Cuenta Aulio Gelio en una de sus Noches áticas que en el vestíbulo del palacio se encontraban Frontón, Cornelio, Festo Postumio y Sulpicio Apolinar, quienes tenían una discusión que versaba sobre el término nani para nombrar a las personas de estatura pequeña: “¿hice bien en no utilizar la palabra nani y preferir el término pumiliones?”1, le dijo Frontón a Apolinar. El debate continuó, según Aulio Gelio, con la mención de la obra perdida de Aristófanes El hombre que llora y con el reproche a Frontón por no utilizar el término griego: “esta palabra habría recibido derecho de ciudadanía o al menos habría entrado en colonia latina si tú la hubieses introducido al lenguaje; y sin duda merece ese honor mucho más que tantas palabras innobles y sucias que Laberio hizo entrar a nuestra lengua”. Mención aparte merece Frontón en la historia, pues gracias a que utilizó pumiliones, y no nanis, es que tenemos registro de él en las Noches áticas y que conocemos tal palabra. Curiosamente ahora, en nuestro idioma, usamos el término enano y el bellísimo pumiliones es casi desconocido. También: no podemos culparnos de que parezca más interesante la discusión de estos latinos en un vestíbulo que las actuales diatribas literarias, pero ésa es otra cuestión.
Los debates en torno a lo literario y, más puntualmente, a las tradiciones literarias, son propios e irrepetibles en su momento histórico. Podríamos decir que cada generación muestra su relación con la tradición literaria por medio del debate, ya sea como ruptura o como forma de volver sobre sus pasos, reinventar.
El primer debate importante para la literatura de la novísima nación mexicana tuvo por protagonistas a Ignacio Manuel Altamirano y Manuel Gutiérrez Nájera. Y lo que sigue a continuación de esta breve e insensata disertación fue pensado mientras iba en el metro, con la cabeza de una pobre señora debajo de mi sobaco —alzado para alcanzar el tubo y no romperme la madre—, mientras otra me encajaba con discreción su bolsa de mano en las costillas y otra más me daba un pisotón “sin querer”. Oh, la bella, límpida, prístina, impoluta literatura nacional. Ya en el siglo XIX, a los grandes reformadores de la República de las Letras este tema les dio dolor de cabeza. Ignacio Manuel Altamirano propuso un proyecto de literatura que implicaba reformar la literatura nacional, hacerla excepcional en México, volverla educativa y con modelos ideales. Al mismo tiempo surgió otra propuesta literaria: la de adaptar formas extranjeras (como la francesa) al español y darles identidad mexicana. Este proyecto estuvo encabezado por el Duque Job, Manuel Gutiérrez Nájera.
Las ideas de Altamirano sobre la poesía quedaron reflejadas en el prólogo que escribe al libro de Guillermo Prieto, El romancero nacional, donde se aprecia la exaltación de Altamirano hacia la poesía puramente mexicana. Para él, Guillermo Prieto —quien era su amigo— sería el poeta que le daría a México la poesía épica con carácter nacionalista propio para su reforma literaria. Por otro lado, Nájera, si bien admiraba el trabajo de Prieto, lo veía como portador de una iniciativa para los demás poetas; no como el poeta épico, sino como el creador que daría paso a nuevas tendencias en la literatura mexicana: “Este último [Guillermo Prieto] tiene un concepto más elevado y comprensivo de la función del poeta en las sociedades modernas. No es el bufón que solaza ni el trovador que entretiene, ni el tañedor de lira que deleita: es el que entusiasma”.2
La sociedad mexicana moderna necesita más poesía, más entusiasmo, me digo mientras avanzo con la mirada perdida entre el gentío vacuno con quien recorro los pasillos hasta llegar a un invento que las autoridades del Sistema de Transporte Colectivo Metro han nombrado como tortura medieval: el desasolve. Aquí hago un paréntesis importantísimo para explicar qué es el desasolve: el desasolve consiste en dejar entrar cierta cantidad de personas por una de las cuatro entradas a los andenes del metro. Luego, cerrar esa entrada y dejar entrar a las personas de otra entrada. Luego, esperar a que los andenes se vacíen y dejar pasar a las personas que se quedan en los pasillos que están entre la salida y el andén.
