Para Andrés

 

¿Qué quieres ser cuando seas grande?, decían unas letras descoloridas pegadas en el periódico de la escuela. Esa frase tenía más de una década en ese sitio. Todos los años había un pequeño festival para hablar sobre el tema, donde invitaban a toda clase de profesionistas del futuro: trabajadores de call center y nuevos abogados súper relamidos con gel hablando sobre lo que ejercían. La preguntita era tarea para llevarse a casa.

Si quería ser algo de grande, pensó, eso significaba ser mejor que Santiago: nueva ropa, mejores calificaciones, hacerse de una moto y entender todas esas canciones en inglés que apenas podía rumiar. Con apenas catorce años, Santiago ya tenía todo eso. La edad, y tal vez su amor por Mariana, era lo único que compartían.

Jaime veía la tele para concentrarse en la tarea. Hacía demasiado calor y necesitaba distraerse con cualquier cosa para que la ansiedad no terminara por comérselo. Era la mejor manera de soportar 38° centígrados estoicamente. La pregunta revoloteaba en su cabeza como una palomilla deshidratada. Le hubiera gustado escoger el canal de la tele y no ver El rey del barrio con Tin Tan y Silvia Pinal. Una película vieja que no pertenecía a su siglo. No había modo de insistir en cambiarle. Tampoco quería ver un canal en específico, y eso lo ayudaba a pensar en su tarea.

La humedad chiclosa de la tarde terminó por vencer las pocas energías de su abuela. Sus ronquidos arrítmicos impregnaban de tedio el lugar. El calor aplastaba los sonidos, sólo se escuchaba la sinfonía de los chirridos insoportables de la abuela que armonizaban con las cortinas ocres de la casa. Jaime se levantó despacito para quitarle a la abuela el control remoto que tenía sobre el abdomen. Estaba bien prensado, sus manos parecían lijas. Alguna vez vio un documental sobre los insectos que tienen pequeñas sierras en sus extremidades para escalar cualquier superficie en la tierra. Desde hace tiempo la televisión era el único mundo para la abuela y a Jaime le pareció congruente su firmeza. Lo jaló poco a poco, como descifrando la combinación de una caja fuerte. La abuela saltó bruscamente. Parecía desconcertada. La arrugada piel de sus párpados (que había enterrado el setenta por ciento de sus ojos hace décadas) dio paso a dos grandes canicas de cristal jamás antes vistas: las arrugas se hicieron a un lado como si el mismo océano se abriera.

—Yo, hace hartos años, tenía dos lunares justo aquí en mi mejilla —le dijo— nunca me enteré a dónde se fueron, y mira dónde los fui a encontrar, cachetón éste, ¿y de quién serán todos los demás? —La abuela presionó la mejilla de Jaime, con esa fuerza torpe y tosca que sólo puede tener un anciano. 

Jaime fue inmediatamente a su cuarto, se colocó frente al espejo y miró preocupado esos lunares. La abuela era la vaticinadora de calamidades número uno en el pueblo. Antes de ir al hospital todo el mundo le llevaba a sus enfermitos para saber si valía la pena el gasto. Sólo los Testigos de Jehová no la querían, decían que ella tenía trato con el Maligno y era negocio redondo para la funeraria del papá de Jaime.

Jaime caminó por la habitación sientiendo su cuerpo diferente. Los lunares ya no eran cráteres espontáneos sino moscas salvajes que podrían mover su ubicación cuando quisieran. A decir verdad, los lunares no se veían viejos como la abuela ni pubertos como él. Le pareció que la edad de los lunares sólo podía ser medida por su tamaño. Se quitó la ropa frente al espejo y comenzó a localizar todos los demás “¿Y entonces de quién serán todos estos?” Pensó que su cuerpo tal vez era un mapa de las coincidencias donde cada persona del mundo podría intercambiar lunares con él como si fueran tarjetas del mundial.

Se vistió nuevamente y regresó a ver la tele para pensar en su futuro, es decir, en su tarea para el día de mañana. Sin embargo, estaba intranquilo, un escalofrío brusco le recorrió el cuello. El caso de su abuela le pareció muy obvio por el lazo sanguíneo, pero ¿y qué tal que desde ahora ya tiene en su cuerpo los lunares de sus futuros hijos y su desconocida esposa? Pensó que tal vez podría tener lunares de Santiago en él. No imaginaba lo que sería quedarse con los lunares de alguien a quien odiaba y que esos lunares fueran los favoritos de alguien. De ser así, ¿por qué los lunares y no la ropa, ni el auto, ni a todas las morras de la escuela, incluyendo a Mariana? Maldito suertudo.

