Stephen Spender
(Inglaterra, 1909-1995)
Los verdaderamente grandes
Pienso a menudo en aquellos que fueron verdaderamente grandes.
Aquellos que, desde la matriz, recordaron la historia del alma
a través de corredores de luz donde las horas son soles
interminables que cantan. Aquellos cuya hermosa ambición
era que sus labios, aún acariciados por el fuego,
hablaran del Espíritu ataviado de pies a cabeza por el canto.
Aquellos que de las ramas de la Primavera atesoraron
los deseos que caían como flores a través de sus cuerpos.
Lo más valioso es jamás olvidar
el deleite esencial de la sangre extraída de eternos manantiales
que se abren paso entre rocas de mundos anteriores a nuestra tierra.
Jamás negar su placer bajo la sencilla luz de la mañana
ni su grave exigencia de amor al anochecer.
Jamás permitir que el ruido y la bruma del tráfico
asfixien poco a poco el florecimiento del Espíritu.
Cerca de la nieve, cerca del sol, en los más altos campos,
mira cómo estos nombres son celebrados por la hierba que ondea
y por las banderolas de nubes blancas
y los murmullos del viento en el cielo que escucha.
Los nombres de aquellos que en su vida lucharon por la vida,
que llevaron el centro del fuego en sus corazones.
Nacidos del sol, viajaron por un tiempo hacia el sol,
y en el aire vívido dejaron la rúbrica de su honor.
“Lo que yo esperaba…”
Lo que yo esperaba era
el trueno, la pelea,
largas batallas con hombres
y el ascenso.
Tras el continuo esfuerzo
debía hacerme fuerte;
luego las rocas se sacudirían
y yo descansaría un largo tiempo.
Lo que no había previsto
era el paulatino día
que debilita la voluntad
destilando el brillo,
la falta de bien para tocar,
el desvanecimiento del cuerpo y del alma
—el humo frente al viento,
corrupto, insustancial.
El cansancio del Tiempo,
y ver pasar a los lisiados
con las raras torceduras de sus piernas
en forma de preguntas,
la polvorosa aflicción
que derrite los huesos con piedad,
los enfermos cayendo de la tierra:
esto, no lo pude prever.
Siempre a la espera de
cierto resplandor en que confiar,
cierta inocencia final
exenta del polvo,
la cual, colgando con solidez,
oscilaría a través de todo,
como el poema creado
o el cristal poliédrico.
Philip Larkin
(Inglaterra, 1922-1985)
Ignorancia
Es extraño no saber nada, nunca estar seguro
de lo que es verdadero o correcto o real,
sino obligados a matizar o así lo creo,
o Bueno, así parece:
alguien debe saber.
Es extraño ignorar el modo en que funcionan las cosas:
su habilidad para hallar lo que necesitan,
su sentido de la forma, la puntualidad para esparcir la semilla,
y la disposición para cambiar;
sí, es extraño,
incluso llevar tal conocimiento —pues nuestra carne
nos rodea con sus propias decisiones—
y sin embargo pasar toda nuestra vida en imprecisiones,
pues cuando empezamos a morir
no tenemos idea por qué.
El Sr. Bleaney
“Este era el cuarto del Sr. Bleaney. Aquí se quedó
todo el tiempo que estuvo en Bodies, hasta
que se lo llevaron”. Cortinas floreadas, delgadas y deshilachadas,
caen a unos doce centímetros del alféizar,
cuya ventana muestra una franja de tierra en construcción,
entre maleza y basura. “El Sr. Bleaney cuidaba
mi pedacito de jardín con mucho esmero”.
Una cama, una silla recta, un foco de sesenta watts, no hay gancho
detrás de la puerta ni espacio para libros o bolsas…
“Lo tomo”. De modo que me acuesto
donde el Sr. Bleaney solía acostarse y apago mis cigarrillos
en el mismo platito de souvenir, y trato
de taparme los oídos con algodón para sofocar
el parloteo del televisor que él la alentó a comprar.
Conozco sus hábitos: la hora en que bajaba,
que prefería la salsa al gravy, la razón por la que
se mantenía pegado a los cuatro rincones,
como a su plan de cada año: sus amigos los Frinton
que lo hospedaban en las vacaciones de verano,
y las navidades en casa de su hermana en Stoke.
Pero si se levantaba y miraba el frío viento
encrespando las nubes, se acostaba en la mohosa cama
diciéndose que éste era su hogar, y sonreía,
y se estremecía, sin sacudirse el temor de que
la forma en que vivimos es la medida de nuestra propia naturaleza,
y de que a su edad no tener nada que mostrar
más que un cuarto alquilado debía dejarle muy claro
que no tenía mejor justificación, no lo sé.
Ted Hughes
(Inglaterra, 1930-1998)
El zorro pensamiento
Imagino el bosque de este momento a medianoche:
algo más vive
junto a la soledad del reloj
y de esta página en blanco donde mis dedos se mueven.
Por la ventana no veo estrella alguna:
algo más cercano
aunque más profundo en la negrura
se interna en la soledad:
fría, con la delicadeza de la nieve oscura,
la nariz de un zorro toca una rama, una hoja;
dos ojos siguen un movimiento, que ahora
y otra vez ahora, y ahora, y ahora
deja nítidas huellas sobre la nieve
entre los árboles, y con cautela una sombra
lisiada se demora junto al tronco y en la cavidad
de un cuerpo que osa acercarse
cruzando los claros, un ojo,
un verdor que se extiende, se profundiza,
brillante, concentrado,
inmerso en sus propios asuntos
hasta que, con un súbito, agudo y cálido hedor de zorro,
entra en el oscuro vacío de la cabeza.
La ventana aún sin estrellas; el tictac del reloj,
la página está impresa.
Halcón en reposo
Me poso en la cima del bosque, mis ojos cerrados.
Inacción, mas no sueños falsos
entre mi cabeza agachada y mis garras enganchadas:
o al dormir ensayo crímenes perfectos y festines.
¡La conveniencia de los altos árboles!
La ligereza del aire y el rayo del sol
son ventajas para mí; y el rostro de la tierra
boca arriba para que lo vigile.
Mis garras aferradas a la áspera corteza.
Tuvo que ocurrir toda la Creación
para formar mi pata, cada una de mis plumas;
ahora tengo la Creación entre mis garras
o alzo el vuelo y hago girar todo lentamente…
Mato donde me place porque todo me pertenece.
No hay sofistería alguna en mi cuerpo:
mis modales consisten en arrancar cabezas,
adjudicar la muerte.
Porque la ruta única de mi vuelo va justo
a través de los huesos de los vivos.
No hay argumento que sustente mi derecho:
el sol está detrás de mí.
Nada ha cambiado desde que comencé.
Mi ojo no ha permitido cambio alguno.
Voy a mantener así las cosas.
• Stephen Spender. New Collected Poems. Londres: Faber & Faber, 2004.
• Philip Larkin. Collected Poems. Ed. Anthony Thwaite. Londres: Faber & Faber, 1990.
• Ted Hughes. Collected Poems. Ed. Paul Keegan. Londres: Faber & Faber, 2005.
Alejandro Nájera (Ciudad de México, 1978). Es maestro en Letras Inglesas por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Ejerce la creación, la traducción y la crítica literarias. Ha colaborado con relatos, reseñas, traducciones y artículos para distintos medios, tales como La palabra y el hombre, Revista Almiar, Centro Onelio, La nave y Letras e intrusiones. Sus narraciones también pueden leerse en la plataforma Novelistik.