I
Nada hay más endiabladamente efímero que el deleite de la gloria. Así lo comprendió Siberio Luna, pragmático y perceptivo como siempre fue, mucho antes de abandonar el escenario en que acababa de consagrarse. Esa noche había cantado mejor que nunca, tomando en cuenta que nunca antes se enfrentó a un público así de cuantioso ni tuvo en sus haberes filarmónicos de tan sobrada calidad. La gente se le reunió suplicándole con los ojos unirse a ellos –su fiel perrada–, pues querían arrancar las tirlangas de su cuera tamaulipeca, embarrarle las carnes, lamerle el sudor cristalizado en el pecho, y otras cosas por el estilo de las que prefiero no hacer mención. A Siberio aquella noche lo tocaron las más diversas manifestaciones de aprecio, aunque creo, por haber sido la última persona en verlo con vida, que nadie entendió a carta cabal lo que estaba a punto de suceder.
Nadie supo reconocer, por ejemplo, que cuando Luna jalaba aire para un sostenido en “Por si fuera poco, ahora te vas” disimuladamente se llevaba la mano derecha al corazón en señal de duelo, o la de veces que se cambió de un lado a otro el micrófono porque sudaba como puerca en cazo y temía provocar un corto circuito que hundiera en la penumbra a todo el norte de la metrópoli. No hubo quien llevara cuenta de las vibraciones de su celular, siempre intranquilo durante las tres horas que duró el concierto y en las que luego gastó, pisteando en un antrujo de la Zona Dorada, mientras se abría de capa con un periodista interdisciplinario. A Siberio no le alcanzó la cordura para gozar la entrega de un público que le pertenecía por derecho, ya que de haberlo querido, esos mismos que le pedían a gritos “otra, otra” y le coreaban canciones que ninguna estación de radio se dignaba tocar, muy bien habrían podido seguir de largo hasta la explanada del complejo planetario donde iba a presentarse el Buki en régimen de entrada libre.
“No te vayas, Corazón”, pedía una mujer de escote huérfano al tiempo de arrojarle su sostén todavía calientito. Se oía entre los de luneta que esa voz no era perteneciente a hombre mortal, como también alcanzó a escucharse, desde una butaca de primera fila, el llanto histérico de una damita que llevaba el pelo azul y un horrible aparato de ortodoncia disimulado tras una fotografía de Siberio Luna con firma autógrafa. Una turba sin género deseaba tentarlo para cerciorarse de su existir entre los vivos, y el artista no pudo sino corresponder con una de las canciones mejor recibidas de la noche: “Yo que siempre preferí las cosas claras”, tercer sencillo del álbum Si te vi ni me acuerdo, grabado en vivo y en directo en el cuarto de baño de Layla Martínez. En el recinto se sintió el trepidar de camerinos y mingitorios, el telón sobre el que pendían varias guirnaldas con anémonas de azúcar, los cables, las baquetas, y la suave patria que lo había visto nacer treinta y cuatro años antes de esa noche de exégesis. “Hazme un hijo”, imploró desde tercera fila una sobreviviente apócrifa del oscurantismo. No bien el de la voz terminó de agradecer el cálido aplauso, un fragoso murmullo alargó los brazos en su dirección. Los asistentes con boleto pagado podían contabilizarse en decenas superando las expectativas del empresario, don Eleuterio Reyes, quien se jalaba los pelos en gayola pues no le había metido suficientes recursos al evento por falta de confianza y visión. “Bárbaro espectáculo a orillas del fuerte de Guadalupe”, postearon al día siguiente blogueros y onlainers, convirtiendo la nota en trendintopic. @LaAristegis mamó por haber circulado la noticia de la casa blanca del presidente, en lugar de tomarse la molestia de ir –o enviar un corresponsal– a cubrir la última noche del ídolo no nacido.
Siberio Luna, enaltecido más allá de la sinrazón, se avienta el tiro de retroceder ante el monstruo de las muchas lenguas que quiere comérselo a besos. Prefiere correr el riesgo de hacerlo levantarse en armas antes de permitir que le destrocen la cuera –un primor tulteca como ya no los hay–, hechura inmortalizada en el Canal 22 por gracia de un reportero gringo. Mierda e pánico, escupe el cantautor que desde inicios de la carrera artística adoptó el tono culichi para arrejuntar querencia. Nadie es profeta en su tierra, concluyó al momento de usurpar la mengambrea de cheves y morrillos, compas, vatos y algotros que hubo de aprender para echarse a la bolsa al de las mil cabezas. El miedo le cala al repartirse entre los concurridos, un público que lo mira ansioso por si hubiera algo más que recoger: acordes postreros, lanzamiento de prendas, sesión fotográfica, pero por toda respuesta, Luna les da a oler sus partes y permite que le unten trapos en el cuerpo; dicen que para más tarde atesorar las gotas secas de su sudor en relicarios de a cien pesos.
