POESÍA / agosto-septiembre 2018 / No. 75
El arcano de un oficio
A un albañil

Tú que llevas en la sangre

                                    el caudaloso deslizar de las arenas

y en el cuerpo el brioso porte de las rocas,

                                    te entrego estas mansas palabras

para que las acomodes una a una

                                    —como ordenadas tejas—

sobre el techo de tu memoria.




Ventolera

De donde yo vengo

       la palabra mar es lo único que conocemos

es la que mece nuestras sonrisas en los meses de mayo.

       En este pueblo el mar queda lejos

así de lejos como las luces de la ciudad.

       Mi padre era albañil, sabía construir grandes edificios

inventar tipos de peldaños; sin embargo,

       jamás creó uno que llevara al mar. 
                                   
Alguna vez prometió que me llevaría a conocerlo

       y señalando con un dedo me decía dónde dormitaba,

pero nunca llegó ese momento;

       él se ahogó pronto en alcohol

y lo enterramos en el panteón con dirección

       a donde estaba el mar que él señalaba.

Conozco el mar por los libros y las películas,

       en ellos he visto que enfurece la cresta de sus olas

y amanece el barco en esqueletos,

       pero nunca he olido ni saboreado al mar.

Un ojo de agua escondido entre las arboledas

       es la infancia del mar

y una parvada de pájaros desmorona

       la tranquilidad del bosque.

Los niños bajamos al arroyo que ha crecido

       y que lleva alma de mar,

rostro de mar y carácter de mar.

       Dice mi abuela que el mar es el árbol genealógico

de todas las aguas y que los arrecifes son sus bosques.

       Por la tarde, mientras las nubes se descuelgan del cielo,

recuerdo un sueño:

                           El mar es un bordado de gotas,

                    peldaño tras peldaño que baja a la muerte

                        y una puerta que esconde cuerpos.                                             .

                           En las noches galopan sus ritmos

                               como pulsos orquestados

                     y golpean la vida con grandes oleajes.

El mar es una hemorragia contenida.

          Mi madre no define el mar como los maestros, pero supone;

podría ser como los golpes de mi padre:

          fuerte, agresivo, imparable, indomable que deja los huesos rotos,

          la boca chueca; cerrazón de palabras,

          y algunos moretones en el cuerpo.

Mi padre se fue y no conocí el mar,

        mi madre no estudió y su mar es mi padre.

No conozco el mar,

        sólo sé que dicen que, si se hunde en él,

se deja de respirar y no se vuelve jamás

        a mirar lo amarillo del sol.

Algún día conoceré el mar,

        sé que está detrás de esas montañas,

verdes malecones del pueblo,

        y veré que el mar no es una fiera como mi padre,

es un himno sostenido en la tierra.




Pintar no es extender la pintura

Para pintar una casa

           primero hay que desempolvarla

de los recuerdos

           para no generar humedad

con llantos posteriores.

Hay que oxigenar las paredes

           desclavando los cuadros,

los empotrados y las ménsulas

           que alguna vez sostuvieron   

el orden en la altura.

Del techo hay que develar

           cada una de sus esquinas

del laberinto invisible de las arañas;

           y una vez depuradas

esas tapias de concreto,

           se elige la tinta adecuada,

aquella que pigmente cada poro de cemento,

           cal y grava, aquella que resane

la corteza arrugada del tiempo;

           porque pintar no es extender la pintura,

es pausar a una casa de la vejez.




Micaela

Jugábamos a construir casas con restos de madera

apenas sostenidos con la fortaleza de nuestras sonrisas

mientras llevábamos a pastar el ganado junto al arroyo

y un potente aire desintegraba nuestra creación

construida apenas unos minutos.

Éramos entonces pequeños arquitectos

que diseñábamos la vida entre el goce y el recreo,

sin advertir cómo el otoño nos deshojaba del tiempo;

aprendimos a comportarnos como los adultos

cuando un cinturón quebró la última ala de nuestra infancia 

y nos cambiaron los pedazos de madera por tabiques.

Tú eras a tus seis años el cosquilleo de una madre,

una madre que te sembró y te dejó creciendo lejos de su tierra.

Qué tristeza habitaron tus gestos desde entonces, Micaela,

cuántos juegos no enterraste entre el polvo del cemento

y cuánto llanto jamás disperso en tu rostro

para no rozar el desequilibrado enojo de tu padre.

Ahora mírate, tu cuerpo, una casa tenaz

como aquella que añorábamos construir

cuando niños, allá en una época donde el viento

era apenas el origen de nuestra tristeza.




Iglesias

En cada pueblo siempre se verá

           clavada la fe en una iglesia.

Hay iglesias que fueron trazadas

           con la brisa de la primavera

y en cada una de sus cúpulas

           brotaron palomas.

