Un penetrante sonido de gong y tambores inunda los jardines de Bellas Artes, su intensidad crece conforme avanzan las horas. Al llegar la noche, la exótica música es tan atrayente que provoca la curiosidad de los transeúntes. ¿De dónde viene?, es la pregunta que ronda el ambiente. Hechizada por los cortos compases, una pareja que descansa en las jardineras interrumpe sus ritos de cortejo y se interna en las calles del centro de la ciudad, siguiendo la música repetitiva que comienza a introducirlos en un leve trance. A lo lejos, ven una lucha de fuegos artificiales que se revuelcan entre sí, chocan y cambian de dirección, emergen del suelo hasta alcanzar su máxima dimensión y finalmente desaparecer, emulando una colisión de cuerpos celestes. Aún no saben qué se celebra. Continúan caminando. Se topan con una multitud que frena su andar, lo vuelve lento y dificultoso. Las personas se agolpan en torno a un grupo de músicos chinos responsables de la algarabía. En el centro está el músico principal, un anciano de bigote y barbas largas, cenizas, que con ímpetu inusitado golpea acompasadamente un tambor del doble de ancho que el de su propio cuerpo. Al tambor lo acompañan cuatro pares de platillos manipulados por cuatro menudas niñas de ojos rasgados. La pareja se disuelve entre la muchedumbre reunida el 7 de febrero en la calle de Dolores, en el Centro Histórico de la Ciudad de México, para celebrar la llegada del año nuevo chino, el año de la rata, animal que simboliza la renovación, el inicio, óptimo para renovar el trabajo y tener hijos, entre otras cosas. Los restaurantes ubicados a los lados de la vía ofrecen platillos tradicionales chinos. Por diez pesos se puede obtener un plato de arroz con soya, unos pedacillos de cerdo agridulce y hasta la galleta de la suerte, centinela de la fortuna en unos gramos de masa. En sus fachadas cuelgan cartulinas rojas con inscripciones en mandarín que pronostican la prosperidad, acompañadas por lechugas colgadas de los techos con el mismo propósito. Por única vez en el año, los recintos, que normalmente se pelean por los comensales en potencia que atraviesan la calle a pie, se encuentran unidos por una madeja de cables que corren de uno a otro, formando una telaraña de faroles, letreros y adornos, un techo testigo de la festividad. Mientras unos comen baozi, panecillos con un hueco al centro, otros se reúnen en torno a unos cinco puestos de bisutería china: pulseras para la buena suerte, inscripciones en chino antiguo, figurillas de Buda, ninguna de los cuales sobrepasa los veinte pesos; en una dinámica que comienza a ser normal con el fondo del gong, los tambores y platillos. Pronto llega el silencio, seguido de un determinado golpe de gong. Una pequeña en los brazos de su madre irrumpe en llanto. Diez guardias de rasgos orientales acordonan una zona alrededor de los músicos y vociferan enfurecidos: “Atrás, atrás, abran paso”, hablando entre ellos en chino. El público, la mayoría de origen mexicano, no sabe a qué atenerse, la intriga y la expectación lo acompaña. Regresa la música y en el flanco izquierdo de la angosta calle aparece una cabeza de dragón chino unida a un cuerpo de unos cinco metros de largo. Comienza el baile del dragón y el león para espantar a los malos espíritus. El festejo termina ya entrada la noche, cuando los asistentes se escabullen entre las estaciones Hidalgo y Bellas Artes. En el camino de regreso, un señor hurga en su bolsillo en busca de su billetera para pagar el boleto del metro. Al no encontrarla exclama: “Cuál rata de buena suerte, hoy empieza el año de la rata, de la pinche rata del centro”. |
Ilustraciones:
Mariana Domínguez Batis (México, 1986) es estudiante de Ciencias de la Comunicación de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Ha publicado textos en la revista digital Danzanet y en las antologías de poesía, cuento y ensayo Yuke Mele (Colegio México Bachillerato, 2000-2001) y Porto Terrae (Colegio México Bachillerato, 2003-2004). |