Fui sonajero desde los dos años. Danzaba para el Señor San José acompañado de mi tío Felipe. Era una manda que me prescribió mi madre o mi abuela porque en el temblor del 85 me cayó un pedazo de bloque en la cabeza que me dejó moribundo. Estuve agonizando en un hospital varias semanas con la última esperanza fijada en el patrono de Zapotlán el Grande, que me hizo el milagro de devolverme la vida el último día de la feria, el 23 de octubre de 1985. 

Yo había nacido en agosto, el doce para ser preciso, pero desde que se me alivió la cabeza mi abuela materna decretó todos mis cumpleaños en octubre, el 23 en la noche, después de las andas y de la fiesta, y de que regresaran las imágenes del Señor San José y la Virgen a la catedral. Iríamos a misa, le pediría su bendición al patrono, luego compraríamos algo en la kermés que año con año se instala afuera del atrio, veríamos el castillo y regresaríamos a la casa para que me cantaran las mañanitas. No se hizo otra cosa distinta hasta que cumplí seis. Después de ese año dejé de danzar y de hacer tantas otras cosas pues la pena por la muerte de mi tío Felipe nos arrastró al sitio más oscuro y silencioso al que puede entrar una familia.

Ya para cuando tenía seis años leía muy bien y de corrido. Leía los paisajes de Jesús en la doctrina, con doña Juana, y también las cartas personales de mi tío Felipe, escritos que dejó atados con un cabete a manera de tesoro en el corazón de su colchón, donde durmió toda su vida, en esa habitación sombría en la que nadie, más que yo, quiso entrar durante años. Al principio me alentaba el hecho de encontrar los últimos vestigios de los juguetes que el tío conservaba en vida con recelo. Pero lo que me encontré fue ese manojo de verdades. Líneas que me enseñaron muy pronto la cantidad de sufrimiento que puede alcanzar una persona amarrada a un pueblo como Zapotlán.

Esas cartas decían, entre otras cosas, que mi abuelo Manuel descubrió a mi tío Felipe al lado de un hombre. Un hombre al que mi tío amaba, según sus cartas, por sobre todos los infiernos. El abuelo, enrabiado, lo crucificó en el patio: le clavó dos clavos largos y gruesos en el centro de las manos hasta que le prometiera no volver a ver al hombre nunca más en su vida. Le prohibió la feria, los volantines y los callejones donde pudiera divertirse. En cambio, lo convirtió en el ser más devoto, en el sonajero más prominente de Zapotlán, y en un borracho insalubre que no podía sostenerse en dos la mayor parte de la semana. Tío Felipe fue amable y cariñoso con los catorce sobrinos que conoció hasta su muerte.

Todos los acontecimientos importantes de los primeros años de mi vida me provocaron dolores de cabeza. Dolores insoportables que me llevaron al vómito estuviera donde estuviera. Mi abuela decía que todo era una consecuencia del accidente que me había dejado casi muerto cuando yo era un bebé. Pero los médicos de entonces contradecían el punto de vista. Lejos de importarme cuál era el verdadero motivo, por esos años fui capaz de hacer las primeras cosas con mi mente. Cosas que no puedo explicar cómo diablos sucedían. Un 23 de octubre, por ejemplo, cuando tenía once años, quise con todas mis fuerzas que mi abuelo cayera muerto al piso mientras le aplaudía efusivamente al trono del patrón. Y sucedió al instante. Cayó fulminado mientras el ruido de danzantes, cuetes y chirimías, nos dejó distraídos y absortos para poder auxiliarlo.