En cambio, le encantaría saborearse tener los lunares de Mariana. Jaime miró un lunar en su brazo pensando que era de ella y comenzó a sobarlo sensualmente. Pensó que para descubrir las coincidencias podría tomarle algunas fotos mañana mismo porque ella irá a la escuela de falda: lo hará cuando se quite el suéter y su espalda quede semidesnuda con su blusita de tirantes. Aunque lo ideal sería visitar a Mariana y pedirle que se desvistiera para poder hacer un registro de cada lunar en su cuerpo. Y cuando ella esté en ropa interior, él la recostará en un pliego de papel bond y dibujará su contorno con un plumón permanente. Nomás de imaginar cómo los bordes de su mano de su plumón rozarían su cuerpo, tenía el pantalón a punto de reventarle.

Los balbuceos de la abuela hicieron que Jaime interrumpiera su fantasía la planeación de su experimento científico. Para eso necesitaba poner en práctica el arte de trasladar lunares al papel. Obviamente no quería practicar con su abuela. Regresó a su habitación e hizo un mapa de sus lunares para compararlo con el cuerpo de un muertito en la funeraria de su papá. Aún era temprano y el sitio no quedaba lejos.

Se trepó a la bici y emprendió el camino. Cada pedaleada era un pensamiento en la cabeza de Jaime; no uno nuevo, sólo tenía pensamientos en turno como si se tratara de combinaciones en el control del Xbox para desarrollar una nueva habilidad: ▲Tarea ►Lunares ▼Funeraria ◄♥Mariana ▼■Santiago ▲●La abuela, etcétera. De pronto, un putazo de ardor y fiebre le subió por la nuca, le sucedía cuando se ponía celoso o algo le daba mucho coraje: probablemente Santiago vio la ropa interior de Mariana con Mariana dentro, en cambio él, Jaime, de una mujer sólo había tocado el cristal frío con el porno de su laptop; aunque lo calmó la idea de que tal vez era muy pronto para eso, pues apenas llevaban dos días de novios.

Jaimé tiró su bici al suelo y entró a la funeraria. Su papá, por respeto a los difuntos, prefería que nadie lo visitara cuando estaba trabajando, pero Jaime tenía una excusa para estar ahí sin levantar sospechas.

—Oye, pa, ¿me enseñas cómo se prepara un cuerpo?

—¿Y para qué quieres saber?

—Es para un trabajo en la escuela.

—¿De qué?

—De eso que quiero ser de grande.

—Bueno. Abusado, y si tienes guácara te me sales en chinga.

—Sí, apá.

—A ver, vente. Llegó el cuerpo de un chamaco que se estrelló contra un camión estacionado acá en la 74. Nos va a tocar darle una maquilladota a la cara, pobre muchacho.

El cuerpo, excepto por su rostro, estaba desnudo sobre la plancha de metal. Su papá salió por los instrumentos y Jaime aprovechó el momento. Sacó su libreta, dibujó una silueta humana y comenzó a registrar los lunares desde los pies como si se tratara de una hoja pautada. Revisó cada espacio entre los dedos, recorrió las piernas, los brazos, las axilas y la entrepierna con cautela. Estaba impresionado por el peso muerto, sin resistencia, del desafortunado. Alzaba un brazo, lo doblaba, apretaba un poco la piel y lo dejaba en su lugar. No apestaba, recién había llegado del accidente. Estaba tibio, quizá por el exesivo calor de la tarde. Le gustó sentir esa piel suave, le hubiera gustado más apreciarla sin moretones. Incluso dejó de pensar que era el cuerpo de un hombre y, en su lugar, puso imágenes del cuerpo de Mariana, de cómo se sentiría su piel y si el plumón le daría cosquillas. Jaime deslizó su mano de punta a punta del cuerpo del difunto una vez más y comenzó a darle un masaje, para practicar. Imaginaba las miradas que Mariana le regresaría cuando repitiera la acción sobre ella.

—Chamaco cabrón, qué andas haciendo —le dijo su papá y le soltó un zape bien fuerte.

—Nada.

—Nada… Vamos a arreglarle la cara, jálate esos hilos y las agujas.

Retiraron la manta que cubría la cabeza del finado. Jaime tuvo náuseas por la deformidad del cráneo y, tal como le dijo su padre, salió a vomitar. Se sentía sucio y avergonzado. Sintió una euforia inmensa seguida de una felicidad instantánea. Se golpeó en la cabeza y comenzó a dar vueltas sobre su propio eje. Hiperventiló. Se sentía idiota. Era el cuerpo de Santiago, su enemigo, el que se encontraba en esa plancha.

