El batimóvil por la carretera, un sueño que atraviesa fugaces escenarios de papel y sitios nocturnos. Sortea curvas, aumenta la velocidad en las rectas y desacelera cuando un tráiler está frente a él y le impide el paso. Entonces lo esquiva y sigue su camino haciendo rugir los 44 caballos de fuerza de su motor de 1.5 litros. En sus metales pulidos se espejea el alba de las 5:00 a.m., o tal vez de un poco antes. Tiempo vuelto luz: el sol saliendo, no por el mar de fondo, por el retrovisor y los espejos laterales. A los lados, un bosque manchado de verdes claridades es invadido por uno que otro rastro de civilización. La gente levanta sus tempranas chimeneas, los campesinos recogen la cosecha que dejaron cigarras y luciérnagas la noche anterior.
El divinal automóvil por la carretera, con dirección al puerto más cercano. Sobre el volante, un hombre joven, cabello oscuro y barba de candado, sabe que ir a bordo de su batimóvil Volkswagen 1500 a más de 50 millas por hora es una forma de romper la conciencia sobre el espacio. El paisaje se difumina, sus elementos mezclan formas y colores entre sí, transitan sin importar el número de fotogramas que puede captar el ojo humano. Brevedades que al intentar recordarlas asonantan, borrosas enumeraciones que valen para la memoria lo que un letrero que nada indica del camino. Los pueblos son fantasmas. El bosque de fauna numerosa y el mar que entra al vehículo por el salado olor de la brisa son una mina de oro ya abandonada. El paisaje visitado con las luces altas que despejan la neblina es un no-lugar, un sitio de tránsito para quien lo recorre con los ojos cansados, desmañanados, ojos que inventan su propio mundo a cuarta velocidad. Y después: el clásico desperfecto en mitad de la carretera, el divinal automóvil con las llantas ponchadas entorpeciendo el tráfico de las lágrimas y de los muertos, que transitan clásicamente en sentidos contrarios (Becerra). “Los objetos están más cerca de lo que aparentan”, nos dicen los espejos más inmediatos. La muerte es uno de esos objetos.
Mayo de 1970. Aquel batimóvil, placas 428-Z-91927, no era conducido por un Bruce Wayne que cruzó a Metrópolis por un viaje de negocios. Al volante iba el poeta mexicano José Carlos Becerra, que se encontraba visitando Italia tras obtener la beca de la Fundación Guggenheim. Aunque de origen mexicano, la noticia de su muerte no pasó desapercibida en Ciudad Gótica. Se dio a conocer en una pequeña nota al interior de la sección de internacionales del periódico Gotham Gazette.
Cada vez que hablo de altas velocidades u oculto mis pequeños pasos entre los callejones de Ciudad Gótica, me pregunto si Becerra la habría visitado durante su estancia en los Estados Unidos. Quizá el poeta conoció a Bruce Wayne en algún momento, ya sea la versión actuada por Adam West o la versión escrita por Carmine Infantino. Entonces, ¿quién de los dos le habrá contagiado el desvelo al otro?: ¿Bruce imaginó a un hombre disfrazado de murciélago, la primera vez que leyó el poema “Batman”, o Becerra fue a quien le platicaron sobre un sueño recurrente, donde un ser parecido a una polilla entorpecía con sus alas la circulación de los autos?
Mientras el poeta conducía a exceso de velocidad hacia el puerto de Brindisi, acaso pensaba en el batimóvil. Quería comprobar cómo se sentía Batman recorriendo los parajes abiertos, neblinosos, salínicos de Ciudad Gótica. Su muerte en pleno amanecer, con el sol emergiendo del lado del mar, se parece al ascenso de Batman con la luna en la ventana, esperando a que salga en el cielo la blanca luz de la batiseñal.
Cada noche, cuando Bruce baja a la baticueva y entra a su vehículo, hay en el asiento de atrás un ejemplar del poema “Batman”. A mano para su consulta, como si fuese el manual de operaciones del batimóvil. Tal vez un Batman excitado por la estatura de la noche, a punto de frustrar un asalto bancario o resolver por fin el acertijo más difícil de su carrera, lea estos versículos y no pueda descifrarlos con su lenguaje de pistas y detectives:
especialmente para ti,
para cuando la luz de ese gran reflector pidiendo tu ayuda, aparezca en el cielo
nocturno,
solicitando tu presencia salvadora en el sitio del amor
o en el sitio del crimen.
Mientras que un Bruce Wayne madrugador, vencido por los primeros rayos del alba; uno, agotado, con ganas de quitarse el traje y subir a su alcoba para descansar del crimen, acaso lea estos otros y encuentre en ellos la blancura de su almohada:
de ti,
y allí están doblados tu traje de héroe y tus sentimientos de héroe. (Becerra).
Tras accionar las llaves del batimóvil y colocar la palanca en drive, luego en 1 y después en 2, Batman sale de la baticueva por una autopista oculta bajo la mansión Wayne, una autopista sinuosa que se despliega desde las afueras de la ciudad y, como un río rocoso, desemboca en las principales arterias urbanas. Desde el interior del batimóvil, a altas velocidades, se puede conocer bien la superficie citadina, perfilar un mapeo de la costa a la manera de los antiguos viajeros y navegantes. Dibujar en el libro de apuntes garabatos, como las postales que los turistas suelen comprar en las tiendas de souvenires en Robinson Park.
bañada de acero y plástico, boya
lumínica, apenas flotante.