Mientras espero de pie el desasolve, miro a detalle las personas que esperan, como yo, entre los barrotes para ganado: hombres y mujeres con traje de poliéster, con el cabello húmedo por el baño matutino, quienes deben llegar puntuales a su trabajo; mujeres con niños desmañanados y de mal humor, caminito de la escuela; estudiantes que deben levantarse hasta tres horas antes de su primera clase si es que quieren llegar a tiempo y cumplir con las exigencias del profesor. Y yo, que trato de encontrar íntimas conexiones entre las aristas de la llamada “literatura nacional”. ¿Cómo escribir sobre esto?
Agapito Silva publicó en 1875 sus Páginas sueltas y entonces, como siempre pasa cuando algo no encaja en el sistema, salieron detractores anunciando que los recursos utilizados por Silva para darle a su poesía el toque erótico bien podría utilizarlos para hacer una épica nacionalista y cantos a la patria. Francisco Sosa censuró a Silva porque sus obras no tenían un fin práctico. Nájera hizo una contestación a lo publicado por Sosa en El Federalista, donde dice que la poesía sentimental no sólo engloba lo erótico, sino también lo religioso e incluso lo patriótico: “Para nosotros, la poesía es y debe ser la manifestación de nuestros sentimientos; para nosotros, el poeta debe cantar su fe y sus creencias, sus luchas y su triunfo, sus amores y sus desengaños”.3
Pienso entonces en las boleteras del metro, cansadísimas de atender a tanta gente, todo el día, soportando injusticias y acoso laboral. ¿Ellas no deberían ser parte de aquellos cantos de fe y lucha, de triunfo, amor o desengaño? ¿Por qué la literatura nacional se ha olvidado de ellas? Después de meses de abordar a diario el metro en hora pico en la Ciudad de México, el actual problema regional de la literatura parece algo lejano, pequeño, como una mosca molesta que se golpea contra el mismo vidrio una y otra vez y en su desenfreno parece preguntar: ¿existe como tal un panorama dividido en la literatura nacional?
Nájera dijo:
Nosotros creemos que esa reforma que se pretende introducir en la literatura, ese desprecio que se inculca de los géneros sentimentales, está abiertamente opuesto a la esencia de la poesía, y que su realización implicaría el menoscabo o total abatimiento de la inspiración poética.4
Mientras que Altamirano en su proyecto decía esto:
En la poesía hemos todavía dado preferencia al amor, a la religión, a los placeres, a la amistad, a la lisonja, a la sátira, al epigrama, a los sucesos históricos de otros pueblos, a todo, pero no nos ha ocurrido celebrar lo que tenemos de más grande y de más digno del canto, a saber: el heroísmo de los padres de la patria. ¿Por qué ese silencio? ¿Por qué esa esquivez de las musas mexicanas?5
En otra parte de las Noches áticas, Aulio Gelio, con gran satisfacción según cuenta, copia versos sueltos de los mimos de Publio entre los que se lee éste de infinita sabiduría: “Excesiva discusión aleja de la verdad”6. Siempre he creído que la literatura, más que dar respuestas, formula más y más preguntas. Repito: “excesiva discusión aleja de la verdad”, esto porque cada cual durante el debate desgasta la verdad, y entonces deja de ser tal para volverse un capricho, una postura a mantener. En cada discusión que se alarga sobreviene una fuerza que empuja a los contendientes hacia posturas sin sentido común, donde cada quien termina defendiendo lo indefendible. Basta de ejemplo abrir cualquier red social y verificar el estado de los debates literarios de la “intelligentsia mexicana”: todos se han alterado de tal forma que aquel que gritó contra la corrupción ahora defiende al corrupto.
