El Árabe asomó la mitad del rostro por el borde del parapeto y vio a Joaquín envuelto en un enjambre de metralla. Hasta entonces reconoció, con preocupación, que los enemigos no eran simples abigeos.
—¡Tienen granadas! —oyó gritar a Gilberto.
El Árabe alineó el ojo con la mira del máuser e inclinó el torso para devolver el fuego. La granada que mató a Joaquín levantó nubarrones de polvo que escupían, de vez en cuando, algún disparo de contención proveniente del otro extremo de la calle. El Árabe jaló el gatillo un par de veces, sabiendo de antemano que no haría blanco.
Arturo le hizo una seña y aprovecharon la cortina de polvo para cambiar de posición. Se agacharon al costado de un vehículo y comprobaron los cartuchos.
—¿Le queda parque? —preguntó Arturo. El Árabe negó con la cabeza y contestó:
—Nueve tiros. ¿Usté?
—Seis y párele de contar.
El polvo comenzaba a disiparse, y el nubarrón iba dejando al descubierto el cadáver tasajeado de Joaquín. El Árabe vio una mano desprendida todavía con las falanges dispuestas a disparar.
—¿Joaquín traía parque?
—Sepa Dios.
—Joaquín traía parque.
Arturo entendió el plan.
—¡No sea pendejo! ¡Hay que retirarse o esperar refuerzos!
—Pos aquí nos hallarán.
El Árabe disparó dos veces y corrió agachado, escudriñando con la mirada los restos de Joaquín. Detrás del polvo se dibujaban siluetas tenues. Supo que no tenía mucho tiempo.
Llegó hasta el muerto. Pecho a tierra, le esculcó los bolsillos. No quiso reparar en la masa quemada y sangrante, y sin embargo sería una imagen que tardaría en olvidar.
Arturo gritó algo desde el automóvil pero el Árabe no supo entender. Entonces sintió un dolor quemante en el antebrazo izquierdo, en una axila, en un muslo. El dolor lo obligó a girarse, quedando boca arriba y de frente a un sol atroz que le taladró la vista. Sentía el torso empapado, caliente. Un espasmo se abría paso entre su voluntad.
Giró el cuello y vio, a escasos centímetros, un brazo desprendido de Joaquín. En la muñeca yacía amarrado un reloj con el vidrio estrellado. El Árabe vio que se había detenido a las tres veintidós antes de juntar los párpados.
***
Entreabrió los ojos y la luz volvió a herirlo. Una mano extraña le oprimía la herida del torso, la más escandalosa. Oyó que le dijeron algo, pero no pudo descifrar las palabras.
De vez en cuando, manchas borrosas y verduzcas pasaban como ráfagas frente a él y le proyectaban sombras fugaces sólo para descubrir, de nuevo, las estocadas de luz del sol vespertino. El camión pasó por un empedrado y el Árabe resintió la turbulencia en sus heridas. El mismo dolor lo obligó a recordar, de súbito, la refriega. Trató de incorporarse pero un tercer par de manos lo contuvo.
Entre la palabrería, el ruido del motor y de los baches, alcanzó a atrapar una frase:
—No va a aguantar hasta el Militar. Vámonos al Verde.
El conductor dio una vuelta cerrada, inesperada. La inercia lastimó al Árabe.
No supo si volvió a desmayarse o si estaban, de plano, tan cerca del Hospital Verde, pero cuando los frenos del camión rechinaron frente a los arcos del portal, le pareció que habían pasado tan sólo unos segundos. Su cuerpo, curtido en el combate, se había acostumbrado a las vibraciones del vehículo, y cuando hubo quietud sólo atinó a pensar que estaba muerto, que los miembros no le respondían.
Lo bajaron entre tres y lo depositaron en una camilla, cuya sábana no tardó en teñirse de rojo. El Árabe quiso hablar, pero no hubo quien lo escuchara. Mover brazos y piernas le supuso un esfuerzo imposible. Torció la boca, presa de una tristeza mórbida.
Para entonces, la camilla llegaba al pabellón de urgencias. El Árabe dejó que le corriera una lágrima.
—¿Tan grandote y tan llorón?
Giró la cabeza y vio una figura blanca, que desde la camilla se le antojaba como un monolito de mármol coronado con cofia, blanca también. Pensó en una pieza de ajedrez.
—Otro guacho, además. Dios nos libre.
***
Amalia exprimió una mota de algodón empapada. Una gota de alcohol aterrizó en la punta de la nariz y se deslizó por una de las fosas. El Árabe sintió el ardor y abrió los ojos.
—Buenos días —oyó que le decía—. ¿Cómo estamos?
No supo responder.
—¿Quién vive? ¿Lo dejaron mudito? Si no habla le voy a llamar por el apodo. Así me lo presentaron.
La enfermera examinó los signos vitales y comprobó que siguieran estables. El Árabe sintió una velocidad leve en la sangre. Amalia revisaba frascos, papeles, vendajes; le hablaba sin mirarlo, le hablaba con acidez.
—Soy Manuel. Manuel Escobedo.
—¿Y por qué le dicen Árabe? Usté no parece de Arabia, luego lueguito se ve que es más mexicano que los bigotes de Villa.
El Árabe no contestó. Anticipó una pesadumbre extraña. En su memoria nadaban fragmentos amorfos de la refriega. Pidió noticias de Gilberto cuando se acordó:
—Nomás lo trajeron a usté, y en camilla porque aquí no hay camello.
