En un mundo donde la luz eléctrica es dictatorial e inevitable, resulta difícil explicar la vigencia de las velas. Todo es luminiscente: los anuncios de neón que no se apagan nunca, los tenis parpadeantes de los niños traviesos, las pantallas de los teléfonos celulares. La gente de los 80 no imaginaba la transformación que sufriría, años después, su teléfono de disco hasta mutar en un diminuto y rectangular quinqué electrónico capaz de ser usado en los conciertos como antes se utilizaban los encendedores.

Las ciudades nos iluminan con la deslumbrante luz en la cara del acusado recién interrogado, golpeándonos con su terrible resplandor. Probablemente la razón de que sigamos construyendo casas es que necesitamos protegernos, ya no de las bestias ni de la lluvia, sino del imperio de las luces. Fabricamos cuevas donde la oscuridad sea posible dentro del mapa del alumbrado público y de su visibilidad perpetua.

A este panorama ─tan artificial como inmenso─ se enfrentan las velas. Quizás, si no fuera por las fiestas de cumpleaños, sería nula su razón de ser en el mundo. ¿Cuántas veces en un día se escucharán Las mañanitas en todo el país? O en el estado en que vivimos. O en la colonia. Ni siquiera vale la pena torturarnos al imaginar la copiosa dimensión de esta plaga auditiva el Día de las madres. Lo cierto es que la voz de Pedro Infante es fiel compañera de esos pasteles que siguen siendo deliciosas alfombras de merengue sobre las que las velas se erigen orgullosas.

Es una verdad irreductible: el día en que nacieron las velas, nacieron todas las flores. Ni siquiera la llegada de los focos fue capaz de marcar un punto final en su vida dentro de la cultura, sino que incluso los festejos por cada aniversario les regalan una supervivencia que impide su extinción. Si Darwin hubiera teorizado sobre el devenir de la luz artificial, no podría explicarse la conservación de una especie tan débil como la vela.

Las velas son los demonios que siembran en el corazón de los invitados el ardor y el deseo de ver la cara del festejado embarrada en el pastel. Los registros médicos aún no se han atrevido a calcular la cantidad de fracturas de cuello provocadas por las dolosas manos de quien entonaba las estrofas que solía cantar el rey David.

Esos son los gajes del oficio de envejecer: asumir el miedo a una muerte próxima o, al menos, a no poder disfrutar del brincolín de la fiesta por la trágica vomitada de un niño que ha vertido dos pares de gelatinas engullidas casi sin respirar. Desde pequeños asumimos los roles que habremos de seguir en el futuro, y algunos apuestan desde temprana edad por ser el malacopa de las fiestas.

Pareciera que las celebraciones infantiles son simulacros de la vida: presionados para asesinar nuestros afectos, recibimos el palo destinado a acabar con la piñata, el arma mortal para darle, darle, darle, y no perder el tino. Ésta es una de las prácticas más aterradoras de la infancia. Suele ser aún más doloroso para algunos; esos pequeños que abrazan durante todo el día a su personaje favorito hecho a la imagen y semejanza de la mercadotecnia: con carne de papel maché y sangre de engrudo. La mortal herida da paso a una hemorragia de dulces celebrada por todos los que aclaman su muerte lenta y agonizante con la esperanza de propinar los golpes que anhelaban con saña. Quizá por eso dejamos de ser sensibles: desde pequeños nos obligan a ver cómo los demás destruyen aquello que más amamos.

Para los amiguitos suele ser un trance gozoso salvo por el momento en que esperar el turno se convierte en la tortura más grande, sobre todo cuando el tiempo se hace añicos, porque pareciera que a uno le cantan más rápido que a los demás. Tampoco falta aquel desdichado que se queda con ganas de pegarle a la piñata porque la quebró un niño más pequeño. Alguien debería tomarse la molestia de prohibir en las fiestas infantiles que los padres carguen a sus hijos lactantes para “pegarle” al cartón mientras miran el vacío de su corta existencia, así como la sabiduría popular ha exterminado casi por completo las piñatas de barro capaces de descalabrar chiquillos desenfrenados y rasgar rodillas sucias.

Nuestros cumpleaños son la exaltación del absurdo: los niños son disfrazados de adultos con traje y corbata que terminan despilfarrados en el piso de la alberca de pelotas; de un momento a otro podemos ser atacados por el proyectil de una fruta que cae del cielo como granizo, le prendemos fuego al postre más esperado por todos sólo porque confiamos ciegamente en el poder y magia incuestionables de las velas para cumplir deseos.

Esta fe que mantenemos en las varitas de cera promueve que se conserven indómitas ante la fuerza del foco, expandiéndose en formas y tamaños diversos. Las velas con cuerpo de número aparecieron para facilitar el trabajo de las tías que, en tiempos arcaicos, tenían que colocar siete o treinta y ocho, según fuera la pedrada de la vejez. Ahora, la tecnología de la cera muestra  la conquista del hombre sobre el fuego con velas capaces de prender una vez más luego del primer soplo del festejado.

