I
El agua hierve a cien grados centígrados. La maestra lo ha repetido muchas veces, por eso lo recuerdo. También, sé que los animales se dividen en ovíparos y vivíparos. A pesar de que yo podría incluirme dentro de estos últimos, tengo mis dudas. Mamá dice que me le adelanté y, como muchos otros bebés vivíparos, crecí temporalmente en el interior de una especie de huevo que la gente llama incubadora.



Siempre pongo atención en clase de Ciencias Naturales, ahí aprendí que el agua hierve a doscientos doce grados Fahrenheit. Hay cosas que se saben rápidamente sin ir a la escuela; por ejemplo, mamá es muy bonita y no necesitan repetírmelo para que lo sepa. Al interior de una olla exprés con agua hirviendo, suele meter champiñones, soya o garbanzos. Nunca carne. Es vegetariana igual que los diplodocus, aunque no sea dinosaurio ni ovíparo, y me ignora cuando digo que me dan asco las hojas. He deseado ser carnívora como Aldo o los niños del colegio. Preferiría poner a trabajar mis incisivos con un bistec a comprender que los dientes también son huesos y que es lo mismo decir cien grados centígrados o doscientos doce grados Fahrenheit.

Quisiera ser cretácica, convertirme en tiranosaurio rex.


II
Aldo es un niño que come carne, come carne de pollo y lee historias de caníbales. Se mudó a la casa de junto hace poco. Todas las tardes, mientras mamá está en el trabajo, me enseña libros con dibujos de tribus que viven en islas remotas y devoran náufragos. Si nos aburrimos de los caníbales, hojeamos libros de monstruos. Si nos cansamos de los monstruos, jugamos al basilisco: uno de los dos se esconde y el otro busca con el ceño fruncido, fingiendo matar con la mirada y cuando sorprende al que se ha escondido le hace cosquillas, casi hasta dejarlo sin respirar.

Ayer fui el basilisco. Al encontrar a mi víctima, entorné los ojos y arremetí contra Aldo, cosquilleándolo debajo del brazo. Cuando deslicé mis manos hacia la altura de su costilla izquierda, sentí que su playera se humedecía. Algo muy suave se ocultaba detrás de su ropa, pero no pude descubrir qué era porque él, enfurecido sin razón, gritó que lo dejara en paz y me empujó. Comencé a llorar. Aldo me levantó del suelo y se disculpó. Por la noche, sus padres llegaron con una caja de pollo frito.

—A María no la dejan comer carne —dijo Aldo en el instante en que su madre colocaba un crujiente muslo sobre mi plato.

—¡Por qué no me lo han dicho antes! —exclamó, retirando el trozo grasiento que yo imaginaba dentro de mi boca.

Durante la cena, engullí con tristeza dos rebanadas de pan con mermelada. Los padres de Aldo sonreían y hablaban sin parar de lo mucho que les gustaba que jugara con Aldito, como ellos lo llaman, y prometían tener algo más suculento para mí la siguiente ocasión. Al hablar, mostraban el pollo transformado en bolo. El bolo, explicó la maestra un día, es la revoltura de alimento ensalivado. El bolo de las vacas no es más que pasto. Envidio que el de los padres de Aldo pueda tener de todo. Probablemente, los tiranosaurios tragaban una masa hecha con pedazos de diplodocus, colas de lémures o trompas de mamuts. Si las vacas hubieran existido entonces, estoy segura de que formarían parte del festín. Pensándolo bien, creo que los mamuts, los lémures, las vacas y los tiranosaurios nunca se conocieron. Se lo preguntaré a la maestra en la próxima clase de Ciencias Naturales.


III
A la salida del colegio, varias mamás observaron a la mía como si jugaran al basilisco. Ella parecía no advertirlo. Además, si le apeteciera jugar resultaría muy complicado: en el patio donde esperan a que salgan los niños no existe lugar para ocultarse. A unos metros, en el estacionamiento, habría sitio para esconderse tras los autos, pero las faldas que mamá usa dejan descubiertas sus rodillas y podría rasparse. Por eso traté de que no se preguntara en qué consiste el juego.

—¿Te das cuenta? Esas señoras no dejan de verte porque eres muy bonita —la distraje—, ¿te das cuenta, mami?


IV
Mamá no habla de lo ocurrido con papá. Es su secreto. No se lo pregunto, pues ella guarda silencio, responde con un vacío de palabras que me llena la panza de algo similar al agua a cien grados centígrados o a doscientos doce grados Fahrenheit. Da lo mismo, lo importante es que quema, pero tampoco digo nada. Es mi secreto.


