«La gente que quisiera ser culta va con temor a las librerías, se marea ante la inmensidad de todo
lo que no ha leído, compra algo que le han dicho que es bueno, hace el intento de leerlo, sin éxito,
y cuando tiene ya media docena de libros sin leer, se siente tan mal que no se atreve a comprar
otros. En cambio, la gente verdaderamente culta es capaz de tener en su casa miles de libros que
no ha leído, sin perder el aplomo, ni el deseo de más.»
—Gabriel Zaid
— ¿Y Félix? —le pregunto a Noé.
Noé se dedica a vender libros y fue baterista de La llorona, una banda de rock ya desaparecida. Es un tipo nervioso, listo, calvo, angosto. Jamás lo he visto sin boina o gorra. (Dicho esto, mi aseveración de que es calvo no puede corroborarse, no es estrictamente cierta, pero hay algo de la calvicie que se intuye).
Me responde:
—Al rato vuelve. Ha de haber salido a comer, no tarda. Date una vuelta.
Me doy una vuelta.
Estoy en el centro histórico de la Ciudad de México. Es sábado y es un día de sol y gente. Mi familia, que migró de esta ciudad a Baja California, dice del clima bajacaliforniano que es excepcional, que ya lo quisieran muchos, pero no es verdad, es extremoso: o muy caliente o muy frío, o si no, caliente o frío, pero pocas veces cómodo. En mi caso, los días calurosos y los días templados de la capital son un recuerdo de tibieza que extraño al estar allá, en el norte.
El que migra termina por idealizar ya sea el pasado o el futuro, y soporta el presente.
Salgo del callejón de la Condesa y atravieso la calle de Tacuba. Espero a Daniela, una fotógrafa de pelo cortito y caminar determinado, afuera del Museo Nacional de Arte. A mi derecha, recostada sobre la fachada del museo, hay una chica bronceada que trae puesta una playera negra, caída y sin mangas. Su tono de piel es extraordinario. “Brasileña”, me digo.
Aparece Daniela. Nos saludamos.
—No te reconocí —me dice—. ¿Te cortaste el pelo?
—No.
—Oye, con lo de las fotos, ¿cómo ves si hago un rondín?
—Muy bien. –Y pienso: un “¿cómo estás?” me hubiera gustado.
Daniela hace un rondín.
Ahora espero a Sofía, otra fotógrafa.
La estatua de El Caballito, recubierta, en eterna remodelación, me tapa parte del sol. Por encima de ella, en lo alto, detrás del edificio de correos, alcanzo a ver la terraza de la Torre Latinoamericana. En uno de sus costados hay una pantalla en la que está desplegada una bandera digital de México. El patriotismo, casi todo el patriotismo, es de un mal gusto difícil de soportar.
A unos cincuenta metros, en dirección a Bellas Artes, hay un chico de shorts y camiseta negros que da saltos constantes sobre unas bases también negras, que sirven para delimitar el perímetro de la explanada del museo. Despega y aterriza, con cierto dolor, una y otra y otra vez. Cuando le toman una foto deja de brincar, hace una pausa, se equilibra con los brazos, sonríe y, eufórico, muestra los dos pulgares al lente de la cámara en señal de aprobación.
Me acerco. Tiene las piernas delgadas y pálidas, con algunos cuantos pelos negros, un rostro infantil y desencajado, dientes chuecos, amarillos. Pese a dar una impresión física de alguien de veintitantos, asemeja a un niño que hace lo que le gusta, sin límites. En mi cabeza escucho las palabras de un tío que tiende a dar sermones día sí y día también. “Es muy importante la contención emocional que deben transmitir los padres a los hijos” es una de sus frases. “Tienes que buscarte un trabajo serio ya”, me suele soltar después de la comida. No sé qué pensaría de este muchacho, cuya única actividad es la de saltar. Es la personificación de la falta de contención. Es placer. ¿Adónde irá a parar cuando ya no pueda brincar?, ¿qué será de su futuro, de sus rodillas? Y sin embargo lo veo tan feliz.