Sin registro de fecha



Antes creía que nada podía cambiar tan rápido, que las cosas más simples de la vida no se alterarían en muchísimo tiempo. Ahora sé que estaba equivocado. Hasta hace una semana jugaba con muñecos de plástico en el patio de la casa y ahora me interesan otras cosas que jamás imaginé que me pudieran gustar. Por ejemplo, quiero una guitarra eléctrica. Y una chamarra negra de cuero que vimos en uno de los puestos de la feria de Zapotlán. Mi mamá dice que estoy encandilado ahora que entré a la secundaria. Pero que por mi bien no me ponga a copiarles los gustos a los otros niños porque me va a ir mal. Dice que los padres de ahora se parecen mucho en lo suelto, pero que ella y papá no son sueltos, así que no voy a tener nada si no hago el mínimo esfuerzo por ganarlo. Lo cierto es que en la secundaria ninguno de mis compañeros sueña con una guitarra eléctrica. Tampoco he escuchado si les interesan las chamarras negras de cuero. Los padres se equivocan muchas veces y nadie se los dice nunca.

3 de octubre de 1998



Mi papá es un borracho igual que el resto de mis tíos, incluido mi tío Felipe que en paz descanse. Aquí en Zapotlán se emborrachan todo el año. Beben de felicidad y beben de tristeza. Cuando es octubre toman ponche de granada para celebrar al Señor San José. El ponche se sirve frío, con nuez y cacahuate en pequeños trozos. Mis primos, que son más grandes que yo por un año, beben ponche. Las fiestas duran casi un mes. Así que casi un mes están borrachos pero como la bebida es ponche y es para celebrar al Señor San José, pues no pasa gran cosa. Yo no tomo porque no quiero ser como mi papá y mis tíos. Por cierto, ayer mi papá se emborrachó y llegó con el sainete a todo lo que daba. Música de Vicente Fernández, con lo mucho que me choca Vicente Fernández. Tuvimos que bajar por él mis hermanos y yo para cargarlo porque no se podía ni sostener. Al final de la borrachera lloró desconsoladamente y nos dijo eso que no se atreve a decirnos cuando está buenisano, que nos quiere mucho. Sacó la cartera y nos dio 750 pesos a cada uno.

7 de octubre de 1998



Vine a la feria en lunes porque se supone que a principio de semana no viene nadie. Pero los volantines estaban al dos por uno y salió la misma que si hubiera venido el sábado o el domingo; no se podía caminar. De todas formas estaba muy contento porque el puesto de chamarras lucía igual a como lo vi el primer día. Parece que nadie quiere chamarras negras de cuero aquí. Me atendió un señor pelirrojo que no vi la otra vez. Muy atento. Me dijo que la chamarra que me había gustado costaba 900 pesos. Pero que adentro tenía más económicas. Adentro quería decir un cuartucho iluminado por una luz de vela que en realidad no iluminaba nada. Me dio miedo y me eché a correr de ahí. Es muy cierto lo que dice mi abuela, Zapotlán se ha jodido desde que se les abrió las puertas a las gentes de otros lados.

13 de octubre de 1998



Que este año no llovió como tenía que llover y entonces la laguna está seca. Fuimos a verla ayer y yo la vi enorme y llena pero mi abuela dice que está seca. Mi mamá se molestó muchísimo porque contradije a mi abuela. Dice que me encanta contradecir. Mi papá dice que nomás me gusta estar chingando. Nos regresamos callados y no dijimos palabra en todo el camino. Más tarde llegó un tío a casa, hermano de mi papá, gritando las mil cosas, lleno de dolor y de rabia. Su hijo, mi primo, había agarrado la jarra desde hacía tres días y lo habían encontrado muerto en el fondo de un barranco. Desbarrancado. Nos vestimos rapidísimo y nadie volvió a hablar algo en todo el camino a la funeraria.

