1. Los ojos de la estatua
[Si te asomaras a mis ojos, encontrarías en ellos el misterio de los tuyos. No te miento: tus pupilas parecen flores de antigua filigrana.] Siempre les tuve temor a las estatuas porque tienen la mirada más sombría de todos los ojos que conozco. Es posible que este mismo miedo lo haya experimentado Oscar Wilde cuando escribió “La Esfinge”, un poema tan enigmático como el personaje que se presenta en su título. Cuando leo sus versos, imagino los ojos de aquella bestia mirando al joven escritor embebido en la poesía. Ay, aquel muchacho, ¿será posible soportar la mirada de una efigie tan alta como el vuelo de un cuervo? Veo a Wilde gesticulando su asombro ante la majestuosidad de una pieza que infunde pavor. Cómo no sentir el deseo de gritar: “¡Animal horrible, vete!” Por eso creo que las estatuas, debido a la punción de su mirada, provocan animadversión en las personas.
Los ojos son lo más importante en una estatua, porque en ellos se refleja la personalidad de su creador. En Brasil existió un escultor leproso al que apodaban Aleijadinho, muy famoso por la rareza de sus estatuas. Dicen que trabajaba de noche para no causar repugnancia en los paseantes de las plazas durante el día. Sospecho que los ojos de aquellas esculturas, abiertos y hondos como un cenote seco, reflejan el desprecio que Aleijadinho sintió por los hombres que se burlaban de su enfermedad. Las singulares piezas que este artista legó al mundo son la materialización de su soledad: la forma de mostrarse, después de esconderse, leproso y triste, entre los muros de la noche.
A veces pienso que algunas estatuas son los cuerpos de los hombres que miraron el iris de Medusa, sobre todo las que tienen los ojos más abiertos, como si quisieran comerse al mundo en un parpadeo. Muchas estatuas ocultan un grito en su mirada, cierto resentimiento o alguna tristeza. ¿Qué miró la mujer de Lot antes de convertirse en sal?, me pregunto con cierto pasmo. ¿En qué parte del mundo se oculta esta efigie o qué viento benévolo se compadeció de su imagen tétrica y la erosionó para liberarla? También me intriga ver imágenes de los petrificados de Pompeya, porque me hacen pensar en el hombre y en su intento desesperado por huir de sí mismo, de la maldita melodía de su existencia que pocos se atreven a tararear. [Quiero ocultarme detrás de tus párpados broncíneos.]
Los ojos de las estatuas son funestos para los niños que los descubren en los parques públicos o en algún pedestal de la casa de sus abuelos. Los pequeños pueden pasarse días enteros rememorando esas miradas enfermas. Recuerdo cuando vi los ojos de una estatua en un consultorio médico al que me llevaban mis padres; era la figura de una sirena, muy mal construida en yeso, con los ojos semejantes a los de un lagarto. Nadie me creyó cuando dije que observé mi vejez en esas cuencas inundadas de amargura. Mis padres se ocuparon de terminar con mis incesantes resfriados llevándome al doctor, pero nunca se percataron de que mi alma se enfermaba en cada consulta. Las efigies de personajes mitológicos guardan en sus ojos el insulto de su sombra, como los suicidas el de haber nacido. [A tus ojos no les temo.]
Quizá las estatuas odian a sus creadores, tanto como Adán pudo odiar a Dios por atreverse a despojarlo de sus costillas, esculpirle a la mujer y luego castigarlo por tocarla, como un artesano que pasa su lija húmeda, lengua deseosa de carne, por la piel del barro que ha de perdurar en los altares monótonos de los siglos. [¿Quién podría negarse a probar las delicias del huerto de Eva, cuando el amor es la única manera de sobrevivir en un mundo tan abyecto?]
Las estatuas odian porque están condenadas a mirar lo que nunca podrán poseer y lo que nunca podrán remediar; están cansadas de la sordidez del parque donde abundan los perros que las orinan y los pichones inmundos que crean minaretes de mierda sobre sus cabezas. [Por eso Júpiter te dio arco y flechas. Guarda estas frases en tu carcaj y mi cabeza en tu regazo.]
La condena de las estatuas es ver, sin la opción del parpadeo, cómo se enferma la naturaleza y cómo el hombre se deja rebasar por sus instintos bestiales, más toro que hombre, más Minotauro que héroe de los mitos. ¿Qué artesano puede ser capaz de darle vida a la piedra y abandonarla en un museo, en un parque o una iglesia? Las estatuas odian a los desgarbados que, siendo sus padres, las abortan a merced del mundo. [Tú no debes odiarme. Tú no estás para el goce de los vagabundos. Estoy tratando de decirte que tus ojos son diferentes: inspirarán a los poetas.]
2. De su sensibilidad
[¿Sientes? Escucha…] Algunas estatuas tienen una sonrisa en su rostro, otras una gran tristeza o la expresión de un ser horrorizado; pero, ¿qué tan sensibles son?, ¿cómo decir que experimentan la felicidad cuando habitan un lugar terrible como el Príncipe Feliz? Ah, la estatua que sufría por la miseria humana y apagó su vista como Edipo. Tengo la impresión de que este príncipe no se despojó de las joyas de sus ojos para ayudar a los pobres, sino para dejar de ver cómo se retorcía la vida del hombre, cual oruga agonizante, sin su futuro alado después de la metamorfosis.