El tosco parpadeo de los focos de las lámparas es lo más parecido que tenemos a la vacilación de la llama de una vela. Una bocanada de aire es capaz de empujar su fogoso cuerpo maleable hasta extenderlo por las superficies y objetos colindantes. Quizá por eso los escritores cambiaron las velas por la luz de la computadora, evitando el desastroso incendio del papel lleno de tinta. La Historia de la Literatura señala que el Romanticismo murió achicharrado por los descuidos, así como habrán de desaparecer los altares de muertos en las escuelas: alarmantes bombas de tiempo que arrasan con papel picado, fotos antiguas y aserrín cuando las maestras van al baño y la ofrenda queda en manos de un niño piromaniaco.

La vela es siempre una amenaza que se beneficia de los tres estados físicos al mismo tiempo: su peligro es sólido, líquido y gaseoso. Como si la materia del mundo se contrajera en una varita de cera capaz de sembrar su lumbre en cualquier cuerpo susceptible de convertirse en ceniza. La llama nunca nace, la llama es parasitaria de otra llama, de otro fuego: el del encendedor, el del cerillo al cual le está negado mayor tiempo de vida que un par de segundos y que, para vivir, renace en la vela de cumpleaños.

La luz artificial gozará acaso de mayor amplitud y consistencia pero carece de la sensualidad y ardor del pabilo. La gota líquida que escurre por el tallo es tan semejante a las manos que resbalan por el cuerpo del amante; ambas dueñas de una lentitud que cancela el tiempo en su paso por la sustancia viva.

Las velas nos recuerdan nuestra lucha contra el actual espíritu de consumo. Ese afán de perpetuar únicamente lo útil y funcional queda anulado al encender aquella flama incapaz de vencer en intensidad a los focos de las casas. En las velas hayamos el rito, lo sagrado, la fiesta en su versión más pura e íntegra.

Difícilmente las generaciones venideras habrán de pedir posada ante el portón de los hogares futuros alumbrados por la pantalla de sus smartphones. Haría falta el placer de sentir el fuego en las manos, el riesgo de obtener una quemadura moderada que, en los niños, es causa de incontrolables llantos.

Ése es el destino de los cirios pascuales, las veladoras de los altares de muertos, los objetos eróticos que adornan la bañera o la habitación: ser testigos de la evolución tecnológica que no mella su uso. Las velas miran a Edison con recelo y a un tiempo le sonríen orgullosas cuando son encendidas una vez más.

Quizá depositamos nuestra confianza en el origen prometeico de nuestra cultura: con el aparente robo del fuego nos apropiamos de la ciencia, de las artes y de la técnica. Sin embargo, las velas nos recuerdan que el fuego no nos pertenece, somos nosotros los que le pertenecemos. Ceniza somos y a las cenizas habremos de volver. Las vidas del hombre son llamas, tan delicadas y perfectas en su tambaleante luz, cuya fragilidad habrá de apagar el más mínimo roce de la muerte.

Pasamos nuestra vida rodeados de las distintas tonalidades de luz que alumbran nuestro caminar. Los años transcurren entre celebraciones alrededor de las velas que nos recuerdan la muerte con olor a cempasúchil, los ricos aguinaldos que reconfortan a quien no ganó suficientes dulces en la piñata decembrina, y las rebanadas de un pastel repartido entre todos los invitados. Los cumpleaños son esos ciclos que ante nuestros ojos no son más que acumulaciones de números. Sin embargo, a un mismo tiempo son el aviso del desgaste de nuestra cera y de nuestro pabilo. Porque, a fin de cuentas, por muchas velas que apaguemos, su número siempre estará limitado a la fuerza de nuestra llama; a ese deterioro que derrite nuestras horas hasta que un viento, tan mordaz como sutil, las extingue por completo. Resulta poético pensar nuestros cuerpos vitales como la llama de una vela, aunque quizá seamos mucho más parecidos a los destellos de la luz eléctrica, entonces Dios sería tan sólo ese niño inquieto que juega inconscientemente con la palanca del switch.





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Laura Sofía Rivero Cisneros (Ciudad de México, 1993). Egresada de la Licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas en la FES Acatlán UNAM. Actualmente, es becaria en el área de ensayo de la Fundación para las Letras Mexicanas. Ganadora del primer lugar en ensayo del Premio Dolores Castro 2016, del III Concurso Nacional de crítica literaria Elvira López Aparicio 2016; y merecedora de las Menciones Honoríficas en los concursos 46 y 47 de Punto de Partida de la UNAM y del Sexto Concurso Nacional de Ensayo Filosófico convocado por la Universidad Iberoamericana. Ha publicado ensayos en las revistas: Círculo de poesía, Cuadrivio, Punto en Línea, Destiempos, entre otras.

 

Punto en Línea, año 17, núm. 113, octubre-noviembre 2024

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