El apanicado artista pasó del temor a lo desconocido: todas esas personas que amenazaban con practicarle Dios sabe qué, a un estado de deliquio que le sirvió para hacer mutis con pasos cortos y silenciosos hasta que su figura se perdió detrás del templete. Siberio, la voz, leyenda viva de Agua Santa, mecenas del taller de tuba sinaloense de la escuela estatal de música; Siberio, mi amor; hijo predilecto, sueño y vigilias de Layla Martínez (y de Leydi, su hermana gemela), miró en panorámica el regalo de aquel pandemónium en el último día de San Juan de su existencia. Esa misma madrugada tenía decidido partir, cogiendo a la muerte por atajo, a reunirse con sus antepasados en estado de descomposición.
II
Cerca de las 22:30 Siberio Luna se apersona en el Dinosaurio’s —en el 3972 del bulevar 2 de Octubre— procedente del recinto ferial. Adentro no se advierte más luz que en el exterior, una bocacalle en penumbra hundida en el bisbiseo de las lluvias acumuladas por el mal estado de la red de saneamiento. Arnulfo vigila los coches desde una posición de privilegio, sentado en una banca de tablas junto un cenicero de peana. Como parte de sus labores informa a los curiosos que el bar se encuentra afincado sobre las ruinas de un antiguo restorán hawaiano, palabras que no pongo en duda pues dos gorilas halterofílicos surgen del cartón piedra para sostener la estructura de un adoratorio polinesio. Junto a la puerta de entrada, una palmera agónica se recarga sobre la antorcha eléctrica que se enciende en punto de las siete —abra el Dinosaurio´s o no— con la intención de iluminar el póster de Pepe Uriarte bajo la marquesina. El rostro afable pero cacarizo del buen hombre ha sido retocado en Fotor, un programa capaz de tunear casi cualquier metida de pata de la madre naturaleza. Uriarte sonríe directo a la cámara desde una poltrona que en otro tiempo fuera vaca Holstein. Los dientes, perfectamente alineados y pulidos, lucen la mancha brillosa del reflejo de un flash mal empleado. En la mano sostiene una copa coñaquera con la que saluda en un brindis de bienvenida. Es el gerente y propietario, por lo que en una tanda suele ingerir más alcohol que cualquier asiduo, pero sin pagar, mientras su esposa le hace señas tras bambalinas para que le baje a su desmadrito y no haga repelar al público con sus chistes misóginos.
Siberio Luna se lleva las manos al corazón. Percibe extrañas palpitaciones tal vez por la música que rebota en las paredes del local. Elige una silla de entre las seis dispuestas a lo largo de la barra –una de las cuales está ocupada por mí–, la gira y cuelga la chaqueta en el respaldo sin advertir que los elegantes flecos ondean acariciando el suelo sucio. Monta y casi al mismo tiempo pide un tequila Orendáin. Herencia, sabiduría y experiencia nos respaldan. Expele copiosamente un agrio sudor que se enjuga con la manga izquierda de la camisa. En su perfil hay vestigios de una varicela medianamente belicosa y una plasta de maquillaje líquido con aroma a loción para aplacar la urticaria. Está mal lo que voy a decir, pero es guapo. Tiene la ceja muy poblada sobre los ojos color miel, el labio de arriba seductor, nariz porcelanizada y dedos largos. De cuerpo es simétrico, menudo aunque de espalda ancha y con los brazos muy macizos. Descripciones como ésta, en tiempos de mi padre habrían recibido una réplica más o menos así: “una rota de madre es lo que necesitas”. Pero yo soy un profesional de la pluma y puedo darme lujos como éste.
El gallo vacía sus pantalones en la superficie de granito. Del bolsillo diestro extrae una medalla del Papa Francisco con la cadena rota, un paquete de chicles sabor yerbabuena y las llaves de un volvo, a juzgar por el emblema del círculo con la flecha perpendicular que es la divisa de la marca. Del otro se saca la cartera de piel y un tazo marca ACME con la efigie del Coyote en posición de ataque.
––Por la gloria ––digo levantando mi cerveza hacia él.
––Que nomás sirve pa’ dar carrilla ––responde.
