Hace tiempo que espero algo que nunca se aparece, que tarda en venir —se dijo el muchacho pecoso, recostado sobre los largos ventanales del edificio público ubicado frente al viaducto. La noche era fría y, a su paso, los automóviles, enloquecidos y agitados por una emoción ajena, resoplaban con violencia sobre aquellas vías por las que transitaba y se perdía la ciudad, olvidándose de cualquier pacto de no agresión en contra de sí y de sus habitantes. Si algo definía a la ciudad, pensaba con indiferencia el muchacho, era precisamente el grado de violencia que se infringía y, sobre todo, la capacidad de engendrar dolor y soportarlo, como un esquizofrénico que lucha para no matarse. Él se encontraba ahora ahí, echado, solo, con una abrumadora intranquilidad que lo desesperaba pero que fermentaba en una especie de serenidad hacia los hechos y las intimidades que lo retenían en ese estado. Nunca se había considerado un lobo estepario; acaso un renegado que descreía de todo y que tenía por norma no fijar un compromiso explícito consigo mismo ni con el mundo; pero ahora había acudido ahí, solo, en espera de algo que sabía de antemano que no llegaría nunca. ![]() Esa noche todo había fluido con un principio de esperanza tardía. Ella le habló de sus creencias, de sus padres —exiliados españoles—, del personaje que su madre se había empeñado en confeccionarle (pero que ya nunca interpretaría porque ahora se largaba para Tamaulipas, evadiéndose de elecciones vitales por el resto de sus días para escuchar deliberadamente la voz de las montañas, las carreteras, los árboles solitarios y la realidad fascinante y desconocida del mundo mexicano del norte). Él se limitó a escuchar y a observar detenidamente el paso de los automóviles, justo como ahora cuando nadie escuchaba sus meditaciones y sus recuerdos. Y mientras pensaba en el rostro de Mayte, una patrulla se acercó en silencio. Descendieron dos hombres y le mostraron unas identificaciones gastadas y obscenamente parduscas. Le preguntaron su edad, su nombre, y le pidieron una identificación. Lo vieron con atención y curiosidad; comparando el rostro de la fotografía con el que mostraba ante la luz opaca y blanquecina de las lámparas del edificio, que se proyectaba, débil y sin sustancia, más allá de los ventanales. Su rostro quizá no coincidía. En la fotografía, que los policías manoseaban con impaciencia, aparecía más fresco, con ganas de creer. Ahora su cabello había crecido, como su desilusión. Sus ojos eran tan opacos como la luz y su aspecto notablemente descuidado. Le preguntaron qué hacía ahí, dónde vivía, y añadieron que no podía dormir en la calle. Respondió que no hacía nada, que sólo veía pasar los autos y la basura que levantaban, que estaba ahí por una promesa a sí mismo y a un recuerdo tenaz y rabioso como el frío de la noche, que sólo contemplaba la noche, que le gustaba sentir el frío y oler la ventisca, que le gustaba estar solo y pensar. Los policías sonrieron confundidos, le pidieron que se levantara para registrarlo, y al no encontrar nada, decidieron dejarlo en paz diciéndole que se cuidara, que ya pasaban de las dos de la madrugada y que aquella zona era peligrosa. El chico no dijo nada, se limitó a asentir con la cabeza y a reclinarse en los ventanales para, una vez que los policías se marcharan, deslizarse y derrumbarse de nuevo sobre el suelo y sus recuerdos. ![]() Caminaron hacia la casa de la calle Mutualismo hablando de la luna roja, de los poemas que le había leído, de la posibilidad de verse otra vez; y como sin querer, el chico preguntó: “¿Qué andaremos haciendo dentro de un año?”. “No lo sé –dijo ella– seremos un año más viejos, quizá sigamos teniendo frío y habremos dado una vuelta entera al sol sin habernos siquiera dado cuenta”. Se despidieron y desearon buenas noches. Él caminó buscando un taxi sobre Benjamin Franklin. Se prometió recordarla y volver a ese punto transcurrido un año, estuviera ella o no, apareciera ella o no. Lo recordaba bien porque, por alguna ironía del destino, era el mismo día en que murió su padre; eso le bastaba para agregar un recuerdo más, una suposición, al dolor. Mayte no estaba, no podía haber estado, quizá nunca. Él estaba ahí, suponiendo datos, buscando información, deslizando hipótesis. Lo único que permanecía de la otra noche era el horror y la grisura del viaducto, los autos deslizándose como pájaros ebrios. Todo era horror y todo error se multiplicaba, la única diferencia era Mayte. Su cuerpo era la diferencia; antes, ese mismo horror le parecía distinto: bello, con alma. Ahora, sin ella, todo eso era absurdo, monstruoso, sórdido. Consultó su reloj de mano, un instrumento inútil, se dijo. Se incorporó lentamente y avanzó a la avenida, hacia un auto rojo y compacto que abrió con facilidad y vehemencia. Era tarde para suponer lo que no fue. Ya todo estaba escrito, inevitablemente, en algún lugar oculto del cosmos, de la noche quizá listo para derramarse sobre alguna cabeza ansiosa o desesperada, porque sólo el pasado está escrito y es lo único que no puede salvarse. Ni siquiera quemando miles de libros o la memoria: ese infierno tan temido. En efecto, nuestro pasado es de lo único que no podemos salvarnos. Algo había cambiado en su vida: tenía un auto, obsequio de su mamá. Podía largarse en cualquier momento por el viaducto hacia el nido imaginario de los pájaros ebrios que lo esperaban, listos para permitir que se uniera a su bandada, a su grotesca forma de escupideras volátiles. Por última vez miró de soslayo el edificio, su última esperanza; después se metió al coche, cerró y avanzó hasta perderse como un destello más en la plasta de cemento y la promesa de las vías rápidas. |
Ilustraciones: Alfonso Vázquez Salazar (D. F., 1978) es filósofo y escritor. Ha participado en Tentación de decir: antología de escritores de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, en la Gaceta Literal y en la Revista Digital Universitaria. También colaboró en la publicación de homenaje al poeta Octavio Amórtegui, titulada Zarpa el Poeta. Actualmente realiza un trabajo de investigación filosófica sobre Spinoza y la poesía española del siglo XVII y prepara un poemario titulado Poemas de amor y de odio. |