2. Ciudad: arcoíris de gasolina
derramado mar adentro.
3. Ciudad: la luna cubre de cal
paseos y avenidas. Son horas en que la luz
de la batinoche todavía
guarda un brillo
de metal recién pulido.
Y mientras el automóvil más sombrío de la noche desliza sus llantas por el asfalto, la ciudad se convierte en una serie de no-lugares que transcurren repetitivos, incesantes por el parabrisas y las ventanillas. En Ciudad Gótica estos se definen a partir de la soledad de los movimientos acelerados de Batman y su batimóvil, cuando usa ciertas zonas como hilo de paso hacia una parte concreta de la ciudad. Convierte los lugares en sitios casuales, de encuentros irrelevantes, en simple escritura de cartel que indica algo. Marc Augé en Los no-lugares, espacios del anonimato, traza la ruta de esta situación:
Las autopistas de Ciudad Gótica fueron bien diseñadas y revelan los paisajes, a veces casi aéreos. Con ellas se ha pasado del filme intimista a los grandes horizontes de los westerns. Pero son los textos diseminados por los recorridos los que dicen el paisaje y explicitan sus secretas bellezas. Ya no se atraviesan las zonas relevantes de la ciudad, sino que los puntos notables están señalados en carteles en los que se inscribe un verdadero comentario. El conductor ya no necesita detenerse e inclusive ni mirar.
Lo que verdaderamente define a un no-lugar es el tiempo. No hay el suficiente, digamos, para detenerse y admirar la arquitectura de la biblioteca pública: pedirle la hora exacta al reloj que corona su fachada, preguntar desde abajo a las grises gárgolas que habitan sus cornisas o entrar y escudriñar las oscuridades que nos vigilan entre los libros más viejos de las repisas más altas. No. Sólo hay tiempo para aumentar la velocidad, atravesar la ciudad de extremo a extremo, si es necesario, y llegar al sitio señalado esta noche por los batiradares. En otro cómic, acaso, en una viñeta más alejada u otra historia más relajada, haya tiempo para poblar de pasos los lugares que Batman va dejando atrás.
Las raudas ruedas del batimóvil calle abajo avanzan, los escenarios son un girar de épocas: edificios art decó, rascacielos como el resuello de un animal gigante, aparadores con distintos batitrajes,
rápidos reflejos al abrir las ventanas,
pasan, cruzan, se desvanecen esas apariciones
como el mecanismo de un carrusel,
la fábula del tiempo
en la palanca y los pedales.
1939. Batman conduce un sedán rojo, inspirado en el Cord 810. Al doblar la esquina por la calle 1940 Fox y Gardner, se transmuta en un convertible negro y azul oscuro, con un ariete en forma de murciélago. Frente a la estación de policía sufre una segunda metamorfosis: su forma es la de un Studebaker, conserva el color negro, rayas rojas a cada lado, una batimáscara en la parrilla y una aleta en el techo. Al final de la calle
las llantas
resuenan
en otra calle
donde
se oyen las llantas
pasar en esta calle
donde sólo es real la niebla (Paz), la tóxica estela de humo que va dejando el batimóvil de 1966: Adam West a bordo de un Lincoln Futura del 55, con una línea roja en el pabellón de la burbuja, unido con aparatos de murciélago y varios accesorios en el exterior. De Old Gotham a Gotham Highs transcurren veintitrés años, el burtonmóvil: dos chasis del Impala y un Chevy V8. Acelera,
borra las líneas blancas del asfalto,
se alarga,
se transforma
en el auto de la serie animada: patrones cuadrados,
hermosos artilugios para la mirada,
dispensadores de gas lacrimógeno.
Acelerar: ojear de páginas de un cómic
del tamaño de la ciudad, el batimóvil,
tiempo vuelto luz,
luz que son colores en las viñetas,
velocidad luz
hasta llegar al año 2016 en Devil Square. El carro es ahora un híbrido entre automóvil de carreras y militar, adquiere una carrocería esquelética y un diseño aerodinámico. Es el batimóvil de Batman vs Superman: Down of Justice. Con la mano derecha sobre la palanca, Ben Affleck comprueba que el vehículo mueve los suficientes caballos de fuerza para alcanzar el fin de esta página en pocos segundos.
Marco Antonio Murillo (Mérida, México, 1986). Ha colaborado en revistas como Tierra Adentro, Revista de Literatura Mexicana Contemporánea y La palabra y el hombre. Mereció el Premio Nacional de Poesía Rosario Castellanos en 2009 y el Premio Estatal de la Juventud en Artes 2014. Asimismo, ha sido obtenido las becas PECDA (2009) y University Grant de la Universidad de Texas en El Paso (2013-2016). Es autor de los libros de poesía Muerte de Catulo (La Catarsis, 2011; Rojo Siena, 2013) y La luz que no se cumple (Arte poética press, 2014); y coantólogo de Casi una isla: nueve poetas yucatecos nacidos en la década de 1980 (SEDECULTA, 2015). Actualmente es becario de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de Ensayo.