17 de octubre de 1998



Mañana se acaba la feria pero no vamos a ir a los volantines ni a cenar plátanos fritos con mermelada y lechera porque estamos de luto. Mi primo que murió se llamaba Saúl pero le decían Cotorro. Todo el tiempo lo trataron horrible y eso porque yo lo veía, una situación que me hacía sentir muchísima impotencia. Se burlaban de su nariz, de su boca, de su modo de hablar. Encima lo agarraban a palos por cualquier cosa sin chiste que hiciera. Que lo mandaban a sacar el carro de la cochera y le daba un tallón, toma. Que se acababa la leche y nadie más había cenando, pues toma otra. Y ahora todos le lloran y se emborrachan para cantarle en su honor. Le cantan “Por mujeres como tú, hay hombres como yo”. Como si mi primo fuera una piruja y no tuviera 13.

22 de octubre de 1998



Dejé de escribir porque estuve reflexionando sobre lo que me sucedió el mero día último de la feria. Resulta que con el luto que estábamos llevando en la familia por la muerte de Saúl no podíamos salir a ningún lado. Eso me dio tanto coraje que me escapé para poder ir al jardín y estar en la última fiesta. No sé si estaba muy nervioso o sugestionado por lo que había pasado, pero cuando empezó a quemarse el castillo en la plaza vi claramente al Cotorro pasearse por debajo de la pirotecnia con un cartón en la cabeza para no quemarse. No me dio miedo, más bien me asombré. Me acerqué tanto que quedé como a dos metros de él y le grité muy fuerte: Cotorro. Y el muy cabrón salió corriendo rumbo al mercado. Si no es por don Luis que hace los castillos y los toritos cada año, y que también lo vio, nadie me hubiera creído ni media palabra y me hubiera ido como en feria.

26 de octubre de 1998



Fuimos con una señora de Tuxpan que le hace a la brujería para contarle lo que sucedió el último día de la feria de Zapotlán. Primero hizo que me quitara la ropa con todo y calzones y después me pasó un huevo por todo el cuerpo, haciendo un rechinido de dientes espantoso. Pero lo peor fue cuando rompió el huevo contra el bordo de una mesa y todo lo de adentro salió en forma de un escupitajo negro. Nos asustamos y salimos rápido de ahí. Mamá y papá se pelearon en todo el camino a casa porque ninguno de los dos quiso reconocer quién había tenido la idea de llevarme a hacer una limpia.

27 de octubre de 1998



Escribo de nuevo hoy 23 de noviembre, a un mes de acabada la feria. No hay ninguna novedad, no tengo ningún don ni tampoco platico con los muertos. No puedo mover cosas como muchos de mis tíos podían haber supuesto. También me ha dejado de interesar la guitarra eléctrica. Aquí en Zapotlán, si no hay feria, no venden chamarras negras de cuero. La verdad es que no tengo cabeza para nada. En realidad me ha dolido la cabeza últimamente. Así que tengo cabeza para puro soportar dolor. Mi mamá pregunta que si la molestia no será a causa de lo que pasó hace un mes. Que a lo mejor mi primo Saúl se me quiere dar a encontrar. Pero le digo a mi mamá que eso es imposible. Al final opto por decirle que nunca estuve seguro de haber visto al fantasma del Cotorro debajo del castillo.

23 de noviembre de 1998



La feria es un recuerdo viejo y no hace mucho que se terminó. Para Zapotlán no hay otra fecha más importante que octubre y su feria. Nuestra Navidad, nuestro año nuevo y primavera juntos suceden en octubre. Luego nos volvemos un pueblo triste porque los hijos se van para Estados Unidos, y tiene que pasar un año largo y aburrido para volverlos a ver. Encima, mi papá no me dirige la palabra. Piensa que jugué con el buen nombre del primo y herí a todos con mis mentiras. Desde luego, a estas alturas es imposible regresar a la verdad. Fue un error enorme haberme retractado. Seguido, cuando camino por la plaza, volteo para todos lados con la esperanza de ver a Cotorro debajo de un árbol. O comiéndose una nieve afuera de la paletería. Pero no lo consigo. Me he vuelto muy inservible.

