Los viernes de Lautaro
Jesús Gardea
México, Siglo XXI Editores, 1979
La desesperanza en los cuentos de Gardea tiene la consciencia de la luz. Ecos de fantasmas, como los pájaros que silban en torno al canto del son jarocho o un galope de caballo en el rasgueo de la jarana huasteca. Eduardo Antonio Parra, otro enorme cuentista —nacido en 1965—, dice que cuando leemos a Gardea pasamos varias páginas a ciegas, guiados por una sola cuerda: “Una línea que nos sostiene y nunca deja de marcar el camino. Esa línea, esa cuerda, es el lenguaje”.1 Concuerdo con esa sensación: avanzamos agarrados de un solo hilo hasta que finalmente salimos para encontrarnos con el destello. “La luz que hay en mi ficción es el aire que mantiene viva mi esperanza; sin ella, desespero”, dice Píndaro García, personaje del cuento “Las puertas del bosque”, en el que dos lectores se conocen por coincidir todas las tardes en la misma biblioteca.
El estilo narrativo de Jesús Gardea se ocupa, en su mayoría, de ir más allá de dejar testimonios fieles de las sociedades mexicanas. En sus cuentos abunda lo metafórico, articulado mediante monólogos construidos sobre un lenguaje más próximo a lo onírico y que, por lo tanto, alcanza formas que se asimilan a la experiencia del inconsciente; dejos de soledad combinados de sombras y ruidos. James Joyce fue maestro en esto y supo combinar las dos grandes escuelas literarias de finales del siglo XIX: el naturalismo, que ofrece al lector lo que Zola llama “tajadas de vida”, y el simbolismo —Yeats, Mallarmé—, que propone una literatura que suceda a través de sugestiones, porque lo perdurable y lo que legitima la condición humana depende de los símbolos que compartimos. Gardea contiene en su técnica buena dosis de ello y lo emplea con personalidad propia. “Soy todo río, encrespado por el viento del coraje”, piensa a mitad de una carretera el protagonista de “En la caliente boca de la noche”. El mismo Eduardo Antonio Parra nos da varias pistas para comprender la técnica: un hipérbaton que retuerce la sintaxis, dice, “que nos lleva de imagen en imagen y de metáfora en metáfora”.
José Luis Martínez notó, en 1946, un singular síntoma en la literatura mexicana al ser jurado del desaparecido Premio Ciudad de México. Aquel certamen tuvo como jurados ni más ni menos que a José Vasconcelos, José Luis Martínez y Francisco Rojas González. Se recibieron 25 novelas de las cuales resultaron ganadoras Lluvia roja de Jesús Goytortúa y La sombra íntima de Juan R. Campuzano —hoy prácticamente inconseguibles—. Para aquel certamen, José Luis Martínez anotó que en las novelas concursantes era el realismo el elemento más común, en ningún caso se encontró con novelas fantásticas o imaginativas, sino con la fidelidad por dejar testimonios de la realidad. Como queja del panorama, señaló como carencias: “nunca parece bastante una sola acción, sino que se rodea a la principal de muchas peripecias accidentales y decorativas o se ensalzan arbitrariamente, […] el lenguaje es frecuentemente desproporcionado”.2 Sabemos que hubo antecedentes de literatura fantástica e imaginativa antes del 46, pero eran pocos los casos. Pongo dos ejemplos: “La cena” de Alfonso Reyes, publicado en El plano oblicuo (1920), y “Tachas” (1928) de Efrén Hernández. ¿Qué vino después de 1946 respecto al uso de lo fantástico? En un breve y limitado recuento: El Llano en llamas (1953), la obra de Juan José Arreola, los cuentos de Inés Arredondo y Augusto Monterroso, Tiempo destrozado (1959) de Amparo Dávila, Los recuerdos del porvenir (1963) de Elena Garro, y me detengo en 1979: fecha en que aparece la primera edición de Los viernes de Lautaro, que este año cumple 40.
Jesús Gardea es un mundo literario sin trampas o artilugios. Una literatura honesta, escrita por un autor reconocido por su transparencia, su generosidad y su postura crítica preocupada solamente por lo esencial: leer y escribir. Los viernes de Lautaro es una obra de altísimos vuelos, de ritmos secos, literatura de lontananzas, con personajes en monotonías de aparente intrascendencia; aturdidos, como el matrimonio en “De otro lado” que oye el ritmo seco de unos tambores al pegar el oído a la pared, o el meditabundo hombre de “Último otoño” que se balancea en una mecedora y piensa: “en el patio de mi prima muere el sol […]. Tengo entre mis manos un juguete que emite música si se le da cuerda. Es una melodía triste, que fácilmente evoca la vida en el mundo”. Pero, a fin de cuentas, ¿puede alguien ser del todo infeliz cuando se está tarareando una melodía?