Antes de volver al callejón a ver si está Félix cruzo otra vez Tacuba y escucho jazz. Es un cuarteto. Son personas mayores.
—Esto es “Take 5” –dice en alto el vocalista—. Les contaría la historia de la canción, pero estoy seguro de que no me quieren escuchar. —Comienzan a tocar y dos norteamericanos a un lado de mí mueven la cabeza para arriba y para abajo en un ritmo semilento.
Al terminar, el mismo vocalista dice:
—Vamos a contar hasta quince para tocar de nuevo. —La estrategia empleada es que para reanudar el espectáculo debe haber, como mínimo, quince personas que les den alguna moneda. Una medida astuta—. 8… —empieza a contar y se acerca una persona— 9… —sigue contando y se acerca otra— 10…
Y quince personas terminan por agacharse y poner dinero en el estuche de una guitarra.
Sofía aparece a lo lejos.
*
El callejón de la Condesa es un pasillo que queda entremedio del Palacio de Correos y el Palacio de Minería. La sección de venta de libros es un piso a desnivel cubierto por lonas blancas, desgastadas. Está abarrotado de puestitos de libros. Los puestos difieren entre sí no tanto por su decoración, en esto son casi iguales, sino por el catálogo de libros que cada uno ofrece. Están los bestselleros, que se ubican mayormente en los extremos del pasillo y muchos de sus libros, de autosuperación o de novelistas famosísimos, son piratas. Al avanzar, la selección de libros mejora, se vuelve más exigente y más cara. Casi a la mitad, hay un árbol. Algunos de los vendedores desayunan en platitos de foami. Otros platican entre ellos y juegan juegos de mesa. Están también los que recargan la cabeza sobre el muro, cansados.
— ¿Sí tendrá cambio? —pregunta una chica de vestido azul con un billete de doscientos en la mano, ya con el libro elegido debajo del brazo.
El vendedor resopla como elefante diciendo “no”:
—Pero… permítame —sale disparado.
—¡Paleeeetaaas!—grita un señor con una caja al hombro, supongo, llena de paletas.
Finalmente encuentro a Félix, su puesto está a la mitad del pasillo. Félix es gordito, alegre, simpático. Cae bien. Es imposible imaginarlo como alguien ofensivo. Los lunares se cuentan por montones en sus mejillas prietas. Tiene mucho pelo, lacio, negro. Usa lentes. Hoy, y casi siempre, viste un atuendo desgastado: pantalones de mezclilla, camiseta azul, botas color café. A diferencia de Noé, que suele estar parado, Félix tiende a estar sentado, sin hacer grandes movimientos, en un banquito verde de plástico. Cuando se levanta es para dar cambio por una venta, para decirle a un cliente “Chécate este título” o para ir a comer. Ahora sostiene una botella de agua de plástico entre sus dedos rollizos.
*
Félix me cuenta que al terminar la prepa se dio un año sabático, de vago. Empezó a leer y conoció a un tipo que vendía libros que se llamaba Aleida (ya murió). Como Félix no tenía nada que hacer, un día Aleida lo invitó a chambear, le dijo, “¿Qué onda, ¿quieres trabajar conmigo?”, “Pues órale”, que Félix le dijo. Empezó unos días, luego que toda la semana. Vendía libros por todos lados: afuera del cine Latino, en Reforma, en la banqueta. Ahí conoció a la banda. En ese tiempo Félix se ganó un espacio —esto hace veinte años—, y lo dejaron ponerse a diario. “Aprovecha ese lugar para que no se desperdicie y lo trabajes”, Aleida le dijo a Félix. Para ese entonces Félix andaba de arriba abajo con Noé, el tipo listo, angosto, calvo, nervioso, que saludé en un inicio.