¿Pero cómo sucedió todo? ¿Qué sintió? ¿Se imaginó por un momento que iba a morir y que no vería jamás a Mariana? ¿Y cómo lo juzgarán en la escuela cuando se enteren de que el primer cuerpo desnudo que tocó en su vida fue el de Santiago? ¿Le dejaría de hablar? ¿Les daría asco? ¿Se darían cuenta? ¿Cómo lo apodarían? Él no tenía nada que ver con el accidente, claro, pero ahora se sentía responsable de lo que fuera a suceder. Se fue a casa y entró al Facebook de Santi para revisar su timeline. Nada. Por lo visto aún no se enteraban. Jaime ya no sabía lo que hacía, ni por qué espiaba todas las publicaciones de la exvida de Santiago: sus selfies en el baño sin playera, sus fotos en moto, sus fotos jugando al futbol, su piel tersa, sus lunares imperceptibles. Jaime se sentía asfixiado. Sentía cómo su cuerpo ganaba levedad y se desvanecía en medio de la cama. Pero no podía alardear. La muerte era de otro y la sensación de ahogo que vivía Jaime no significaba ni la mitad de la sangre, del impacto, del tremendo crash que sufrió el cuerpo de Santiago cuando se estrelló contra ese camión, a 38° centígrados, sin estoicismo.

La directora de la escuela anunció a todos los estudiantes la muerte del excelente estudiante Santiago Martín Garro Fuentes y dio detalles del funeral. Jaime volteó de imnediato para ver cómo Mariana se iba desmoronando, y supo que había perdido la oportunidad de invitarla a su casa para jugar Xbox.

Ese día no hubo evaluación sobre “¿qué quieres ser cuando seas grande?”. El futuro se había cancelado para los adolescentes. Nadie sabía si seguiría vivo para ser grande. La escuela les había jugado una gran broma de mal gusto. Todos pensaban en la palabra “futuro” aunque nadie entendía muy bien de lo que se trataba. Cada uno estaba tan ensimismado que nadie notó la palidez de Jaime y sus ojos desorbitados, su mirada satelital receptiva a las reacciones de todo el salón. Esperaba que alguien llegara a delatarlo públicamente por lo que hizo.

Varios del salón se organizaron para ir a la casa de Santiago el fin de semana. Tocaron la puerta y se presentaron. Cada uno buscaba un momento a solas con la mamá de Santiago para pronunciarse como el mejor amigo que Santi tuvo en vida, excepto Jaime, que poco había hablado desde entonces. La mamá les ofreció agua de jamaica y los sentó en la sala. El hermano menor de Santiago les ofreció una visita guiada por la casa: la sala, el comedor, el refri, el baño, la toalla de Santiago, las fotos de Santiago desde que era un bebé. Sacaron celulares y comenzaron a tomar registro de la casa. Y luego, a cambio de cinco pesos por cabeza, les ofreció mostrarles la habitación de Santi. Cuando llegaron se tomaron de las manos como si algo muy importante estuviera a punto de ser revelado para todos. Entraron y miraron cada objeto con ojos milimétricos. Jamás habían puesto atención a una clase en toda su vida como ahora al cuarto del finado. Miraron sus posters, tocaron las sábanas, las cortinas, pasaron sus manos por los muebles… y esas caricias traían recuerdos a la mente de Jaime. Se tomaron selfies grupales sobre la cama de Santiago. Revisaron su colección de videojuegos y figuras de manga. Jaimé tomó una libreta para hojearla. Ahí estaba su tarea. Eso que Santiago quería ser de grande: piloto de carreras de la Fórmula 1. Arrancó la hoja y la guardo en su bolsillo sin que lo vieran sus compañeros. Se fue a casa. Se quitó la ropa y comenzó a comparar sus lunares con los de Santiago. Tres coincidían. Comenzó a hiperventilar nuevamente y se tumbó en el suelo con los brazos extendidos y la mirada al techo. Al fin tenía un mapa, una ruta, de todo lo que él, Jaime, ya no sería. Un futuro más real del que fingen tener todos esos profesionistas de veintidós años que trabajan en un despacho para sacar fotocopias. Esto, en cambio, era más un destino. Algo que Dios, como decían en la iglesia, le tenía preparado. Sentir como Santiago, hablar como Santiago, ser corredor de motos pero, naturalmente, hacerlo bien. Sin estrellarse ni nada. Hacerlo bien. Lograr mejores calificaciones, un mejor peinado, mejor ropa, mejor todo y, claro, conquistar a Mariana.


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Ilustraciones:

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Miguel Saavedra www.freeimages.com
Julia Borysewicz www.freeimages.com

 


Irasema Fernández (Ciudad de México, 1990). Estudió Letras Hispánicas en la UNAM. Ha colaborado en las revistas La Tempestad, Tierra Adentro, Revista Lee +, entre otras. Actualmente es becaria del Fonca en la cateogoría de cuento.

 

Punto en Línea, año 17, núm. 113, octubre-noviembre 2024

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fecha de la última modificación 10 de octubre de 2024.

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