28 de noviembre de 1998



A partir de hoy, y hasta que se celebre la Noche Buena, mis padrinos de primera comunión estarán en casa. Fue un rollo verlos otra vez. Y con ello compruebo mi nueva teoría sobre el tiempo, que pasa más rápido de lo que muchos quieren aceptar. Les costó reconocerme. Mi padrino abrió los ojos y le dijo a mi papá algo así como y a éste qué le pasó. Le doy al hombro y hace un año estaba abajo de su estómago. Mi madrina, en cambio, en lugar de darme un beso en la mejilla me dio un lengüetazo en el oído muy desagradable que me dio bastante escalofrío. No deja de verme. Más tarde mi mamá sacó el álbum de fotos de la fiesta de la primera comunión. Ya son cuatro años seguidos que viene haciendo lo mismo.

15 de diciembre de 1998



Antes de irme a la secundaria subí a la azotea con el montón de fotos que despegué del álbum. Cargué también con una botellita de alcohol y unos cerillos. Le prendí fuego a mis recuerdos dentro de un bote de plástico que estaba junto a la antena parabólica. No quiero recordarme nunca más así de feo.

16 de diciembre de 1998



No es mentira. Por Dios que no podría mentir con algo así. Estaba en clase, hoy, muy atento, la segunda hora apenas, cuando me llegaron un montón de cosas horrorosas a la cabeza. Me imaginé a mi papá gritando como un loco, como si algo le doliera. No me podía sacar esa imagen de la cabeza. Hasta me dio taquicardia. Pedí permiso para ir al baño y allá vomité muchísimo. Pero eso no fue lo peor. Vomité negro. Escupitajos negros como la vez del huevo en Tuxpan. Me eché a llorar. Me fui a las canchas y me puse en cuclillas largo rato, repitiendo varias veces que esto no me podía estar pasando.

16 de diciembre de 1998



Estoy cansadísimo y triste. Mis dos hermanos y yo acabamos de llegar del hospital. Papá está internado. Se quemó las manos mientras intentaba apagar la lumbre de la parabólica. Se achicharró toda la antena y sus manos tienen quemaduras de segundo grado. En casa están muy preocupados porque nadie sabe de dónde vino el fuego. Aunque no tendría ningún sentido contarlo, lo que imaginé en la secundaria sobre mi papá estaba sucediendo verdaderamente.

17 de diciembre de 1998



Ha sido el peor nuevo año desde que me acuerdo. No hay feria, no hay alegría, no hay nada. Encima, a mi papá le quedaron las manos como la cara de Freddy Krueger. Me da pena que nos acompañe los domingos al jardín.

1 de enero de 1999



Algunos dirán que no es cierto y que el tiempo no puede pasar tan rápido como lo cuento, pero el próximo martes es el reparto de décimas y comienza a instalarse la feria. Ya se ve mucho gabacho llegando al pueblo. Dicen que este año vendrá el doble de los que vinieron el año pasado. Habrá que ver. Ayer me fui en bicicleta con mi amigo Nacho a ver qué tanto se ponía de nuevo en esta feria. Nada más viene el Búmeran como novedad, ese que te deja de cabeza como tres minutos y luego te tumba de sopetón. También vi el puesto de chamarras negras de cuero con el pelirrojo de dependiente, en el mismo lugar que el año pasado. Es raro pero estoy seguro de que el hombre me reconoció porque luego luego, me guiñó un ojo y bajó del aparador la chamarra que tanto me había gustado el año pasado. Desde luego que me fui de prisa, con la ventaja, claro, de que en bici se puede huir mucho más rápido de la feria.

5 de octubre de 1999




 


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Ilustraciones:
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Diego Armando Arellano (Ciudad Guzmán, Jalisco, 1984). Periodista y docente. Ha colaborado con cuentos, crónicas y entrevistas en las revistas y periódicos Luvina, La jornada, Punto en Línea y Cuadrivio, entre otros.

 

Punto en Línea, año 17, núm. 113, octubre-noviembre 2024

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