, pero no importa, es un
joven poeta, debe recabar experiencias, vivir
a fondo. En los salones suele permanecer callado,
esperando algún error del profesor para
corregirlo, rimbombante. En los jardines de la
universidad, fuma marihuana mientras lee
autores bizantinos del siglo xii y, por supuesto,
a Roberto Bolaño. Escucha Radiohead, Tom
Waits, Charly García y Dermis Tatú. Cuando
los encuentra, compra discos de acetato, aunque
no tiene cómo reproducirlos. Casi no come y
duerme lo indispensable; lleva a cuestas un insomnio
desteñido que de algún modo le queda grande,
como si fuera el saco de alguien más. No entiende
de deportes, pero quisiera ser boxeador
para dejar caer el dato en las conversaciones.
Anda de pareja en pareja, porque el deseo
es naturalmente disperso, ya lo decía Freud
luego de meterse unos pases. Ha publicado algunos
textos en revistas que nadie lee. Administra un
blog. De madrugada, inmerso en la claridad
pastosa de la lámpara, escribe un poema tras otro,
con urgencia, creyendo que, si acumula los
suficientes, le saldrá un alma como un
tubérculo, un alma como un cáncer,
un bulto lírico y hambriento que se le notará
bajo la camisa. Tiene claro que morirá joven,
pero no ha decidido de qué; tal vez
se incline por la sobredosis, sin embargo
también lo tienta irse de mochilero a recorrer
las autopistas abandonadas que dibujan el
mundo a ciegas, y morir allí de tanto espacio.
Lo primero que uno nota de él, son sus ojos:
tiene los mismos ojos que los perros, llenos de una
infancia irreconocible, que nunca termina. Como si
una parte de él viviera en la prehistoria del dolor
o la dicha. Como si hubiera robado un pasado que no
comprende. Acaba de levantarse de la mesa, aún
lo veo, casi se tropieza y derrama el café, pero
milagrosamente lo salva. Seguro iba rumiando
alguna efusión lírica, algo parecido a que ha visto
a las mejores mentes de su generación destruidas por
la locura, hambrientas, histéricas, desnudas, algo que
en definitiva debería anotar más tarde. Ahí va,
manos miopes, cabello largo, buscando la sombra
de las palabras, el silencio que destilan, ese
sudor ácido. Sale de la cafetería y siento alivio. Nunca
hubiera aceptado firmar un poema tan aburrido
y tan poco importante como este.
 

De La arena, el vidrio

 


* Salvoconducto, Pre-Textos, Valencia, 2015.


Adalber Salas Hernández. Caracas, 1987. Poeta, ensayista, traductor. Autor de los poemarios La arena, el vidrio (Editorial Equinoccio, 2008; Ediciones del Movimiento, 2015), Extranjero (bid&co. editor, 2010; Común Presencia, 2012), Suturas (bid&co. editor, 2011) y Heredar la tierra (Común Presencia, 2013). Asimismo, ha publicado el volumen Insomnios. Ensayos sobre poesía venezolana (bid&co. editor, 2013). Ganador del XXXVI Premio de Poesía Arcipreste de Hita por el volumen Salvoconducto (Valencia, Pre-Textos, 2015). También es coautor del libro Los días pasan y las formas regresan en torno a la obra del escultor Harry Abend. Han sido publicadas sus traducciones de El hombre atlántico, Agatha y Savannah Bay, libros de Marguerite Duras, Artaudlogía, selección de textos de Antonin Artaud, y Elogio de la creolidad de Bernabé, Chamoiseau y Confiant. Junto con Alejandro Sebastiani Verlezza curó las antologías Poetas venezolanos contemporáneos. Tramas cruzadas, destinos comunes y Destinos portátiles. Poesía venezolana reciente. Actualmente se desempeña como co-director de bid&co. editor, como miembro permanente del consejo de redacción de la Revista POESÍA de la Universidad de Carabobo.

 

 

Punto en Línea, año 17, núm. 113, octubre-noviembre 2024

Punto en Línea es una publicación bimestral editada por la Universidad Nacional Autónoma de México,
Ciudad Universitaria, delegación Coyoacán, C.P. 04510, Ciudad de México, a través de la Dirección de Literatura, Zona Administrativa Exterior, edificio C, 3er piso,
Ciudad Universitaria, Coyoacán, C.P. 04510, Ciudad de México, teléfonos (55) 56 22 62 40 y (55) 56 65 04 19,
https://puntoenlinea.unam.mx, puntoenlinea@gmail.com

Editora responsable: Carmina Estrada. Reserva de Derechos al uso exclusivo núm. 04-2016-021709580700-203, ISSN: 2007-4514.
Responsable de la última actualización de este número, Dirección de Literatura, Silvia Elisa Aguilar Funes,
Zona Administrativa Exterior, edificio C, 1er piso, Ciudad Universitaria, Coyoacán, C.P. 04510, Ciudad de México,
fecha de la última modificación 10 de octubre de 2024.

La responsabilidad de los textos publicados en Punto en Línea recae exclusivamente en sus autores y su contenido no refleja necesariamente el criterio de la institución.
Se autoriza la reproducción total o parcial de los textos aquí publicados siempre y cuando se cite la fuente completa y la dirección electrónica de la publicación.