RECUERDO LA ÚLTIMA vez que fui con mi madre y mi abuela a limpiar la tumba de mi abuelo. Lo recuerdo nítidamente cada vez que, durante la tarde, la luz cae así, arropada por la tierra que levanta el viento. El monza estaba estacionado en medio del Cementerio General del Sur, bajo un cielo árido, que rechinaba cuando las nubes pasaban por él. Y yo, yo estaba en el asiento trasero, con mis siete u ocho años, respirando ese calor espeso que era como un castigo de dios o un regalo de dios, uno nunca podía notar la diferencia. Estaba ahí, muy quieto, mirando por la ventana cómo mi abuela barría esa losa de granito o mármol o qué sé yo y cómo mi madre ponía flores. Entre ambas levantaban un polvo que no tenía edad, un polvo que hacía toser, ante la tumba de ese abuelo venido de las Canarias que no alcancé a conocer porque los cangrejos se le escondieron en la garganta poco a poco, como en una de esas rocas porosas, agujereadas por el mar. Ahora mismo también toso, porque algo gotea en mi pulmón derecho. Toso y me pregunto si será esta asfixia la única herencia que me habrá dejado ese abuelo. Pero no era eso lo que me preguntaba en la parte de atrás del monza. Recuerdo que esa fue la primera vez que me pregunté bajo qué sol insisten en crecer las manos de los muertos. ESTA MAÑANA, CARACAS amaneció repleta de muñecos de cera. Estaban detenidos en las esquinas, sentados en los techos, tumbados en los parques, plantados en las puertas de los edificios, en las escaleras de los barrios. Miles. Todos estábamos desconcertados, era imposible decir de dónde provenían, quién los había traído o por qué estaban desnudos y cargaban con esa actitud de penitentes. Desde una distancia prudencial la gente miraba sus ojos nublados, la superficie brillante de sus cuerpos, escamada e inhóspita como el deseo. Era difícil encontrar en ellos un rasgo, una línea que los uniera. Sus pieles eran una cartografía mutilada, como si todos hubieran sido escritos por la misma mano temblorosa. Los brazos, las piernas dispares, las cabezas sin ojos, sin boca o a medio formar. Ninguno de ellos tenía el descuido de poseer una historia. No parecían esperar nada. Poco a poco, la gente empezó a acercárseles, a tocar esos miembros arrugados, esos borradores de caras. No pasó mucho tiempo antes de que empezaran a hablarles. Lo hacían con impaciencia y hambre, los atiborraban de palabras que se pudrían con el sol. Nos gustaba esa manera de callar que tenían los muñecos, delataba lo espesos que eran los pensamientos en sus cabezas. También nos gustaba que no tuvieran rostro, que nadie les hubiera abierto el tajo de una boca o puesto alguna pupila impertinente. Les contábamos secretos de amigos y familiares, confesábamos nuestras miserias, les declarábamos un amor inquieto y brutal, e incluso peleamos con ellos (varios muñecos fueron abaleados, algunos por la espalda: de las heridas manaba un líquido denso, una saliva de olor acre). Hacia el final de la tarde, ya casi todos los muñecos se habían derretido. Uno podía ver burbujas sobre esa piel opaca y triste, como si se los tragara la enfermedad de lo palpable. Nunca fueron tan amados como cuando sus figuras se habían diluido por completo.
MIENTRAS ESCRIBO EL poema, me digo que en él la palabra muerte no dice nada, no tiene densidad, no hace más honda la boca. El poema no sabe de la muerte, como tampoco sabe de la música que llenará mi cráneo cuando quede vacío. Ese mismo cráneo que nadie tomará entre sus manos para anunciar que data del Siglo XXI, qué período remoto, qué tiempo bárbaro, qué época de luto. Ese mismo al que nadie hablará, llamándolo Yorick, ser o no ser, pudiera estar atascado en una cáscara de nuez y tenerme por rey de espacios infinitos, y creer que la palabra muerte sirve de algo. Ese mismo que nadie hallará por azar en una fosa común en Sudán o en Serbia, en Vietnam o en Catia. Ese cráneo, digo, ese cráneo mío, que sabrá que el poema es sólo un relato que se hace la muerte, que se vale de nuestras manos para decirse, para verse. Esto