Para Agustín Labrada Aguilera




Antes de que Flora hable, sin que realmente te lo propongas, piensas en el abuelo. ¿Dónde estará ahora? ¿Seguirá combatiendo contra Dios y sus huestes en los páramos del norte? Entonces llega la pregunta estúpida: ¿has salido alguna vez con una madre soltera? El recuerdo del abuelo se difumina y ves a Flora, tendida en la misma cama que compraste hace mucho tiempo con tu exmujer; en ese entonces llevabas unas semanas casado, y los anillos brillaban en sus respectivos anulares al sol estival.

¿A quién engañas? Ni siquiera es una cama completa, es sólo un colchón al ras del piso, al estilo japonés, que aquí se dice “a lo jodido”. Es más, nunca lo terminaste de pagar. Digamos que después del divorcio, el king size navegó entre todas las deudas como un barquito apuntando hacia la oscuridad de los albañales, un barquito sobre el que ahora te tiendes boca arriba como un ser amorfo, mientras los rayos del sol se cuelan entre las persianas y acarician tu barriga. Flora aún jadea a tu lado.

La Flora es una morena veracruzana, veterana de las canchas del sexo, una cajerita del minisúper donde compras tus panes Bimbo, las Cocas y la Nutri Leche. Condecorada honoris causa por innumerables hombres, te instruyó en temas desconocidos para ti: explorar colinas de palmeras negras y llenas del sudor de múltiples batallas, quizá como las que libraba el abuelo. Hundes las manos en ese cabello indio, áspero. Su tenue aroma a pueblos lejanos, remotos, te excita, y tu dureza pétrea se levanta y se curva.

Sin embargo, ella arruina tu momento de gloria olímpica, y repite: ¿has salido alguna vez con una madre soltera? Tu respuesta hubiera sido: sí, y antes de que se pusieran de moda, Florita, muchísimo más jóvenes además, chiquillas elásticas de diecisiete con dos hijos a cuestas, tratando desesperadas de graduarse del instituto. Pero sólo gruñes como un oso viejo. Jugueteas con tu vello púbico mientras las últimas rayas luminosas se traslucen desde la ventana del cuarto. Sí que lo has hecho, te dice Flora inopinadamente entre risitas. Se incorpora, sentándose a horcajadas sobre tu pene ya flácido. Lo intenta revivir con sus manos que parecen enguantadas con terciopelo. Llega entonces esa irritación de cuando terminas coitos como aquéllos: un arrebatado deseo de que la hembra se vaya de inmediato; la necesidad primaria quedaba satisfecha y ya no se requería su presencia. Un segundo gruñido sale de ese que mira el techo granuloso y desconchado. Una lagartija avanza, vacilante, lista para devorar una pequeña araña.

Eso te fascina de las madres solteras y ligadas: sexo seguro y resbaladizo, “hasta que rebose el cantarito”, como decía el abuelo, el teniente cabrón que luchó contra los cristeros en los veinte. El recuerdo vuelve a enhebrarse con las rayas de luz de la ventana y toma fuerza. Pareces escuchar su verborrea ingeniosa y envidiable con la que terminabas riendo a carcajadas, como cuando apelaba a un mal llamado “furor uterino” aludiendo a las nuevas generaciones de muchachitas embarazadas; Dios había mandado el furor uterino como una pandemia, como el sida pero al revés: no son ellas, decía el abuelo, mientras tu madre negaba con la cabeza, diciéndole que no tenía temor de Dios. Claro que tengo temor de Dios, respondía al vuelo, pero soy un viejo demasiado insignificante para Él, está difícil que me haga caso. Además, mi batallón ya lo hirió de muerte allá en las sierras del norte.

El viejo teniente se fue hace mucho tiempo a reunirse con su batallón. Justo ahora extrañas aquellos consejos que ya no puede darte: ocúltate y espera el momento; dales en su madre desde el matorral; eres tú o ellos. Intentas recordar su rostro, pero no puedes. Quizá tienes una foto escaneada en el portátil, pero no estás seguro. La lagartija consigue atrapar la araña y empieza a triturarla con sus dientecillos.