Tiene la mirada fija al frente, en la contrabarra, sobre unas botellas coleccionables jamás abiertas. Pepe Uriarte se adueña de su atención nomás poner los pies en el escenario; perro no come perro, pero Luna no lo pierde de vista mientras ingiere una segunda copa con el aplomo de quien conserva un hígado de repuesto en el clóset. Es noche de leyendas, noche ochentera. Uriarte nos ofrece un longevo popurrí de los inigualables Enanitos Verdes a ritmo de salsa luego transformada en merengue y a última hora envilecida en cumbia. Dos estrofas son suficientes para que Siberio le pierda el interés, hinca el palillo a unas salchichas de la tercera edad y se vuelve a mí ya mucho más relajado.
––¿Estuvo en el recinto, compa?
––Más que eso, he sido testigo de su éxito ––respondo.
Asiente ufano y hace girar al Coyote con tres dedos de la diestra. En su teléfono celular aparece la fotografía de una rubia trompa parada junto a un mensaje de texto en el que puede leerse: “Contesta, hijo de la chingada”, y enseguida un emoticón de dedo índice señalando al cielo, probablemente en advertencia de que la nena va en serio.
––¿No va a contestar? ––pregunto para de inmediato morderme la lengua.
Al Dinosaurio´s van llegando los de siempre, las cuarentonas con blusa de holán que prefieren una mesa al centro, los borrachos del fondo, y los novios de la barra postrera. Luego de un rato, durante el que Luna y yo hemos avanzado a pasos agigantados puesto que nuestra comunicación recurre a oraciones de diez o más palabras, Cuarentona Uno lo reconoce y viene servilleta en mano a pedir un autógrafo que Arnulfo regala a su nieta después de hallarlo al otro día junto a la banca de tablas. A mucha insistencia, Siberio le concede a la dama los últimos acordes de la pavorosa cumbia que habría hecho retorcer de dolor a Marciano Cantero en 1989. Para entonces me he enterado de que la rubia trompa parada es la señora Luna, Layla para los cuates, y que se encuentra verde de cólera por un fajo de aciagas fotografías descubiertas en la guantera del volvo. En ellas, Siberio Luna y Leydi Martínez le dan a los quicos de lengüita una connotación cercana al incesto, con mucha mayor trascendencia, creo yo, pues he sido depositario del secreto peor guardado en la familia: Leydi sufre una preñez de alto riesgo en lo que Layla se encuentra en tratamiento para la reproducción asistida, ambos óvulos fertilizados con materia prima del mismísimo Siberio.
He sabido además que Luna fue requerido por Lucrecio Cendejas, el Bambi, para amenizar el bautizo de su benjamina en un rancho del vecino Puerto de Veracruz y que al no encontrar razones de peso para negarse a acudir, hubo de departir con traficantes de extensa monta a quienes luego sirvió de emisario para recoger un rescate de escandalosas repercusiones mediáticas. Para cuando a Siberio Luna le llegó la oportunidad de su vida, es decir, la invitación a presentarse en los festejos de las Fiestas de Junio, ya el chango le había agarrado la mano y era mal acogido en más de un sitio, amén de su reclutamiento forzoso en el grupo del narcotraficante. Sus sueños lograron materializarse apenas. Había probado las mieles del triunfo como un bebé al que le administran el primer alimento sólido: falto de conciencia y sin paladear, para después abrirse conmigo en ésa su última noche porque había dejado de importarle el destino de sus memorias. Sus recuerdos tenían sabor a mentira intencional y se habían empobrecido tanto, que para reproducirlos hube de echar mano a algunas cuitas de mi invención.
––La gloria no es como la pintan, compi ––me dijo––. El éxito es un lastre de la peor calaña.
Cuarentona Dos saca a bailar las calmaditas a Borracho Uno. De la agencia de autos al otro lado del camellón llega un rayo de luz para envolver los movimientos de la pareja en un halo espectral. Ella hunde la barbilla en el cuello de la chamarra Harley-Davidson, ronronea en los pliegues de la borrega y encuentra una piel rasposa a la que se aferra dejándose llevar. Borracho Uno lanza gesto de incertidumbre a sus compañeros de mesa, echa la cabeza hacia atrás pelando ojos de cayuco y suelta la cintura de la veleidosa sirena que se friquea toda. Encuentro entonces en su rostro a mi padre. Lo veo desde la ventana de un cuarto superior de la casa —de pie en la guarnición de la banqueta— cargando los zapatos ensangrentados de mi madre mientras con los ojos me hace la misma interpelación que advierto en la mirada de Borracho Uno. Yo vuelvo a tener diecisiete años y no puedo hacer que el tiempo regrese. No soy capaz, ahora, de echar abajo los planes de Siberio Luna que decididamente va a quitarse de sufrir. Herencia, sabiduría y tradición nos respaldan.