lo sabrá mi cráneo, será lo único que sepa, cuando permanezca quieto, sonriéndole al barro desde su vientre. Gusanos breves colgarán de sus cuencas, velarán sus sueños sin palabras. Planto por la muerte de Maese Don Domingo Ven, pasa, siéntate aquí, fíjate qué casualidad, justo ahora iba a escribirte una elegía o algo así, capaz me salía una carta en verso, aunque todo el mundo sabe que ambas cosas son de mal gusto. Ven, termina de cruzar la puerta, no tienes por qué dudar tanto. Siéntate a la mesa, debes estar harto de estar allá afuera, con ese olor cansado, como a yodo, que tiene Caracas cuando se deja cubrir por las nubes. Ven, siéntate, no te quedes ahí, que te va a dar gripe, y no hay nada peor que un muerto con gripe, moqueando y estornudando sobre la superficie pulcra del más allá. La eternidad no es un pañuelo, ¿sabes? Mira que venirte a morir así, dejándonos a todos con la palabra en la boca como un punto de plomo, como el principio de algo que no se sabe bien qué es, como un clavo bajo la lengua. Venirte a morir así, dejándonos a todos con la garganta amarrada. Pero termina de pasar, anda. Un trago no te ofrezco porque últimamente no tomo (ya lo sé: no hay animal más lamentable que un poeta abstemio), pero aquí hay unos cigarros que tenía guardados para cuando visitaras. Todo el mundo sabe que los muertos, aunque no respiran, sí que fuman. Tranquilo, no son light. Tú, que siempre fuiste ciudadano del humo, te saltaste la frontera sin decirle a nadie, te volviste inmigrante ilegal del más allá. Al menos puedes fumar sin pensar que te manchará los dientes; la tierra ya te los robó para ponerlos en su boca. Voy a poner un poco de Chet Baker, aquel disco que me grabaste hace años, cuando vivía arrimado en casa de mi tío. ¿Se oye bien? Ahí, parado en el marco de la puerta, no debes tener la mejor acústica. Toma, te presto mi encendedor. ¿A qué sabe el humo cuando ya no tienes boca? Y la música, ¿cómo se cuela en ti, si no tienes oídos? ¿No te atraviesa como si fuera una corriente eléctrica, un susto del aire? ¿Como si el espacio se estirara y se contrajera, pidiendo algo? O vamos a poner algo de Monk, para escuchar esos dedos que van y vienen sin pedir nada a cambio. Vamos a oírlo errar, andar a la deriva en la noche estirada como el cuero de un animal enloquecido, sosteniéndose en el temblor de cada nota, que a cada paso se derrumba. Suena como esos hilos de sal que mantienen unido el cuerpo a duras penas. Ven, entra, pasa con lo que traigas, con tus nombres deslucidos, lavados con cloro, con tu nuca besada por las raíces, con tus venas como una lluvia estrecha e innecesaria. Mira, dime una cosa, ¿los otros muertos aguantan tus chistes? ¿No discuten tus opiniones literarias? Todo el mundo sabe que los muertos tienen poca tolerancia, por eso casi nunca nos visitan. ¿Se callan cuando te da por agarrar el acordeón o la armónica? Me gustaría escucharte tocar, aunque desde allá el sonido llegue sucio, cargado de barro. Igual te oigo bien, tu voz tiene el brillo lejano de las cosas por venir, esa hojalata de la promesa hecha que opaca todo lo demás. Creo que ya no voy a escribir la elegía, sería una ridiculez. Mejor hago silencio para que toques algo. SIN MUCHO DRAMA, el fantasma de mi padre camina a la luz del día. Cada mañana se afeita, se ducha y sale a trotar (quiere para sí una muerte saludable). Nos vemos a menudo. Habla poco, lentamente, porque tiene piedras en la voz. Se dedica a mirar a su alrededor, a especular, a contar los años como si el tiempo fuera una manzana mordida. No sabe cuántas veces ha muerto, ni en qué poemas o cuáles esquinas. No sabe cuántos padres ha sido. Viste su carne intacta con desenvoltura, sin prisas, seguro de que su ataúd no será una copla. Tiene bien escondidos sus huesos, para que se los robe algún santo. El fantasma de mi padre no es un buen fantasma: Sabe que ningún tiempo pasado fue mejor. Insiste en comer y beber, cumple con los ritos de la respiración y el sueño, se toma el pulso con regularidad para medir