Cepillar su corto cabello. Respirar profundo. Ver directo a los ojos, cerrarlos y no volver a abrirlos hasta que la espuma de la leche se haya derramado. Mirar las piedras en la ventana, pisar las ramas secas, sentir los rayos del sol, estruendo y Sansón ladrando. ¿Sansón? Desde ese lugar, escondida, recuerda. Le duele. A lo lejos, el perro le habla, alborota a las gallinas.
¿Sansón?, preguntaba su padre cuando caminaban por esa vereda de guayabas maduras. Todas las tardes, cuando él regresaba de la pizca, la encontraba sentada en esa piedra, esperándolo. Entre el sembradío y la casa, ella en medio. Siempre acompañada de ese perro que no hacía más que seguirla. Le puse así porque su nombre hace el mismo ruido que el tejaban cuando llueve: Ssssan-són. Cada día la misma pregunta, cada día una respuesta diferente. A él le gustaba escucharla, ponía atención a lo que le contaba esa nieta que les había dejado su hija. Esa nieta que desde recién nacida los conoció viejos y cansados. Su nieta-hija que ahora los llamaba madre y padre.
Teresa. Ella era libre en ese tiempo: andaba por el monte, buscaba qué comer en las plantas, se sentaba a ver las nubes. También coleccionaba piedras de los caminos que recorría. Sin detenerse las juntaba para guardarlas en la bolsa de su pantalón. Olvidadas hasta que su madre se iba a lavar al río y las encontraba entreveradas en la ropa; no las tiraba, las enjuagaba igual que otra prenda y, cuando regresaba a la casa, se las acomodaba en la ventana del cuarto. Entonces Teresa se acordaba de ellas; despertaba y las veía ahí, en fila. Se quedaba otro rato acostada, saludándolas: buenos días.
Todavía están ahí, abre los ojos, Teresa. Míralas, tus piedras. La leche derramada. No quiere recordar. Pensar en la música de cuando los tres entraron a la carpa. Cuando a oscuras eligieron sus asientos y después de un rato se iluminó la tela que servía de pantalla. La gente aplaudiendo al final. La fila para salir se hizo larga y mientras esperaban, una canción: el hombre del piano ya no seguía los movimientos de la película, sino los propios. Tocaba algo que le salía de adentro. Una música que no pertenecía a ese lugar. Teresa no pudo olvidarla. Regresó a su casa con la melodía a cuestas. A partir de ese momento fue un cerrar los ojos y escuchar. Sentir ese ruido escabulléndosele en el pecho a medias. Ese ruido que le servía de almohada en la noche, de maíz para las gallinas, de piernas para correr cuando iba a esperar a su padre en la vereda. No importó no haber vuelto al cine. Ella se conformaba con arrimar una silla a la ventana y hacer de las piedras las teclas de un piano. Se imaginaba pintando de azul el cielo que se le metía a los ojos. Tocaba. ¡Teresa, bájate de ahí que te vas a caer!, esta niña está loca. Ella no hacía caso, seguía haciendo sonar esa música, cubría todo.
Después, un concierto para nadie. Recorrer esa casa sin ellos. Regresar a la vereda, Sansón detrás. No supo cuántas veces tarareó esa canción que no los iba a traer de vuelta. El camino de guayabas maduras se quedó solo. Dejó de recoger piedras, el piano de la ventana se quedó mudo. La tristeza también puede ser azul.
Sansón le habla, tiene que volver a abrir los ojos. Guardar su dolor como pueda, arrugarlo bajo la sábana. Dejarlo ahí, acurrucado con su desconsuelo. Dentro de esa cama que es más tristeza que cobijo. Así, no le dará tiempo al azul de hablar. No se dormirá, no quedará tendida soñando que ellos siguen ahí. Sansón la aconseja. Levántate.
No quiere hacerle caso. No quiere, pero algo, no sabe si Dios o el eco de su madre y padre, hace que sus cinco uñas, sus cinco dedos y su pequeña planta del pie derecho toquen el suelo. Sansón ladrando, la leche derramada.
Hace lo único que puede, se abraza de las paredes, camina. Se acerca al piano, ya no necesita la silla para alcanzar la ventana. Sus dedos tocan las teclas. Cierra los ojos. Escucha adentro. No le queda más que sacar el azul triste. Llorar. Guardar una a una las piedras, despedirse del piano y esperar a que un día de éstos el sol vuelva a calentar su hogar.