III
La muerte, por ser canija y definitiva, es también un bálsamo restaurador. Así lo comprendió Siberio Luna, pragmático y perceptivo como siempre fue, minutos antes de renunciar al cruento oficio de existir. No estaba destinado a ser un artista importante, cuando menos no en vida, pues cargando pegue y un talento de mediana envergadura se hallaba todavía lejos de convertirse en el ídolo que su madre, don Eleuterio Reyes y las gemelas Martínez veían en él. Durante los quince años y casi cuatro meses consagrados a la labor de componer y cantar, sólo en sueños se regodeó con la fama, concedida después a su cadáver por un público que en su mayoría ni siquiera lo vio presentarse en vivo. La gloria le llegó por partida doble y su nombre quedó grabado con letras gordas en el ciberespacio, donde aún se habla de él como si se encontrara de gira y fuera a regresar de un momento a otro. De pronto, que se hubiera colgado con un mecate en el baño de un motel de la carretera federal, borracho y desnudo, dejó de ser el meollo. Lo importante, lo trascendente, era mantenerlo a flote en su calidad de ídolo de las multitudes. Que fue una cosa arbitraria de los organizados, dijeron, porque era mucho más rentable convertirlo en mártir para distraer a la opinión pública del Wagengate.
Canciones como “Para eso me gustabas” y “Ya me habías dicho que sí”, con la participación de los integrantes del primer año del taller de tuba sinaloense, que Siberio auspició en vida, ocuparon las listas de popularidad en estaciones de radio y televisoras que antes ni el demo le recibían. Artistas de renombre se patinaban por hacer duetos con sus grabaciones caseras, y los organismos reguladores de la cultura le armaron tremendos homenajes para que los jóvenes fueran conscientes de la incalculable pérdida que su ausencia suponía. Que estuviera pudriéndose en un ataúd parecía una falacia, sus fans seguían llevando al día las cuentas de Tuiter y el Feisbuc, comprando sus discos (en original por respeto a las viudas que debían alimentar a sus hijos) y colmando de flores el mausoleo erigido en el Panteón Municipal cada 24 de junio, fecha del infortunado deceso. Ya muerto le llegaron los elogios y el traje de ídolo que no venía confeccionado en cuero tulteca, sino con las lágrimas y sollozos de su fiel perrada, que así se hizo llamar a partir de entonces.
De la noche aquella recuerdo nuestra salida del Dinosaurio´s, los dos caminando a medios chiles por la acera desierta sobre las calles ahumadas del 2 de Octubre. A pesar del reciente solsticio boreal, el frío calaba los huesos como en el último día del otoño y Arnulfo se había convertido en una suerte de oruga con la bacha, humeante y expuesta, sobre las comisuras de su sarape tricolor. La voz de Pepe Uriarte siguió escuchándose aún después de que Luna se subiera al volvo.“Ya se fue el tren y esta calle nunca más será igual”.
Siberio bajó la ventanilla eléctrica y me pasó la cuera tamaulipeca que ya nunca se volvió a poner, tiritaba de frío y tenía los cachetes azules. En sus ojos vi el reflejo del más allá. Nubes blanquecinas que expedían una luz inmortal.
––Sáquele jugo, morro, nomás se cuida de los gomeros que ya la traen calada ––me dijo.
Lo vi perderse en la oscura avenida, más allá del semáforo que cruzó en rojo, y me regresé a fumar con Arnulfo. Por la mente no me pasó escribir la historia de esa noche, la inspiración me llegó hace poco al revisar los titulares añejos de las redes sociales. “Bárbaro espectáculo a orillas del fuerte de Guadalupe”. “Siberio Luna, enorme ídolo popular, pierde la vida a manos del crimen organizado en pleno auge de una relumbrante carrera”. Y otras cosas por el estilo de las que prefiero no hacer mención.
Ilustraciones:
Miles Pfefferle www.freeimages.com
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John Bau www.freeimages.com
María Luisa Deles (Puebla, 1968). Ha colaborado en las revistas digitales Letras Raras y Proyecto 217, así como en las publicaciones Esto no es un libro y Basta: 100 mujeres contra la violencia de género de la UAM Xochimilco. Ha sido finalista en el certamen nacional Acapulco en su Tinta 2013, y obtenido el segundo lugar en el concurso Mujeres en Vida 2014 de la Facultad de Filosofía y Letras de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla y la mención de honor en el certamen de Poesía y Narrativa de la Sociedad Argentina de Escritores, con sede en Zárate, Argentina. Ha participado en los talleres de novela, cuento y creación literaria de la Sogem, de la Escuela de Escritores del IMACP y en los talleres de apreciación literaria del CCU de la BUAP.