V
Los domingos vamos a misa y después al supermercado. Hoy me asustó mucho lo que gritó el padre Sebastián. Creo que ya lo había gritado antes, a lo mejor más veces de las que la maestra nos ha hecho recordar las tablas de multiplicar o las diferencias entre ovíparos y vivíparos.

Parecido a los niños del colegio que pronuncian el juramento a la bandera, el padre nos recita lo que hace miles de años, aunque no antes de que existieran los dinosaurios, dijo Dios.

—Tomen y coman todos de él, porque esto es mi cuerpo —habló el sacerdote.

Imaginé a la gente transformada en los personajes de los libros de Aldo, vestidos con taparrabos, sosteniendo lanzas y antorchas, listos para abalanzarse sobre Cristo.

En el supermercado había cuerpos pálidos y pegajosos enterrados en una hielera. Me acerqué a ellos. La piel de los pollos es extraña; su carne, rosada y suave.

—¡Deja eso, niña! —gruñó una trabajadora gorda al descubrirme acariciando los cadáveres desplumados.

En el instante en que mamá colocaba un ramo de espinacas dentro del carrito, le confesé que no me agradaría comerme a Dios. Su tamaño debe ser gigante, mayor a veinte tricératops juntos. Pese a ello, no entiendo por qué después de tantas misas nunca se le acaba el cuerpo.


VI
El estómago me ardía, abrí el refrigerador y encontré montones de verdolagas y recipientes con tofu. Corrí a casa de Aldo, quien halló un paquete de galletas que disminuyó el ardor. Sin embargo, al tiempo que veíamos dibujos de Cabeza de Vaca, un hambre desconocida me quemó las tripas. Evitar quejarme fue imposible. Aldo cerró el libro que descansaba sobre la mesa de la sala y nos dirigimos a su cuarto. Ahí, sin que nadie más nos observara, se quitó la playera: el lado izquierdo de su torso, asombrosamente viscoso y amarillo, se reveló como una ofrenda. Sin que la maestra de Ciencias Naturales lo explicara, entendí que yo tenía colmillos de tiranosaurio rex.


VII
¿Los círculos blancos que reparte el padre Sebastián, de verdad sabrán a Dios? En la escuela, Andrea nos contó que no come hamburguesas, asegura que en realidad están hechas de rata y no de res. Aldo adora los restaurantes de comida rápida y detesta las ratas. Tal vez nunca se dio cuenta de que sus sabores son muy parecidos. O quizá Andrea sólo quiera asustarme. Será difícil que lo sorprenda revelándole los ingredientes de las hamburguesas porque, luego de mi última visita, sus padres me han culpado de la herida que el doctor tuvo que vendarle alrededor del torso. Mamá, furiosa, arguye que los niños y los pollos son cosas distintas, aunque haya bebés que crezcan en incubadoras parecidas a huevos. Lo que ignora es que existen niños con piel, escondida bajo la playera, idéntica a la de los cadáveres de las hieleras del supermercado: amarilla, viscosa, con los poros inflamados. En los libros de Aldo hay ilustraciones de animales mitad gallo, mitad serpiente; también mitad mujer, mitad pez. Si viera esos dibujos entendería que no miento.

De ahora en adelante, encerrada en casa por las tardes, sin tener con quién jugar al basilisco, ni ver libros de náufragos y caníbales, permaneceré confundida por el sabor de Dios, de las hamburguesas, de los pollos, de Aldo. Estas cosas son más complicadas que entender la equivalencia entre cien grados centígrados y doscientos doce grados Fahrenheit.

Estoy condenada a la triste dieta de los diplodocus, a desaprovechar las maravillas de mi dentadura, a nunca comprender las variaciones de la carne.





 


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Ilustraciones:

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Robert Owen-Wahl www.freeimages.com
Edwin Pijpe www.freeimages.com

 


Sabina Orozco (Oaxaca, 1993). Ha publicado en medios impresos y electrónicos. Estudió Letras Hispánicas en la Universidad Autónoma Metropolitana. Fue becaria del programa de verano organizado por la Fundación para las Letras Mexicanas (Xalapa, 2016). Con "Las variaciones de la carne" obtuvo mención en la categoría de Cuento en el Concurso 48 de Punto de Partida.

 

Punto en Línea, año 17, núm. 113, octubre-noviembre 2024

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