Algunas nacieron por la angustia de los pecadores

           y llevan casi siempre en la fachada

plegarias de ángeles sin respuesta.

Pero hay iglesias construidas

           por aquellos hombres que llevan el hambre

pegada a las costillas

           y en las manos el peso de las rocas;

por lo regular, esas iglesias se alzan portentosas

           frente a la cuchilla de los relámpagos.




Primera construcción

A lo lejos, una casa y su sombra

es una casa vieja,

nació entre milpas y arroyos

bajo techos de estrellas

con las risas de una familia.

El tiempo todo madura

y maduraron esas familias

en otras casas, en otros entornos.

Cuando un temblor pasa,

la casa recuerda su corazón

y palpita por breves minutos

mientras se desmorona

la fortaleza de sus ladrillos

y otra grieta surge en sus paredes

separándola así de la vida.




Cincel y martillo

Abandoné la infancia

bajo el árbol de aguacate

el día en que mi padre

balanceó sobre mis manos

el peso del martillo y cincel

para acompañarlo en su oficio.

Ahora que vuelvo a casa,

observo detenidamente

el patio

                      —horizonte de yerbas—

aún conserva en su memoria mis pasos,

y el árbol de aguacate sigue firme

con algunos años secos en sus ramas;

bajo su tronco, busco mi infancia

y encuentro algo de nostalgia

que se escurre con el viento.




Acabado

Yo también sé de las revolturas

que agrietan los pies y las manos

sé del peso de los tabiques

clavado sobre la espalda

sé de la musicalidad de las varillas

en el arrastre kilométrico

sé de la necedad del marro

por los dedos habituados 

sé de los colmillos del serrucho

que se quiebran en la madera

sé de las escaleras traviesas

que derrumban para volver a subir

yo también sé de este oficio

que levanta bellas construcciones

y deja al cuerpo en ruinas.




Tierna hoguera

Mi madre, tierna hoguera,

espera a mi padre

hasta medianoche,

mientras los perros construyen

una muralla de ladridos

contra el mal augurio.

Mi padre no llega,

aún piensa en ese puente

que lo regresará pleno

a la hoguera de mi madre,

quien termina por consumirse

nuevamente esta noche.




Banqueta

De pronto un sólido golpe

                  fractura la tranquilidad de una banqueta

y cascajos de concreto envuelven el paso.

                  Entre taladros, barretas y picos,

la banqueta va dejando de ser banqueta,

                  va olvidando su forma, su textura,

se va descalzando de su áspera rutina,

                  como las hojas de sus árboles,

se va desordenando de las otras banquetas

                  esculpidas apenas unos meses,

va perdiendo peso e inquilinos minúsculos

                  que escarbaron bajo su cuerpo pesado

y se hospedaron durante varias lluvias.

                  No queda más que la suavidad de la tierra

y la victoria de los trabajadores,

                  el descanso del taladro, las barretas y picos

sobre las cicatrices de un viejo estribo.




La comida

Los albañiles a la hora de la comida

                  enfrían el hierro candente de sus músculos,

bostezan los bostezos que se guardan

                  sobre la altura de una tarima,

se reparten generosos, la comida y las palabras

                  que se van consumiendo

bajo un matorral de sombra,

                  se tienden un momento a observar el cielo

—ese terreno inexplorable por sus manos—,

                  mientras suspenden el esfuerzo de sus cuerpos

y sin advertirlo, un severo rumor de aire dicta:

                                     es hora de continuar trabajando.




Trabe mítica

Señor,

                  no poseo los bíceps de acero,

mi estómago no está dividido

                  en fragmentos rocosos,

nunca he librado batallas

                  con seres míticos,

si acaso, he soñado con grandes gladiadores

                  y frente a ellos siempre resulto victorioso,

pero Señor,

                  concédeme la fuerza de Perseo

para desgajar de un tajo esta trabe

                  petrificada por la mirada de la Gorgona




 


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Juventino Gutiérrez Gómez (Tlahuitoltepec Mixe, Oaxaca, 1985) Egresado de la licenciatura en Creación Literaria de la UACM, actualmente cursa la especialización en Literatura Mexicana del Siglo XX en la UAM-Azcapotzalco. Ha publicado en varios medios electrónicos. Está antologado en los libros Los coleópteros enfebrecidos (UACM, 2013) y Poetas de reserva (Ediciones Fósforo, 2013). En 2015, su poemario En Ayuujk surca la memoria fue seleccionado en la convocatoria “Parajes”, emitida por la Secretaría de las Culturas y Artes de Oaxaca, para ser publicado. Su obra Alfombra roja mereció el segundo lugar en el Concurso Nacional de Poesía “Francisco González León” 2016. Fue becario del FONCA (2015-2016) y del PECDA (2017).


 

Punto en Línea, año 17, núm. 113, octubre-noviembre 2024

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