¡Oh, los colores! Jorge Luján, Ilustraciones de Piet Grobler, SM, México, 2007
En una hipotética encuesta sobre poesía para niños, muy probablemente aparecerían entre las respuestas referencias a versos escolares de acartonados recuerdos; las divertidas, y cada vez menos repetidas coplas populares, y dos o tres versos melosos de rimas predecibles y de poco potencial en la exploración del lenguaje. Muchos autores de los considerados “consagrados” han dedicado textos a los niños, pero son poco difundidos y menos aún comentados. Precisamente, por tratarse de obras para niños, ¿quién puede tomarlas en serio? Planteada, la pregunta suena excesiva, pero en la práctica todavía no se toma en cuenta con seriedad, respeto y profundidad el material literario expresamente dedicado a los niños. Pocos son los espacios en la academia y en las publicaciones que se dedican a su análisis y discusión. No ha bastado que editoriales y autores enfilen sus esfuerzos para crear libros de poesía que apelen a la experiencia y a las necesidades estéticas y cognoscitivas de los niños para que se voltee a revisar con detenimiento el fenómeno. Sin embargo, ante la importancia comercial de la población infantil, no sorprende que cada vez más autores, sobre todo en el terreno de la narrativa, exploren los derroteros literarios para brindar sus descubrimientos a tal público; la mayoría, es necesario decirlo, no logra más que anécdotas entretenidas y algunos personajes jocosos. Pero siempre saltan las excepciones para recrear la palabra y revelarnos, a través de ella, el universo. Una de esas salvedades la constituye la obra de Jorge Luján, quien se ha dedicado por varias décadas a trabajar con niños de los más diversos orígenes, componiendo canciones para ellos, proyectando espectáculos teatrales y, sobre todo, escribiendo desde la humildad de quien reconoce en el lector a un igual, a un aliado y a un compañero de viaje, cuantimás cuando los lectores a los que se dirige son los niños. En su libro más reciente, ¡Oh, los colores!, Luján repasa la gama cromática con pequeños poemas, recurso quizá trillado pero que se redimensiona a partir de relaciones inusitadas con objetos, sensaciones y sentimientos rastreados desde la sorpresa que desvela pequeños misterios. Publicado, acertadamente, como álbum ilustrado, el libro ofrece en cada una de sus páginas un poema brevísimo (la mayoría es de cuatro versos) que condensa la experiencia vital con algún color. La perspectiva de la que parte la voz poética para nombrar su alrededor es más que un sólo observar y describir; participa, como lo hiciera un niño, de la imagen que crea. Aquí el mundo solamente es cuando se dice; así, la mirada no basta para que existan los colores, deben vivirse, nombrarse, comerse:
Ay, naranja, –pequeño sol del huerto–, dirán que te he comido y será cierto.
No, ya no hay más aquellas rimas de “pollos rostizados muy bien trazados”, ni exceso de diminutos objetos que suelen llenar las páginas de los libros para niños. Precisamente porque se interpela a un niño lector, las líneas de los textos se trazan con inteligencia y pueden leerse de manera independiente, página por página, o formando un solo poema. Calambures, metáforas, metonimias, enumeraciones, comparaciones, los recursos utilizados por el poeta se vierten sin precaución para con el lector. Y se agradece que no la haya. Luján atiende más a la sorpresa, al juego, a plantear ciertas dudas filosóficas, que a darle seguridad al lector; no le interesa entretenerlo con esqueletos rimados:
En una pequeña semilla cabe todo el verde cabe el trébol, cabe la ceiba, cabe la selva entera.
Viejo conocido del riesgo y de lo inusitado, Jorge Luján ha buscado en cada uno de sus libros de poesía proponer una exploración del mundo infantil a través de la palabra, sin limitar los temas, las formas ni la profundidad del sondeo. Se advierte en cada una de sus publicaciones la invitación a transgredir lo cotidiano y las respuestas acartonadas, a fulminar los lugares comunes y las ideas preconcebidas sobre los niños. En ¡Oh, los colores! se crea una íntima atmósfera entre el lector y el poema, guiños de humor dan lugar para nombrar aquellas obviedades que son vitales y a las que nadie se asoma o que siempre han sido dichas de la misma forma. Luján logra dibujar el rosa, el azul y el violeta, de una forma sencillamente novedosa, con gracia y certeza. Arriba ya se mencionaba el tino de publicar este libro como álbum ilustrado, y es que las imágenes que aparecen en sus páginas van más allá de ser un complemento visual de los textos. Jorge Luján se ha caracterizado por buscar ilustradores arriesgados que no acoten al lector con sus imágenes, sino que propongan una suerte de trampolín para potenciar los versos. Por fortuna los ha encontrado en Argentina, Francia, México y Sudáfrica. ¡Oh, los colores! no es la excepción. Las ilustraciones de Piet Grobler, con quien Luján ya había trabajado para el divertidísimo Accidente celeste (FCE, México, 2007), llegan a conmover. Pocos trazos en acuarela son los precisos para dibujar una playa cuyas barcas esperan a la orilla de un mar casi solitario, de no ser por una gaviota que descansa en un poste; entre pincelazos verdes logra camuflar a los habitantes de una vegetal selva o desprender del trino de una flauta toda una parvada de aves coloridas. Es de Perogrullo decir que para formar lectores es necesario que los libros que estén a su alcance ofrezcan un encuentro iniciático, placentero y revelador. Quizá en esta obra se den las tres condiciones, sin ninguna pretensión y con eficacia. Jorge Luján ha apostado por la inteligencia y la lengua es la herramienta para mostrarlo, se reconoce en su voz y en su autoría al viejo poeta del que habla en Palabras manzana (Il. de Manuel Marín, Anaya, Madrid, 2003):
Cuando tiembla de frío pronuncia la palabra sol Cuando tiembla de poesía se interna en el ocaso.
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