la velocidad de las plantas al crecer. No aparece por las noches llamándome Hamlet, pidiéndome que vengue su muerte. El fantasma de mi padre olvidó hace años el rostro de su padre, e incluso ha logrado borrar alguna que otra sílaba de su nombre; como yo, nunca aprendió a leer bien la herencia, sus papeles falsos. MAMÁ, NUNCA te olvidas de venir, de estirar tu cuerpo sobre el frío de la página, en esta luz áspera, de hospital, siempre traes los labios cosidos, descosidos, vueltos a coser a mi aliento, a mis pulmones llenos de sal, siempre con tus manos duras, prematuramente viejas, como piedras lanzadas contra la vida, contra la muerte, mamá, no te molestes en consultar el reloj, la hora no se queda quieta, salta, el tiempo también tiene tos, no te molestes, no tiene final, esto de los minutos no tiene final, el tiempo tiene un asma que nadie se atreve a diagnosticar y no hay orapronobis que valga, no hay un venganosotrosturreino intravenoso, no hay esteroides, no hay calmantes, nebulizadores, nada, no hay, no hay, y la respiración sibilante no se calla, y el doctor tampoco se calla, dice que la habitación tiene fiebre, que la página tiene fiebre, que se está secando, agrietando y no hay hilo para suturarla, no hay, mamá, dónde está el hilo de tu voz, el hilo del que colgabas a tu hijo, dónde está ahora, qué cose. VI MI PRIMER muerto una tarde, subiendo de Sabana Grande a la Avenida Libertador, en una de esas calles estrechas y claustrofóbicas. Eran las tres o las cuatro, algo así, el día estaba flojo, la luz era como un sudor pálido, sobre las cosas. En la acera derecha había un grupo de gente callada. Y en medio, un hombre boca abajo, los miembros regados de cualquier manera. No había un solo comentario, nadie lloraba o gritaba. Hablaban en voz muy baja, como si vivieran por adelantado el velorio. No parecía la escena de una muerte, sino otra cosa, un suceso desconcertante, un problema que era necesario resolver. Hubiera jurado que esperaban, incluso con un poco de fastidio, alguna señal. Entre el cielo y la tierra solamente median los ángeles del aburrimiento. No habían traído una sábana para cubrirlo ni le habían puesto una chaqueta encima. Era imposible ver su rostro, la bala le había partido el cráneo desde atrás, y ahora estaba en el centro de un charco de sangre y orina y mierda (se le habían relajado los esfínteres). Nadie notaba el olor, la luz fría lo había escondido. Eso no era un cuerpo, era algo más, replegado, tachado. Algo que había perdido todas sus alianzas. Dicen que al morir te pareces finalmente a ti mismo, como si alguien te hubiera hecho el favor de recoger cada una de tus sombras. Pero es mentira. Al final no te pareces a nada, la masa de músculos atrofiados y huesos inservibles que eres no dice nada. La muerte no es un arte, como todo lo demás, y nadie lo hace bien. APENAS ESTABA EMPEZANDO la adolescencia, cuando leí en la carátula de un libro la frase El 18 Brumario de Luis Bonaparte. No lo compré. Debo haberme llevado de la librería algo de ciencia-ficción, seguramente Isaac Asimov. Sin embargo, el título se me quedó en la cabeza. Un brumario sólo podía ser una antología de la bruma, un volumen capaz de encerrar toda la niebla del mundo. No tenía idea de quién había sido ese tal Luis Bonaparte, ni me importaba. Tiempo después lo averigüé y francamente siguió sin importarme. Nada más pensaba en aquella bruma obstinada, redundante, colándose entre los huesos como artritis. Un espesor desteñido donde tragedia y farsa compartían el mismo peso idiota. Una blancura como una carne triste, húmeda. Imaginaba que en su interior andábamos a tientas, convenciéndonos de saber hacia dónde, sin percatarnos de las ratas, los insectos mudos e insistentes, las criaturas de las profundidades oceánicas, que no han cambiado en millones de años –los verdaderos dueños de la historia, sin antecedes, pruebas o linajes, los herederos de la tierra en toda su aridez: los que no testimonian por nada ni nadie, los que no piden perdón o salvación, los únicos