CUENTO / octubre-noviembre 2019 / No. 82
Fumar es un placer


Corre que quiero enloquecer de placer, sintiendo ese calor del humo embriagador…

Félix Garzo, Fumando espero


Recorría el andén con la mirada en busca de una banca hasta que percibí, no tan lejos, a una chica que se ponía de pie. Apreté el paso tratando de no llamar la atención. Ya estaba cerca de mi objetivo cuando una señora, que venía pisándome los talones sin que yo me diera cuenta, me rebasó y se sentó a sus anchas. Suspiré. Después me consolé pensando que ya tendría tiempo de descansar toda la noche en el tren. Afortunadamente no estaba solo, me dije palpando en el bolsillo de la camisa la cajetilla recién comprada. Además, no hay nada mejor para la digestión, me decía quitándole la envoltura plastificada. No pude evitar echar un vistazo a mi alrededor antes de llevarme el cigarro a la boca. Me reí de mí mismo. Todos mis colegas tomarían el avión en Roma para volver a México, y yo estaba en Milán, o sea, a no sé cuántos, pero muchos, kilómetros de distancia de cualquier conocido. Más relajado, aspiré el aroma del tabaco y mis glándulas salivales, más excitadas que nunca, me invitaron a darle el primer golpe. Al instante, un agradable mareo me recorrió. Inflé los pulmones y contuve la respiración lo más que pude hasta que el humo se me empezó a escapar con un placentero cosquilleo por las fosas nasales. Me gustaba sentir ese inhalar y exhalar hinchándome los pulmones. O simplemente jugar con esa nubecita gris en la boca: haciendo aros, como en los viejos tiempos. Así me entretuve hasta que la fingida tos de la señora que me había ganado el asiento me sacó de mi mismidad. Fue cuando noté su boca crispada y la mirada hostil. Yo, rencoroso, seguí fumando como si nada. Mi poca consideración debió de exasperarla, porque pronunciando frases cortas en un idioma que no pude descifrar, se puso de pie y se alejó de mí, ahuyentando con un gesto exagerado el humo de mi cigarro. Yo, secretamente agradecido, simplemente ocupé su asiento.

Seguía imperturbable, inhalando y exhalando tras mi cortina de humo, cuando el aparatoso andar de una carriola me arrancó de mi ensimismamiento. Rogué que siguiera de largo, pero nada pude hacer al escuchar que la madre le susurró en español al que debía de ser su hijito:Acá es. Ahora era yo el que le dedicaba una mirada hostil. Apagué de mala gana el cigarro con la suela de un zapato, recogí la colilla y le ofrecí mi lugar con un gesto que quiso ser amable. Tiré la colilla en un bote de basura ordinario, porque en estos días ya no es fácil encontrar ceniceros en los espacios públicos. Nostálgico, recordé cuando se podía fumar en los autos, los aviones, las oficinas, incluso en los hospitales; yo mismo crecí inhalando el humo de la pipa de mi padre sin reproches.

Miré la hora, el tren ya estaba por llegar. En eso, el bebé en la carriola se soltó a llorar. Pero a llorar en serio. Sólo rogaba para mis adentros que no me tocara viajar junto a ellos. La madre lo tomó entre sus brazos y, arrullándolo torpemente, trataba de tranquilizarlo. Pero él, incómodo, lloraba cada vez con más fuerza. Aproveché el espectáculo para analizar los movimientos de esa madre primeriza; a juzgar por su juventud y sus desatinos, no me quedaba la menor duda de que debutaba en su maternidad. Desesperada, se desabotonó la blusa. Yo desvié rápido la mirada. Volví a echar otro vistazo cuando al poco tiempo sacaba un biberón.

Las personas ya se amontonaban en el andén con las maletas listas. Al verla batallar con tanto equipaje, bebé y demás artefactos, no pude sino ofrecerle mi ayuda. Ella aceptó desconcertada al escucharme hablar en español. Cuando me indicó el número de su compartimento entendí que viajaríamos juntos.

