El pequeño de dos años se asomaba entre los barrotes de la cuna para mirar en el interior a su hermano menor.
—¡Eres una vergüenza para nuestro apellido! ¡Qué mal que seas tan lento!
—¿De qué hablas? —preguntó el infante de la cuna en un comprensible español—. ¡No llevo ni cuatro meses de vida y puedo entablar la más erudita de las conversaciones!
—Es verdad, pero apenas empezaste a balbucear hace unas semanas. Yo, por mi parte, aprendí a hablar desde el vientre de nuestra madre.
—¡Ya cállense los dos! —aterrados, los niños oyeron gritar a su hermano, aún no concebido, desde la inexistencia, desde la nada.