Sobre el debate de las literaturas regionales se corre el riesgo de alejarse del noble sentido común por mantener una postura falsa, impuesta por un falso sentido de pertenencia o fidelidad a un lugar con ciertas características geográficas más que intelectuales. Oh, la literatura nacional. Oh, ese constructo manipulable que carece de sentido y limita por regiones y gracias a estereotipos. Sin embargo, las divisiones —aunque en esencia inexistentes— en lo superficial separan y ejercen presión sobre los escritores: el diario de un sureño que vive en el centro y anhela ser del norte probablemente sea bateado del sur, del norte y del centro, como si estuviéramos condenados a no tener vida interior más allá de los límites del estado que nos tocó en la tómbola.
El centro, por ejemplo. El Distrito Federal ya no es (si acaso alguna vez ha sido) una miseria cotidiana, sino —desde ha buen tiempo— una construcción idealizada cosmopolita que se separa de las mal llamadas regiones “de provincia”, aunque en realidad no tengan grandes diferencias. Se cree que el centro y, más puntualmente, la Ciudad Hashtag (#CDMX) es un vacío de identidad que puede llenarse con cualquier cosa; en especial, con los horrendos estereotipos de una clase media-alta.
Para mí, disculparán, quien describió primero a la Ciudad de México no fue Carlos Fuentes con La región más transparente, sino Armando Ramírez con Noches de califas. Y por ahí mismo navega entre los estereotipos la película Los Caifanes, que, aunque es de mis favoritas, bien parece las vacaciones de un niño fresa. Y si a estereotipos del DF nos vamos, mejor exaltemos la película Los Panchitos, gran muestra de la acción en el puente de Tacubaya, a unos pasos de la tierra que me vio nacer.
Pero en fin, volviendo a la cuestión, la pregunta no es si el centralismo tiene validez, sino, más bien, ¿por qué seguimos validando a la Ciudad de México como el lugar cosmopolita de la literatura?
Me ha tocado ver, en talleres literarios de otros estados, que recomienden a los jóvenes aspirantes a literatos que a la primera oportunidad se vayan a vivir a la Ciudad de México “para hacer contactos”. Un amigo de mi papá, militar de hueso colorado, les decía a sus amigos periodistas: “si te vas a vivir al DF más te vale que sea por las tortas de tamal y no por conseguir un hueso”. Exactamente lo mismo habría que decir en los talleres literarios. La validación del centralismo la hacen, primero, las instituciones y quienes trabajan ahí, y segundo, los que se benefician de las instituciones (el que esté libre de pecado que lance el primer libro).
Ya no estamos en el siglo XIX, el proyecto de nación unificada ha fracasado. Lo que nos une son otras cosas, más humanas, más terribles: acaso la violencia, el amor, la orfandad. Si no existe una nación bien constituida, ¿cómo puede sostenerse aquel concepto optimista nacido en el siglo XIX: “oh, la gran literatura nacional”? ¿Cómo podemos fundar, entonces, una literatura regional en presupuestos tan frágiles como la carne asada —en el caso del norte—, los mangos y las papayas —en el caso del sur— y, no sé, supongo que las tortas de tamal? Si un día dejamos de estereotipar el arte por la región donde fue concebido, tal vez algo nuevo florezca. Yo no quiero leer a niños bonitos hablando sobre Tepito o a escritores malditititos sobre las prostitutas de Garibaldi, exagerando las cosas, manteniendo estereotipos con ánimo de encasillar, restringir, de describir lo imposible: “esto es el DF”.
P. S. Este ensayo fue escrito en el norte, por alguien del centro anhelando estar en el sur: ¡el Caribe!
1 Aulio Gelio. “Capítulo XIII”, en Noches áticas, tomo II, Madrid, Biblioteca Clásica (Librería de la viuda de Hernando y C.), 1893, p. 253.
2 Manuel Gutiérrez Nájera. “La coronación de Guillermo Prieto”, en Obras I: Crítica literaria, ideas y temas literarios, literatura mexicana, México, UNAM, 1995, p. 358.
3 Manuel Gutiérrez Nájera. “Páginas sueltas de Agapito Silva”, op. cit., p. 111.
4 Ídem.
5 Ignacio Manuel Altamirano. “Prólogo a El romancero nacional de Guillermo Prieto”, en La literatura nacional, tomo III, México, Porrúa, 1949, p. 164.
6 Aulio Gelio. “Capítulo XV”, op. cit., p. 197.