¿A dónde vas?, pregunté esperando que se bajara en la próxima estación.
A Lyon, respondió para mi desilusión.

¿Y vos?, preguntó con acento rioplatense.

A París, contesté.

Ambos instalábamos nuestros respectivos equipajes mientras intercambiábamos información general el uno del otro. A grandes rasgos le expliqué que era dentista y que había asistido a un congreso de ortodoncia en Roma, pero que quería pasar un par de días en París para hacerme de algunos libros antes de volver a México. Alguna vez había soñado con ser escritor, confesé, y vivir en París. Como Cortázar, agregué, pensando que era argentina. Uruguaya, corrigió, aunque había pasado más tiempo en Buenos Aires que en Montevideo. Había llegado a Italia como niñera para conocer la tierra de sus nonos, pero ahora se ocupaba, con ciertas dificultades, de su primer vástago. El padre era un siciliano tan joven como ella que sólo pensaba en preparar el concurso para ingresar a la Polizia di Stato, lo que le dejaba poco tiempo para la paternidad. En realidad, ninguno de los dos sabía cómo lidiar con el recién nacido. Por eso viajaba a Lyon, allá tenía una prima que la ayudaría durante el verano. Su gran problema, me confesaría después, era que no lograba amamantarlo, por lo que siempre terminaba recurriendo al biberón. Se llamaba Constanza.

¿Y vos?

Fernando, dije trepando hasta mi cucheta, como dicen los argentinos.

Dormíamos en la misma litera del tren. Ya instalado en mi camita, como se me ocurre que diríamos los mexicanos, encendí una lámparay busqué mi pijama. Nunca me ha gustado dormir con ropa, pero tampoco me parecía apropiado dormir en calzones. Como pude, me cambié bajo las sábanas, y a juzgar por el juego de sombras en la habitación, deduje que Constanza hacía lo mismo. Doblé mi ropa, pero antes de meterla en la maleta, saqué la cajetilla del bolsillo de mi camisa y la olfateé. Lamenté una vez más que ya no se pudiera fumar en los trenes, como en los viejos tiempos, y por puro placer me quedé oliendo un ratito los 19 cigarros que me quedaban. Al sentir que mis glándulas salivales volvían a excitarse, guardé la cajetilla en un bolsillo exterior de la maleta. Como aún no tenía sueño, saqué el libro que llevaba conmigo: “El tren acababa de salir de Génova y se dirigía hacia Marsella…”. Apenas había leído cuando una pareja de ancianos entró causando gran alboroto. Suspiré elevando la mirada al techo. ¿Ahora qué?, me preguntaba. Debían de discutir en algún dialecto con Constanza, porque no alcanzaba a entender todo lo que decían. Ella alegaba que había pagado el precio de dos camas y que, siendo un compartimento para cuatro personas, uno de los dos debía sobrar. Al menos eso comprendí. Y como si no fuera poco tener que lidiar con la cerrazón de los ancianos, el bambino se soltó a llorar cuando el tren se puso en marcha. Constanza, desesperada, accedió a retirar sus maletas de la litera de enfrente, porque para entonces lo único que le preocupaba era calmar al hijo. Yo aproveché ese momento de confusión para salir de la habitación y, excusándome ante los viajeros y saltando maletas, fui a lavarme los dientes.

A caballo regalado, pensaba mientras observaba mis encías ensangrentadas por mi exagerada higiene bucal, no se le mira el diente. Tras limpiar el exceso de comida con hilo dental y de cepillar repetitivamente mis 32 piezas originales, me quedé un rato más haciendo buches y gestos frente al espejo. Analizaba mi dentadura perfectamente alineada bajo el espeso bigote. Pensaba con orgullo que este caballo aún podía sin riesgos hincarle el diente a una buena manzana.