—A Noé lo conozco desde los nueve años —me cuenta Félix—, somos de la Campestre Aragón, en la Gustavo A. Madero. Fuimos juntos a la secundaria y al CCH, ahí nos conocimos. Cuando él rompe con su banda yo le platico esto, lo de Aleida: “Pues vamos a hacer algo, wey, no estamos haciendo nada”, que le digo. Todo empezó como un juego. Unos amigos empezaron a regalarnos libros, libros que les sobraban. Con todo lo que nos dieron hicimos una caja bien pinchurrienta.
—Hasta comics nos dieron —dice Noé.
Lo primero que vendieron fue uno de Superman, despuesito, incluida en la “caja bien pinchurrienta”, vendieron una tesis sobre la historia de la Ciudad de México de principios del siglo XX. El mismísimo señor Fuentes, dueño de la Librería Madero —para algunos la librería más importante de la ciudad—, se las compró. Ellos no sabían quién era, y pues que al despedirse le dicen, “Gracias, suerte”, y que se enoja. “No”, dice el señor Fuentes, “yo no creo en la suerte, yo creo en mi trabajo. La suerte es para pendejos.” “Que nos aplica esa, eh”, me cuentan. Así empezaron. Vendían poquito, que veinte, treinta pesos.
El Palacio de Correos aún no había sido restaurado.
—Esto fue en el 97, el edificio apenas lo estaban remodelando; estaba lleno de andamios. Casi no se metía la gente —dice Noé—. Aparte, era peligroso antes por aquí. Pasábamos hasta tres días sin vender. Siempre estábamos jugando dominó para pasar el rato. No había ni la mitad de estos puestos.
(Disculpa, una pregunta, ¿tienes La ciudad ausente?)
—No, pues sí le sufrimos mucho —dice Félix—. Por aquí pasaron cantidad de libreros. Nosotros a los nuevos les decíamos las “fuerzas básicas”, porque aquí venías a aprender. El que vendía aquí vendía en cualquier parte de la República. El que sobrevivía en el Callejón sobrevivía en cualquier parte de la ciudad. Luego conseguimos un lugar en la Zona Rosa, ahí en Génova y Londres. En la mera esquina hay una farmacia, a un lado del McDonald’s, y pues ahí pusimos un puesto. Nos iba bien y empezamos a ir al Cervantino; a pesar de las pocas cajas que llevábamos: cuatro, creo, y regresamos con dos. El siguiente año, todo ese año, nos pusimos a guardar y guardar, y ya al siguiente año, fuimos nosotros solos, y ya de ahí nos empezó a ir bien en provincia.
—¿Ustedes qué tanto leen? –les pregunto.
—Yo leo un promedio de… ¿qué será?… de tres a cuatro libros al mes —dice Félix.
—Yo menos, como uno o dos libros. Antes leía más, antes de que tuviera a mi hija. Después se rompe el ritmo. Antes el mismo trabajo te lo permitía. Estás, por ejemplo, trabajando en provincia, estás en un stand, estás en horas de comida. Pues te pones a leer para pasar el tiempo. Luego ya ves que la gente dice, “Ay, es que no tengo tiempo”. Eso es puro choro, porque el que quiere leer… Mira, yo leo en el baño, en el metro, en la cola del banco, en el micro, o sea, el que quiere leer, lee. Los que dicen, “Ah, no tengo tiempo”, y se saben la novela de las nueve de la noche, si dedicaran esa hora al leer al día, pues acaban un libro a la semana, o por lo menos al mes. Entonces el trabajo te lo permite, te da acceso a muchos libros.
—¿Se quedan con algún libro para leerlo?
—Pues sí, y de los mismos clientes también te vas nutriendo, vas aprendiendo —me dice Noé.
— ¿Por qué decidieron no vender libros de tipo best seller?