que saben leer en el brumario la repetición sorda de la vida. ENTRE TÚ Y yo duerme el hijo que no tenemos. Cada noche nos despierta su respiración agrietada, insistente, la misma que heredamos de él. Sin encender la luz, nos sentamos en la cama y limpiamos sus huesos hasta dejarlos brillantes, tan anónimos como piedras. Tomamos la medida gris de su cráneo, calculamos el diámetro de sus cuencas oculares, contamos uno por uno sus dientes y los pulimos. No se queja mientras ordenamos los materiales, la puntuación de su ausencia. Su piel se deja manipular por los dedos: es dulce, maleable como una disculpa. Constatamos la falta de los músculos que formarán sus brazos y piernas, todavía dispersos –los imaginamos con bordes implacables, ejercitados en el arte de la huida. Sus órganos permanecen ocultos, pidiendo ser descubiertos poco a poco, colocados donde pertenecen, en la sintaxis que luego llenará la sangre, su ceguera. Es imposible saber si logramos juntar la entraña que algún día se pelearán los perros. Por todas partes enhebramos venas y arterias, para que tenga un lugar donde esconder de sí mismo el aguardiente que deja a su paso el recuerdo. Finalmente se calma. Su respiración cesa. El balbuceo que era su cuerpo se detiene y nos permite, por esta vez, volver a conciliar el sueño. A portrait of the artist as a young man Se acerca a la mesa lentamente. En una mano lleva el café que acaba de comprar y en la otra el tacto ávido y hostil de la resaca. Lo veo llegar, caminando como si la mitad de los pasos los diera en otro mundo, y sentarse a discutir sobre literatura (¿y sobre qué más?) con esa pasión inútil que lo caracteriza. Poco después, se levanta para ir a clases, todavía huele a alcohol y sueño, pero no importa, es un joven poeta, debe recabar experiencias, vivir a fondo. En los salones suele permanecer callado, esperando algún error del profesor para corregirlo, rimbombante. En los jardines de la universidad, fuma marihuana mientras lee autores bizantinos del siglo xii y, por supuesto, a Roberto Bolaño. Escucha Radiohead, Tom Waits, Charly García y Dermis Tatú. Cuando los encuentra, compra discos de acetato, aunque no tiene cómo reproducirlos. Casi no come y duerme lo indispensable; lleva a cuestas un insomnio desteñido que de algún modo le queda grande, como si fuera el saco de alguien más. No entiende de deportes, pero quisiera ser boxeador para dejar caer el dato en las conversaciones. Anda de pareja en pareja, porque el deseo es naturalmente disperso, ya lo decía Freud luego de meterse unos pases. Ha publicado algunos textos en revistas que nadie lee. Administra un blog. De madrugada, inmerso en la claridad pastosa de la lámpara, escribe un poema tras otro, con urgencia, creyendo que, si acumula los suficientes, le saldrá un alma como un tubérculo, un alma como un cáncer, un bulto lírico y hambriento que se le notará bajo la camisa. Tiene claro que morirá joven, pero no ha decidido de qué; tal vez se incline por la sobredosis, sin embargo también lo tienta irse de mochilero a recorrer las autopistas abandonadas que dibujan el mundo a ciegas, y morir allí de tanto espacio. Lo primero que uno nota de él, son sus ojos: tiene los mismos ojos que los perros, llenos de una infancia irreconocible, que nunca termina. Como si una parte de él viviera en la prehistoria del dolor o la dicha. Como si hubiera robado un pasado que no comprende. Acaba de levantarse de la mesa, aún lo veo, casi se tropieza y derrama el café, pero milagrosamente lo salva. Seguro iba rumiando alguna efusión lírica, algo parecido a que ha visto a las mejores mentes de su generación destruidas por la locura, hambrientas, histéricas, desnudas, algo que en definitiva debería anotar más tarde. Ahí va, manos miopes, cabello largo, buscando la sombra de las palabras, el silencio que destilan, ese sudor ácido. Sale de la cafetería y siento alivio. Nunca hubiera aceptado firmar un poema tan aburrido y tan poco importante como este.
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