Cuando volví, ya todos estaban instalados en sus respectivas camas y el niño había dejado de llorar. Como mi lámpara seguía encendida pude trepar sin dificultades y leer un poco más antes de dormir: “…se dirigía hacia Marsella, siguiendo las profundas ondulaciones de la larga costa rocosa…”. Sin darme cuenta, me quedé dormido. Más tarde un estrépito de voces me despertó. Los ancianos intercambiaban palabras confusas con Constanza. Con dificultad trataba de entender lo que pasaba.

Stronza, le gritó la vieja a Constanza.

Esa palabra sí que la entendía y me devolvió a la vigilia. Putanna, sacaba la anciana de su repertorio de insultos. Ya despierto, me asomé para ver la reacción de Constanza, que se defendía lo mejor que podía. Al escuchar el alboroto, un supervisor tocó a la puerta. Los tres trataban de explicarle al mismo tiempo el motivo de su disputa. Al fin Constanza pudo imponerse y explicó que el viejo, pensando que su esposa dormía, andaba de mirón perdido en su pecho mientras trataba de amamantar a su hijo. La señora, al darse cuenta de todo, la acusaba de provocadora. Un guardia no tardó en llegar para enterarse de lo que pasaba. Tras discutirlo con el supervisor, se dieron cuenta de que los ancianos se habían equivocado de habitación, así que el problema se resolvió llevándoselos a su verdadero compartimento.

No era ninguna hora, pensé al ver cuatro ceros en mi reloj. No era de noche ni de día cuando la criatura se echó a llorar de nuevo haciendo vibrar con sus cuerdas vocales las paredes del vagón. Suspiré. El sueño se me había espantado por completo. En cambio, comencé a sentir un poco de hambre. Por fortuna, el llanto del nene se fue apagando poco a poco. Fue cuando escuché que otro, pero más tenue, lo sucedía. Traté de no hacer mucho ruido para no incomodarla, pero mi estómago menos indulgente protestaba con vergonzosos gruñidos. La cena había perdido su efecto y necesitaba darme una vuelta por el bar. Con la mayor discreción que pude, que no era mucha, coloqué un pie en la escalera. Una vez abajo, la voz de Constanza dijo:

Perdoná, pero es que…

Noté que había llorado.

No fue tu culpa, dije tratando de hacerla sentir mejor. Los viejos se equivocaron de vagón. Tras una pausa, agregué:

Voy al bar, ¿quieres algo?

Pero apenas dije eso, se soltó a llorar de nuevo. Me senté en la cama de enfrente sin saber muy bien qué hacer. Pensé que quizás había dicho algo inapropiado sin darme cuenta. Con Martha me pasaba todo el tiempo. Entonces me quedé callado, como siempre, para no empeorar la situación.

¿Pero por qué nadie te explicá…?, quiso decir mientras se le cortaban las palabras.

La miré con atención y sentí que algo comenzaba a entender. No era yo. Tampoco los ancianos. El lío sin duda estaba relacionado con el hijito. Así que, para tranquilizarla, asumí un tono profesional y me puse a inventar estadísticas. Finalmente, la gente no espera otra cosa de los médicos. Le explicaba que efectivamente la leche materna era aconsejable pero que, si no lograba amamantarlo, la leche de fórmula había demostrado con el tiempo los mismos resultados. Ella me miró con atención, mis palabras parecían ejercer el efecto de un placebo. Así que omití el tema de las bacterias que, según algunos expertos, sólo se encuentran en la leche materna y que permiten que el infante pueda desarrollar, después, ciertas defensas. En fin.

Es que es tan doloroso… No sé cómo usarlo, me decía mirando el sacaleches que tenía en las manos.

No es fácil, dije por decir.

Vos sos médico, ¿verdad?

Ortodontista, aclaré.

¿Pero vos sabés cómo funciona?