—Te especializas; incluso los bestselleros; ellos ya conocen su mercado, y pues también nosotros. Te lleva a cierto camino. Aunque ellos venden diez, y nosotros vendemos uno, por decir algo.
Esta proporción no los desanima. Félix y Noé venden libros de ensayo filosófico, de mitología hindú, novelas nórdicas y norteamericanas. Su catálogo se compone en su mayoría de editoriales españolas como Atalanta, Acantilado, Trotta, Siruela, o algunas mexicanas como es el caso de Sexto Piso o Almadía. “Hay gente que viene aquí que es bien culta”, me dice Félix. Por ejemplo, en el puesto han comprado escritores de la talla de José Agustín o Sergio Pitol. También los ha visitado el escritor Álvaro Enrigue; aclaro que Enrigue visitó porque en realidad no compró. Cuenta Félix que Enrigue pasó por el puesto acompañado de su esposa, la también escritora Valeria Luiselli, y su cuñado (que de acuerdo con Félix le vio pinta de argentino, pero eso sí quién sabe). Su cuñado, al ver algunos ejemplares de Enrigue sobre la mesa, le dijo a Álvaro, “Mira, mira, tu libro”, emocionado. Pero Félix no sabía quién era Enrigue, es decir, no conocía su cara, sólo sus libros. “Ahí nos dimos cuenta de que era Álvaro Enrigue”, dice Noé. “Te lo voy a comprar”, que le dice el cuñado a Álvaro. Entonces Félix escuchó cómo éste le respondió al cuñado, “No lo compres porque es pirata”. Y Félix rápido le dijo, “No, esos no son los piratas. Se piratean los de García Márquez, los que se venden mucho, los bestsellers. Estos son originales, sólo que aquí se los damos más baratos.” Pues como que Félix no convenció a Enrigue y a su cuñado porque ya no lo compraron, o como que Félix, sin querer, ofendió a Enrigue al insinuar que no vende mucho, cosa… cierta.
—Me has contado en otras ocasiones que con tus hijos te has vuelto mucho más responsable —le digo a Félix, refiriéndome a momentos en los que nos hemos quedado platicando en esos asientitos de plástico verdes, después de que lo visito y le compro algún libro, y me dice que en realidad, así la verdad, la verdad, él es un desmadre.
—No, sí, muchísimo. Saber que alguien depende de ti… Yo siempre he sido así, hasta la fecha lo soy, y yo creo que ése es el fracaso de mi matrimonio, soy como que muy vale madres, ¿no? No me apuran mucho las cosas, o sea, aparentemente, ¿no? Sí pienso las cosas, las estoy resolviendo, pero no soy como la demás gente que hace dramas. Y pues sí, o sea, hago lo que puedo, pero hay veces que… no sé, la gente quiere más de mí, quiere que me desgarre, ¿no? Una vez hice una fiesta en mi casa, bueno, en ese tiempo mi papá tenía dos casas, entonces teníamos una vacía. Estaba la pinche fiesta y me salí, iba con unos amigos del CCH. Fuimos a comer a la otra casa de mi papá, y ya después regreso, y dejé el pinche desmadre, me valió madres, como la casa estaba vacía, pues de robarse algo no se podían robar nada. El desmadre pues, a eso iba, dice mi cuate, el Everardo, dice, “No mames, por eso me caes bien, cabrón”. Y yo, “¿Por qué, wey?”, “Es que a ti sí te vale madre todo”. Y pues así, se me quedó. No soy muy aprehensivo con las cosas ni con las situaciones. Si pasa algo, pues ya que corra, venimos a lo que viene. Pero con mis hijos, ahí sí que ni me los toquen. Les tengo mucha paciencia, a como soy yo, sí les tengo mucha paciencia.
—Hace poquito pasaron por un momento difícil en el que no vendían mucho.
—Pues todavía andamos ahí. Cuando te va bien ni te fijas, imagínate, yo antes me gastaba cien pesos de taxi diarios para llevar a mi hijo a la escuela, y ahorita tengo que andar en pesero.