La desgracia mayor de las estatuas es que son estáticas. Si ellas pudieran moverse, matarían a sus creadores por hacerlas desnudas y colocarlas frente a los lujuriosos. Estoy seguro de que se irían a vivir a los puertos, para nadar por la tarde y contemplar los partos del día y de la noche y vestirse con el color naranja de su mágica placenta. ¿Cuántos barcos ha visto la Estatua de la Libertad? Máximo Gorki la miró de frente, en su salvaje prisión de agua y sal, en su verde aislamiento de Manhattan. [La libertad, es cierto, no tiene la estatura del hombre: es un coloso que rebasa a las hormigas.] Esta estatua representa la utopía más vieja, el deseo del bicho oscuro que sueña ser zanate. [Si yo fuera una estatua, me soñaría recorriendo los desiertos, esos mares amarillos que me hacen pensar tanto en mi vida.]
Una escultura que habita un panteón y soporta el asedio de los fantasmas no siente lo mismo que la que habita un museo y es visitada por críticos de arte. No se debe descartar que una estatua sonriente viva aterrorizada, como una fruta verde y brillante que esconde un gusano en su interior, o una planta hermosa de la que nadie sabe su veneno. Aunque puede ocurrir que las estatuas que muestran dolor realmente experimenten placer o alegría. La figura de Jesucristo es un ejemplo de la estatua que siente lo contrario de lo que expresa, porque, a pesar de su aspecto moribundo y de la tristeza detallada en su rostro, vive la gloria de ser venerada por millones de personas en todo el mundo.
Dicen que en una invasión las estatuas son las primeras en caer. ¿Cuántas estatuas cayeron en Troya?, ¿cuántas fueron destruidas para que sus restos fueran la base de soberbios edificios? Las estatuas están vivas, pero su naturaleza de seres aletargados las obliga a soportar el paso del tiempo, el mordisco de la erosión y el flagelo de las guerras. [Cualquiera diría que las estatuas son la manifestación más compleja del dolor que invade a un artista.]
Sé muchas historias de humanos que se enamoran de estatuas. En esta situación peligrosa, alguno de los dos seres termina herido seriamente. Charles Baudelaire escribió “El loco y la Venus”, donde narra cómo un hombre le declara su amor a una estatua y ésta se muestra indiferente ante el hecho. [Baudelaire pudo haberte amado en otro tiempo.] Pero, ¿por qué llamar loco a un hombre enamorado de una estatua? Debemos asumir el hecho de que el amor es el mismo cuando se siente por una persona de carne y hueso o por una de mármol. La única diferencia entre los humanos y las estatuas es que sus cuerpos están hechos de distintos materiales. El amor se manifiesta en todos los seres y no es menos válido cuando lo provoca una estatua. Hay personas que compran efigies para decorar las piezas de su casa y, con el paso del tiempo, terminan adoptándolas como un miembro más de la familia. Seguro que la casa de un escultor no sería cómoda sin abundantes estatuas. Si yo fuera novelista, escribiría la historia de una mujer griega que nunca le fue infiel a su esposo escultor, porque éste le talló una escultura de Príapo y la colocó en medio de su cama… [Quizá mañana me llamen “El Pigmalión de Guanajuato”.]
Una vez, en el interior de una iglesia, vi que un niño le cantaba a la figura de un ángel. Estoy seguro de que experimentó cierto enamoramiento y deseó tanto que la estatua pudiera aletear por un segundo. En “Nocturno de la estatua”, Xavier Villaurrutia podría estar hablando de un amor mal correspondido. El poeta hace alusión a la pesadilla donde encuentra a su estatua asesinada en el fondo de un espejo, mientras escucha una voz que dice: “estoy muerta de sueño”. Deduzco que el poeta nunca pudo cubrir las manos de su estatua con los guantes de sus versos, tan perfectos —pero tan humanos—. [A las estatuas se les toca con la vida.] El delirio es una constante en la poesía de Villaurrutia, originado, tal vez, por una escultura que lo persiguió de sueño en sueño, como lo demuestra “Nocturno en que nada se oye”, un poema que evidencia la enfermedad del poeta: el desasosiego… [Cambia tu semblante. Cubriré tus senos con una manta de satín y te llevaré a la casa de mis huesos. ¿Qué sientes por mí?]