De nuevo la voz de Flora acaba con la ensoñación: ¿qué tienes, papito?, te pregunta con ese tono que seguramente utiliza con su hijo de diez años. Pero tú no eres su hijo ni tienes diez años y te caga sobremanera que lo utilice, justo cuando acabas de venirte dentro de ella. Necesitas que Flora se vaya ahora. Le pretextas cualquier cosa. Báñate, te dice con ese tono imperativo que ya conoces y que te toca los huevos; yo preparo algo para que comas.

¿Escuchaste bien? A cada minuto —y esto te parece una señal en verdad alarmante— te conviertes en su párvulo de diez años, alguien en quien despiertas instintos maternales fuera de lugar, o peor aún: te transformas en la pieza que Flora quiere para completar su vida rota, un rompecabezas dañado. Pero eres una pieza que no puede embonar con algo así: ser el padre tierno y gentil de algo que no es tuyo, los tres sentados junto al fuego de la chimenea esbozando sonrisas forzadas. Con suerte, un día se articulará en ellas un “papá”. Sientes vértigo. No, no, no.

Te metes al baño pero no te duchas, no la vas a obedecer, por supuesto que no. Te vistes rápidamente y te le enfrentas así como está, al descubierto, con sus enormes pechos morenos, la cicatriz difuminada de la cesárea que te sonríe por arriba del pubis de palmeras negras y rematando con ese rostro costeño, bonito, tratando de engatusarte con pausas silenciosas.

A mí no me hagas ni madres, Flora. Vete ya, le dices sin inflexiones en tu voz, como un soldado aletargado. Le avientas unos billetes para su taxi. Aparece en ella una mirada que no habías visto, pero la identificas: es una mirada de madre cansada, y eso te encabrona todavía más. Decides que es la última vez que la verás. De otra forma, queda la otra opción que llegaría más temprano que tarde: Florita te traería al mocoso “como quien no quiere la cosa”, y te induciría a salir al cine con ellos, a la feria, al parque, como una familia feliz y disfuncional. No, no y no.

Flora adivina en tus ojos la despedida cruel y silenciosa. Intenta besarte, pero la evades. Te fulmina con una mirada muy veracruzana y susurra un “chinga tu madre” mientras del tirón abre y azota la puerta, una última defensa de su titubeante dignidad.

Entre las cortinas observas el taconeo despectivo al ritmo de sus lonjas, ese caminar resignado; el atisbo de la cicatriz de cesárea bajo la falda, consecuencia inequívoca de la pandemia de nuestros días, el furor uterino. Todo eso te indica tristemente el paso del tiempo, su tiempo, como las huellas circulares plasmadas en los troncos de los árboles muertos. Caes en la cuenta de que la oportunidad de formar la familia feliz ya pasó para ella y nada podrá cambiar eso, ni tú.

Un pensamiento te recrimina, un mendrugo de conciencia sobreviviente de guerras y naufragios: eres un cabrón y Dios te castigará por ser quien eres. El sol ya se ha ocultado y lo que ahora se filtra por las persianas es una niebla densa que enfría la habitación. Entonces sonríes y respondes a la estancia vacía: soy alguien demasiado insignificante para que Dios se fije. Además, el abuelo ya lo hirió de muerte, allá en las sierras del norte.

 


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Mauro Barea (Cancún, 1981). Estudió la maestría en Creación y Apreciación Literaria en el IEU Puebla. Finalista en el I Premio “Hispania” de Novela Histórica de Madrid y consultor del documental Entre dos mundos (TV UNAM, Sherefe, Minotauro). Ganador del XX Premio de Narrativa Breve del Certamen Jóvenes Creadores 2017 (Ávila, Castilla y León). Actualmente colabora en las revistas Relatos sin contrato (España), Bitácora de vuelos (México) y escribe la columna “Mexicano en Gades” para el periódico El Castillo de San Fernando (Cádiz).


 

Punto en Línea, año 17, núm. 113, octubre-noviembre 2024

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