(¿Tendrás el de la energía, de Deepak Chopra?)
—Antes todavía nos íbamos que al Corona, ¿no? —dice Noé—. Ahorita qué Corona ni qué Corona. Con trabajos sale pa´ tus gastos. Si se queja la gente que trabaja en otros negocios, imagínate nosotros. Y más por el tipo de libros que vendemos, porque, por ejemplo, los que venden a mucha gente, los bestselleros, dan el rayón, pero nosotros no vendemos. Si no, ahorita fíjate, y vas a ver que todos los que están vendiendo venden pirata.
Noé me cuenta que cuando su papá se enteró de que se dedicaba a vender libros le dijo, “Eres bien pendejo”. “Tsss, oye, ¿por qué me dices así?”, que le responde Noé. “Pues porque vendes libros y los libros no se venden”. Sobra decir que este comentario indignó a Noé, que hasta se sentía muy fufurufo por vender libros. Su papá le dijo que él en la vida había comprado y menos leído un libro. “No, pues eso mejor ni lo digas por la calle, da pena”, que le suelta Noé. Han de saber que el papá tiene un restaurante en el que se dedica a vender pollo asado. Noé, en un tiempo de desgracia, se fue a trabajar con él. Incrédulo, el papá le preguntó, “¿A poco vas a poder vender un pollo?”, a lo que Noé respondió: “Si vendía un libro, cómo no voy a poder vender comida, que se vende sola”. Pero esta aventura terminó rápido. “La gente cambia dependiendo del giro”, dice Noé, quien estaba “acostumbrado a trabajar con gente de los libros, y no, pues no, es otro trato, otra educación, la forma en que te piden las cosas, todo. Allá en los pollos las señoras son bien groseras, ya te imaginarás”.
(¿En cuánto da esa revista?
Treinta pesos, y dos por cincuenta)
—¿Qué autores son sus favoritos?
—Soseki, de los japoneses, Italo Calvino, Irvine Welsh, tengo toda la obra de Borges, de Cortázar tengo algunos —responde el mismo Noé.
Para Félix:
—Philip Roth, Stefan Zweig, Joseph Roth. Los cuentos de Cortázar son maravillosos. Rulfo, Paz, Arreola también me gusta mucho, Burroughs se me hace genial. Tengo varios, varios, varios, me han cambiado la vida.
—¿Les han intentado robar?
—No, ni lo digas. Digo, sí, un libro, que se descuidan [Félix voltea a ver su asistente con una mirada acusatoria y al mismo tiempo cómplice]. A todos nos pasa. La AFI [Agencia Federal de Investigación] nos ha robado, llegan a la bodega y se llevan todo, que porque había pirata; y sí, sí hay, no te voy a decir que no, pero no todos trabajamos piratas, cabrón, y ellos agarran parejo. Ahí me chingaron un diablo de inversión, de 70 mil pesos. Hubo un tiempo que le llamamos la “época mágica”, traíamos nueve cajas… más, once o doce. Ahorita con trabajos tenemos de cinco a seis cajas.
—¿Dónde guardan los libros?
—Por aquí hay una bodega, a una cuadra. Una vez al cuate que se lleva las cajas un señor se le acercó y le dijo “¡¿Quién se llevó mi queso?!”, “Yo no fui, señor”, que le dice mi cuate. “No seas wey, así se llama el libro”, lo regañó.
—¿Se llegan a aburrir después de algunas horas de estar aquí en el callejón?
—Cuando no vendíamos nos la pasábamos jugando dominó, por eso aguantamos tanto tiempo. Aquí aprendí a contar, ver todas las fichas, se hicieron buenos jugadores.
—¿Y ahorita por qué ya no juegan?
—¡Porque ahorita ya vendemos!
Ilustraciones:
Rodrigo Martínez
Tibor Fazakas www.freeimages.com
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