3. De sus materiales
[¿El material de las estatuas determina su sensibilidad?] En un panteón, recinto de cuerpos marmóreos, ¿qué sienten las estatuas? El mármol es un material fúnebre: todo el tiempo está relacionado con la muerte, como el Taj Mahal, cuya esencia es el color pálido de un cuerpo sin vida. Una estatua de este tipo de material se asocia con la belleza de la muerte: su olor a huesos me hace divagar acerca de su carácter frío. ¿Los cementerios están colmados de estatuas insensibles? Tal vez sea relativo. Mi madre me contó que, de pequeña, le habló la estatua del querubín que vive en la tumba de su padre: “Llévame al cielo. Aquí me hacen llorar la lejanía de las estrellas y el polvo de los hombres”. La estatua debió haber sufrido mucho, a pesar de ser de mármol, porque las almas, temerosas de irse a la estancia de su muerte, mordisqueaban su cuerpo infantil. En un ambiente así, las estatuas deberían degradarse por completo. Cuando visité la tumba de mi abuelo, hace varios años, la estatua del querubín había desaparecido, casi por completo, al entregarse a los dedos rasposos de los años.
Las figuras de granito son las menos amorosas porque tienen la propiedad de la dureza; su existencia es prolongada y su acabado, con frecuencia, es rústico, lo que las hace menos sensibles. Si algún poeta cínico, obsesionado con la muerte prematura, se relacionara con estatuas granitoides, pasaría horas dedicándoles epigramas ofensivos.
Y qué decir de las estatuas de cera que aparentan dormir en los museos… Las estatuas de este material, vulnerables al calor del sol, viven encerradas en la cárcel de las sombras, como la que inauguró Madame Tussauds en Londres en 1835. [Detesto los museos porque me recuerdan el hastío de los castores, esos roedores enormes que todo lo muerden y todo lo acumulan.] No soporto ver estatuas en la oscuridad: las hace confundirse con los humanos perdidos en la noche de su especie, sin la luz natural y sin el calor de lo que realmente importa en este mundo. Deberían derretirse todos los cuerpos de cera. La vida, si no se dice con fuego, no merece la pena pronunciarse.
También existen estatuas de cartón y de plástico, de barro y de madera, pero son demasiado frágiles, como el yeso: no garantizan larga vida. Los mejores materiales para la realización de una escultura son los metales. Por su durabilidad y por su brillo, el bronce es la mejor piel para una estatua. [Puedo ver tu alma por medio del bronce.]
4. De su vida
[¿Acaso despertaste una mañana y te supiste viva?] Como las iguanas son las estatuas: una metáfora de lo que vive y aparenta estar muerto. ¿Quién no ha visto a un reptil inmóvil en la rama de un árbol y ha pensado que parece una figura hecha por algún artesano?
Los egipcios llamaban a las esfinges sheps-anj, que quiere decir “estatua viviente”. Jamás las vieron como simples esculturas de piedra. Ellas eran las guardianas de los tesoros del faraón y las pirámides. Quizá el único enemigo que han tenido las esfinges hasta ahora sea el tiempo. Cuando vi la Gran Esfinge de Guiza descubrí el defecto de su desproporción. Su cuerpo es demasiado grande para su cabeza, incluso si tomamos en cuenta que ha disminuido mucho su masa corporal con la erosión. No todas las creaciones son perfectas… [Incluso tus defectos me resultan atractivos. Las imperfecciones en el arte se resuelven aceptando que no todos tienen buen ojo para notarlas.]
5. De sus mutilaciones
[¿Qué clase de dolor crees que sea más intenso: el del cuerpo o el del alma?] ¿La devastación de una estatua puede ser la causa de que pierda su atractivo? ¿Qué hay de las mutilaciones de una estatua que provocan cierta fascinación? ¿Es posible que la falta de un miembro resulte ser una raíz de la belleza? ¿Qué pasa con las heridas simbólicas que sufrimos? Existe un sitio interior en todos los seres; es ahí donde reflexionamos y vivimos de manera distinta. El cuerpo es un molde que se repite sin cesar, una casa que puede estar vacía o repleta de perros. Somos una estatua en una vía pública con el alma deforme por la ira invisible de nuestros martillos. [Soy la estatua de mi vida y de mi especie.]
De todas las mutilaciones, la del escultor es la más profunda: su dolor hecho estatuas, obras de arte condenadas a desaparecer, como toda hermosura. [Vamos a caer en poco tiempo.]
7. De su fundición
[Amante: yo te sacaré de tu prisión de bronce. Descarnados, podremos habitar la casa del día permanente, un hogar lejano a 1942. Te prometo que no habrá más autos ni mirones, no más lluvia ni sirenas de ambulancia. El hombre es el animal que crea prisiones y sueña con la libertad —en esta paradoja transcurre su existencia—. Es preciso emerger del laberinto que se expande, de la urbe que nos traga y nos digiere en sus intestinos de metal. La Ciudad de México es un cáncer de sonámbulos, de argamasa y polvo, de cebos y carbón, de hombres borrados de la escena de ser hombres. Habitemos los bosques. Vámonos al sur. Aquí no hay estrellas de fuego, sino estrellas de ceniza. Olvídate de apuntar tus flechas hacia el norte. Cazaremos venados y liebres, ánsares y jabalíes. ¿No me reconoces? Soy tu creador, el imbécil que soltó tu mano. Siempre serás Diana de Olaguíbel. Ven ahora. Vamos a fundirnos.]