No tenía mucho tiempo de nacido cuando aprendió a gatear. Salió de su casa y avanzó, sobre sus cuatro extremidades, hasta el jardín frontal. Ahí levantó la cadera y se sostuvo en sus dos pequeñas piernas. Caminó hasta la banqueta y sintió miedo de cruzar la calle. También sintió el peso de su mochila escolar en la espalda y el de la lonchera metálica que pendía de su manita derecha. Apretó los dientes, que ya le habían brotado de las encías, y echó a andar.
Los automóviles se detenían para dejar pasar al joven, que reconoció algunas marcas y modelos: Ésa es una Chevrolet, yo creo que del 82... A ver si me compran una el año que viene, pensó, mientras se rascaba la escasa barba que comenzaba a poblarle el mentón. Pensó también en salir con sus amigos el viernes para fumar a escondidas, lejos de la prepa; y se acordó de cierta muchacha que le gustaba y con la que nunca se atrevió a hablar.
Cuando llegó al camellón, a medio camino, levantó la muñeca izquierda para ver la hora en su reloj. Ya se le hacía tarde para llegar al trabajo. Su mano derecha, llena de vello, sostenía un pesado maletín de cuero negro. El hombre se acomodó la corbata y se aventuró a cruzar el otro extremo de la peligrosa calle, donde los automóviles ultramodernos ya no se detenían para dejarlo pasar.
Hizo una rabieta, alzando el bastón que apretaba en su diestra. Las rodillas le dolían por la artritis que lo estaba consumiendo. El viejo trató de apurarse, pero un carro negro y endemoniado lo golpeó con fuerza, depositándolo en el asfalto.
Fueron unos pocos voluntarios quienes lo arrastraron a la banqueta. El anciano, mirando hacia el ocaso, sintió morirse y pensó: ¿Qué hice de mi vida?
—Ah… ya recuerdo —se dijo, antes de expirar—. Crucé una calle, nada más.