Desagüe
Diego Rodríguez Landeros
México, Fondo Editorial Tierra Adentro / Fondo de Cultura Económica, 2019
Aunque para ser sincero, comencé a leer esta obra hace algunos años, casi desde que conocí a Diego. La leí en varios talleres, en múltiples juegos de fotocopias, en una exposición producto de una deriva al Gran Canal del Desagüe que él dirigió, en otros proyectos literarios, en fotografías e intervenciones y, sobre todo, en pláticas con él.
Por eso le pregunto: ¿cuándo comenzaste a escribir esta novela? Porque encontré un texto titulado “La literatura del drenaje”, publicado en Este País en 2015.
Y él me responde que ese ensayo fue un primer acercamiento, ya lejano. Pero eso es un decir, recalca, porque ninguna historia nace en un punto localizable, sino que corre oculta desde tiempos imprecisos hasta que, de repente, eclosiona, despliega sus viscosos tentáculos, se alimenta de formatos diversos, muta, sigue avanzando, se repliega, intermite.
¿Podemos, entonces, decir e imaginar que algo comienza? Y si es posible encontrar ese instante supuesto, ¿en qué se relaciona ese comienzo con su, también supuesto, final? No lo sé. Pero el libro de Diego es una investigación sobre esas preguntas y sobre el Gran Canal del Desagüe de la Ciudad de México, un proyecto que lleva cientos de años intentando culminar.
Dividida en dos partes —"El kilómetro cero" y "La historia de dios"—, este libro no sólo trata sobre la literatura de y alrededor del desagüe, sino que va más allá, se compromete más y se presenta como un literatura-desagüe, un proyecto-río.
Una escritura que no oculta su origen múltiple, difuso, replegado; al contrario, explora su caudal de temas y va profundizando en ellos, pero no de una manera lineal, sino a través de bifurcaciones, pausas, cambios de rumbo y ritmo, digresiones donde se desdibuja la corriente principal y la historia se divide de nuevo, una, dos, tres veces, hasta llegar a un punto donde no se puede avanzar más y entonces regresa, da un rodeo y otro, se deleita narrando. Eso es, sobre todo, lo que sucede en esta novela: hay escritura, y así —como en otras dos otras obras de literatura mexicana: José Trigo (1966) de Fernando del Paso y Temporada de huracanes (2017) de Fernanda Melchor—, los mecanismos textuales de forma y fondo se exceden.
Esta novela se excede a sí misma y a sus temas, y por eso la prosa se vuelve un río desbocado que no depende de tener un punto de inicio ni final, porque se sabe relativa. Ésta es una novela que se navega en la escritura: no más espejos al lado de camino para copiar lo real; sobre todo, no más camino unívoco.
La novela ahora es un espejo roto mirando al cielo: pozo de agua secándose, reflejando fragmentos, multiplicando imágenes. Novela laguna. Novela serpiente que en sus escamas refleja a quien mira, al paisaje y las acciones que lo modifican.
La narración, a veces, se sitúa 60 millones de años atrás, en el mismo Valle de México donde antes había terribles monstruos prehistóricos, y que en el futuro —pensemos otros 60 millones de años a partir de ahora— también dará cabida a nuevas formas de vida, que para la vida del presente podrán parecer monstruosas y posthistóricas. Otra novela de esta genealogía, Mapocho (2002) de Nona Fernández, comienza enunciando esa misma perspectiva temporal: "El agua es la cara del tiempo".
La escritura de Diego da cabida a todos los tiempos, lo que sabotea cualquier atisbo de realismo, y se zambulle en otras aguas, unas donde el tiempo es relativo, donde todas las estrellas brillan aunque estén extintas —incluso hay cabida para la versión de Diego Rodríguez Landeros de 2015 que escribía: "En este momento sólo vienen a mi mente tres ideas: que el mundo es una cloaca, que saberlo no me hace más infeliz, y que en esta enorme cloaca que es el mundo se producen formas de belleza irrecusable".
Sí, hay belleza en esta novela sin centro que indaga en la oscuridad del proyecto más importante de modernización del siglo XX y del XIX, del XVIII y desde antes, cuando se decidió que la capital azteca no lo sería más y se imaginó que secando los lagos esa estirpe de cobre llegaría a su fin.
Si Del Paso crea una pirámide para contar las fatalidades que ocurren en la Ciudad de México a la luz del día, Rodríguez Landeros desciende como por una pirámide invertida, y espera la noche para deambular por una ciudad oscura, para seguir haciendo preguntas sobre el presente, sobre la violencia, sobre la muerte, sobre la corrupción, sobre el Estado. Y desde ahí abajo, con esa falta de luz asfixiante y demencial —que también hace pensar en W.G. Sebald—, encontramos otra forma de nombrar un descontento centenario: "La verdadera maldad está en sitios distintos, en la alevosía de los poderosos".
Novela desagüe, novela que parece tener como programa la siguiente cita: "Se puede confiar en la oscuridad cuando la luz miente".
Al final la historia, como su inicio, es incierto; nunca termina o nunca inicia, y se desdibuja como la Ciudad de México que construye y destruye Diego, una ciudad que parece siempre nacer y siempre morir en los pliegues, en las orillas.
Si un sentimiento me ha quedado al leer Desagüe es que los finales son relativos, los inicios una ficción y el olvido total es imposible. Al sumergirse en las aguas negras de esta novela, uno se da cuenta de que en realidad lo que late al fondo, alimentando todo ese fluir narrativo, es la vida y sus momentos más luminosos, las maneras que tenemos para contarnos historias y darle así sentido a un fluir cíclico. Abajo, en el lugar más profundo del desagüe, Diego nos recuerda que lo que parece roto, si aún tiene vida, tan sólo es una ruina en reversa.