Sabía, aunque la obstetricia no era mi campo; era padre de dos niños: uno de 12 y otro de 9 años. Algo en mí me decía que no debía tomarme tan en serio mi papel de galeno, pero quiero pensar que fue ese aire desahuciado con el que me lo preguntó y no su larga cabellera enmarañada lo que me llevó a aceptar. Me acerqué a ella, destapé su pecho y coloqué la ventosa en la areola. Le expliqué que el artefacto ya no estaba esterilizado, que no debía usar esa leche, pero ella sólo quería aprender a usarlo, y de paso descargar el cuerpo que le dolía. No tenía gran cosa, pero cuando terminé parecía aliviada. Tomé uno de sus algodones para limpiar el pezón que goteaba. Ella se me quedó viendo con una mirada beata. Yo limpiaba ya sin limpiar.

¿Ya no queda nada?

Nada, respondí con un tono idiota y sin dejar de limpiar.

Su seno era cálido.

¿Nada?, insistió pasándome la mano por el cabello y arqueando su espalda. Tragué saliva, porque entendí lo que me pedía antes de que ella se bajara la mitad del camisón hasta la cintura.

Succioné, primero despacio, después con más fuerza. Escupí por higiene en un pañuelo antes de seguir mamando, cálida y suavemente mientras ella se retorcía. No pude evitar pensar en mi mujer y en todos los años de mutua fidelidad. El único engaño que me había permitido en todo ese tiempo era el de fumar a escondidas. Antes de casarnos me había hecho prometerle que dejaría ese horrendo vicio cuando naciera nuestro primer hijo: Fernando, ¿cuándo se ha visto un dentista fumador? Constanza respiraba un aire caliente a mi lado. Saqué el rostro de entre su pecho para tomar un poco de aliento, pero ella aprovechó para besarme. Me besaba y me acariciaba la entrepierna buscando en mí todos sus consuelos. Me sentí mal por un instante. Debí rechazar ese cuerpo cálido y hormonal que se me entregaba. Pero al mirar de nueva cuenta la caída de su pecho pleno y la erección de sus pezones, ya no pude seguir pensando y la ayudé a encontrar lo que buscaba.

Sus manos eran hábiles y me sacudía con firmeza. Tuve que ponerme de pie un instante para contenerme, porque yo también, a mi manera, estaba pleno y erecto. Respiré un poco y volví a hincarme a su lado. Aprovechó para levantarse la otra mitad del camisón hasta la cintura. Yo me acomodé entre sus piernas. Pensé que la abstinencia posparto debía de haberle costado mucho para entregárseme de esa manera. Aunque siendo francos, yo tampoco recordaba cuándo había sido la última vez que Martha y yo… En fin, ella se arqueó para que pudiera quitarle los calzones. Su cuerpo era suave y maternal. Tanto que no pude evitar olfatear y lamer esa vulva que florecía con mi tacto. Ella respiraba hondo. Se retorcía. Cuando al fin sintió el roce de mi glande, no dudó en tomar mi miembro entre sus manos y ensartárselo en el acto. Los pulmones se me hincharon y un agradable mareo me recorrió. Inhalaba y exhalaba a la par que mi carne entraba y salía de sus entrañas. Ella se sacudía, gemía y me pedía más. Yo trataba de saciar ese cuerpo, pero estaba claro que su deseo me superaba. Inhalaba y exhalaba. Entraba y salía. Como en los viejos tiempos. O casi. Porque mientras su cuerpo frenético me empujaba hacia ella, yo hacía esfuerzos sobrehumanos para contenerme. Se la saqué. Giré su cuerpo y la tomé de las caderas. Sus nalgas tenían la forma de una manzana partida en dos. La tomé de los cabellos y se la metí de nuevo. Empujaba. Ella gemía. Gemía. De pronto, el tren se paró y ya no pude aguantar más. Sentí un estertor, después otro, hasta que al fin en un chorro cálido me vacié. Me quedé todavía un rato dentro de ella, aun cuando sabíamos que en cualquier momento otros pasajeros podían atravesar nuestra puerta. Unos pasos se detuvieron en el pasillo, pero ninguno de los dos se inmutó. Al poco rato los escuchamos alejarse y el tren volvió a ponerse en marcha.