Le habían agujereado en tres sitios, y la segunda bala casi le rajó el corazón. Al tercer día de internado un oficial castrense lo visitó para reconocer su heroísmo y hacerle saber que se realizaron las gestiones necesarias para que permaneciera en el Hospital Verde hasta que fuera necesario.
***
Amalia se movía entre aquí y allá constantemente, con el rostro duro y sereno. El Árabe no tardó en reconocer en ella la entrega, a veces fanática, a la tarea. Su trance era interrumpido solamente por los intervalos de la faena en los que la muerte lograba colarse.
Cierta mañana, el Árabe se quejó de una punzada en la herida del antebrazo. Amalia acudió al llamado y el Árabe advirtió vestigios de llanto en los ojos cafés de la enfermera.
—Usté y yo nos parecemos —le dijo el Árabe mientras le examinaba el vendaje—. A nosotros nos une la muerte. Yo mato cuando tengo que matar y usté pierde vidas cuando se tienen que perder.
—Y usté qué sabe de la muerte, si la provoca pero no la siente.
—Figúrese. La vida es una refriega, oiga. No vamos a salir vivos de ella. Acuérdese de mí. ¿Y ora? ¿Quién es el muertito?
—Un padrecito. Ya tenía rato yéndose, igual no deja de doler.
—Pos de qué se queja, mujer, si ellos ya tienen ganado el cielo.
Amalia retiró la venda y revisó los puntos en la herida del soldado. Aplicó una solución y comenzó a enredar el antebrazo.
—¿Y este rayón? —preguntó Amalia para desviar la conversación.
—¿Le gusta? Me lo tatué en Zacatecas. Es un toro de lidia.
—Qué necedad, oiga. Qué diría su mamá.
Amalia retiró los desechos. Se disponía a salir cuando el Árabe la detuvo:
—Oiga, ¿usté cree que en el cielo haiga enfermeras?
—Sí —le contestó—, sí me gusta su tatuaje.
***
Se recuperaba a buen ritmo. No podía esperarse otra cosa con la atención y los cuidados provistos. Al cabo de mes y medio, las heridas mutaban en cicatrices que destacaban como ojos rosáceos en la piel morena del Árabe. En las insinuaciones también cupo la metamorfosis: a veces en una correspondencia, a veces en un beso furtivo.
En los pasillos del Hospital Verde ya se hablaba del gusto de Amalia por atender al Árabe. Unos cuantos decían haberla visto inclinada de más en la camilla del paciente. Otros juraron escuchar sollozos ahogados a puerta cerrada, como si alguien jadeara tapándose la boca.
—Figúrese, Amalia, que la hablada no es mi mero mole, pero la lucha se hace. Ya ‘toy creyendo que lo mío no fue un balazo, que fue un flechazo d’esos que lo obligan a uno a conocer los amores.
Fue ella misma quien dio fe, con firma y sello institucional, del alta del Árabe, quien prometió volver por ella y afianzar el compromiso.
—Voy a seguir en Chihuahua otro rato, luego replegamos pa’l sur. Nomás que den la orden, te vienes conmigo.
—¿Pero así nomás?
—No te faltará nada. Ya pediremos perdón si es necesario.
—Pero así nomás no, Manuel.
—No le pienses tanto, ándale. Al rato vuelvo.
Pero Amalia pensó en las repercusiones. El Árabe no había abordado el vehículo militar que lo recogió cuando ella tomó la decisión.
***
El Árabe asomó la mitad del rostro por el borde del parapeto y contó a cinco enemigos corriendo a resguardo. Apuntó y abatió a dos, que cayeron en una danza irregular y grotesca.
El pelotón avanzó en formación estratégica. El Árabe lideró por el flanco derecho de la casa y dio con una puerta. Esperaron la orden. Del flanco izquierdo llegó el sonido seco de disparos intermitentes.
El sargento dio luz verde y el Árabe fue el primero en arrojarse al asedio, con bríos renovados y trote firme, de conquistador.
***
Amalia caminaba absorta en sus propias cavilaciones, arquitecta de castillos aéreos e impunes. Esperaba, con ansía y paciencia, recibir a Manuel con los brazos abiertos y dispuesta a aventurarse en lo que surgiera.
Si Dios nos presta vida y salud, pensó, saldremos bien librados de esta refriega.
Recorría el hospital por costumbre, viendo sin mirar. Siempre habría un herido, un enfermo, un desahuciado. Hubo un aviso de varios heridos que venían en camino.
Las camillas comenzaron a entrar y el pabellón se vio repleto de cuerpos, de los que llegaron respirando y los que no. Civiles y sardos por igual; últimamente llegaba mucho soldado.
Amalia ojeó rápidamente a los muertos y no reconoció a ninguno. Entonces dudó de si podría vivir así, esperando siempre una imagen funesta. Para dejar de pensar, se abocó a los vivos con devoción hipocrática. Por eso no reparó en el cadáver de rostro desfigurado y piel tostada que movieron a su lado, en la camilla.
—Acomoden a éste con los del fondo —dijo una voz que Amalia no escuchó.
Mucho menos se fijaría en la cicatriz y el toro de lidia tatuados en el antebrazo, que se derramó de la mortaja como una promesa a medio cumplir.