Cuando terminé de vestirme, Constanza me preguntó si aún me quedaban cigarros. Me confesó con una carcajada que la única abstinencia que de verdad la estaba volviendo loca era la de la nicotina. A mí ya me había quedado claro que mi función en ese tren era complacerla. Así que, asegurándonos de que su hijito estuviera lejos del humo, nos pusimos a fumar sacando la cabeza por la ventana. El viento nos golpeaba y nos devolvía el humo a las caras. Constanza fumaba y reía, lo mismo que yo. De pronto, le dio una honda calada a su cigarro y, tras sacar el humo, se puso a cantar un tango que yo conocía: “Fumar es un placer, genial, sensual…”. Tomé un poco de aire y la acompañé:“…y mientras fumo mi vida no consumo…”. Y así, luchando contra el viento fumábamos: exhalando e inhalando. Y cantábamos: “Dame el humo de tu boca. Dame que mi pasión provoca”.

Tras aventar las colillas por la ventana, para no dejar evidencias, Constanza me invitó a sentarme a su lado. Su boca, insaciable, me besó con delicado olor a tabaco. Su cercanía volvía a ejercer su efecto. Acaricié su pecho mientras ella me la sacaba de nuevo, porque su vulva hinchada me reclamaba. Sus entrañas me tragaron otra vez hasta que mi miembro, satisfecho, no pudo más. La besé antes de volver a mi cama. Como el sueño y el hambre se me habían disipado, retomé la lectura: “…se arrodilló delante de ella, y la mujer se inclinó, poniéndole en la boca, con gesto de nodriza, su pezón moreno. Al cogerlo entre sus dos manos para acercarlo al hombre, apareció en la punta una gota de leche”, leía antes de quedarme dormido como un bebé.

Al amanecer, un idioma extranjero en el pasillo me despertó. Eché un vistazo a la cama de abajo, pero Constanza ya no estaba. Había desaparecido como una Maga con su pequeño Rocamadour a cuestas. Bostecé, tratando de despabilarme, pero las imágenes de la noche anterior me confundían. Algo en mí empezó a dudar. Me preguntaba si no habría soñado bajo el influjo de la lectura. Entonces saqué la cajetilla del bolsillo exterior de la maleta. La ausencia de dos cigarros más me confirmaba con cierto alivio lo contrario. No, no había soñado. Vi la hora. Todavía tenía tiempo de leer otro poco: “…se la bebió con avidez, cogiendo entre sus labios, como un niño recién nacido, aquella teta pesada. Y se puso a mamar glotonamente, con ritmo regular”. Cerré el libro. No lograba concentrarme, porque la voz de Constanza me llegaba de la víspera, cantando: “Corre que quiero enloquecer de placer”. Y olisqueando la cajetilla y salivando de nuevo, pensé que lo primero que haría al llegar a la estación de trenes en París sería tomarme un café “sintiendo ese calor del humo embriagador que acaba por prender la llama ardiente del amor”.


Michelle Vázquez Soriano (Ciudad de México, 1983). Licenciada en Sociología por la Universidad Veracruzana y maestra en Literatura Francesa y Comparada por la Universidad de Nantes, donde actualmente trabaja como docente y realiza un doctorado en Estudios Hispánicos. Ha publicado cuentos, artículos, reseñas y entrevistas en medios como La Palabra y el Hombre, Opción ITAM, Milenio Veracruz, AZ, entre otros. En 2014 resultó finalista en el I Premio Internacional de Narrativa Femenina Bovarismos.

 

Punto en Línea, año 17, núm. 113, octubre-noviembre 2024

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fecha de la última modificación 10 de octubre de 2024.

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