es tu cara,
es tu pelo,
me estremezco,
oh, oh, oh.
LUIS MIGUEL
El problema fue que lo dijiste. Así comenzó todo. Con una imaginación que venció los confines de tu lengua, donde debió quedarse guardada.
Aunque comenzó antes. En el hotel de Acapulco. En tu negativa a usar el bloqueador solar porque, primero, odiabas la palabra, pero sobre todo porque te daba asco embadurnarte de esa gelatina blancuzca y andar todo el día oliendo a coco, y oliendo a coco caminar de la barra al camastro y de ahí a la orilla de la alberca, menudeada por niños con flotadores y parejas medio borrachas, echadas al más solaz descanso, haciendo como si por un día no tuvieran hijos y estuvieran solos en unas vacaciones muy postergadas. Y además ni sirve, porque una vez que te metes a la alberca, toda la crema se derrite alrededor de ti.
Julia insistió que te pusieras bloqueador, y cuando estaba en eso empezó a parecerse al abogado que defiende, ya a patadas de náufrago, sus causas porque todas se las echan por la borda con objeciones necias. Pero ganaste, te impusiste. Y fuiste, semidesnudo, a tumbarte en tu camastro a leer un libro con la mitad de tu atención concentrada en los andares que tienen las vacaciones: mucho alboroto de un lado a otro, chapoteos, risas antes del clavado, gritos antes del clavado, regaños antes del clavado, un modelaje incesante y ridículo seguido de cerca por clavados ojos ociosos, bailarines medio contorsionados que se mueven al ritmo de Luis Miguel y su cuando calienta el sol, aquí en la playa… y…
Te quedaste dormido, lagartija al sol de 31 grados de rayos UV.
Cuando despertaste, un par de horas después, te miraste el cuerpo y hasta tuviste el descaro de congratularte por tu fuerza mental. ¿Ves?, le dijiste a Julia, ella sí olorosa a coco, te dije que no me iba a quemar. Ella sólo asintió y volvió a atorarse el audífono que se quitó para escuchar tu estupidez. Sonriente te pusiste de pie, le ofreciste un trago que ella negó con un categórico alzar de su mojito, sudoroso de tan fresco, y caminaste a la barra. Ahí empezó a tumbarse tu pinche elevación mental. Un ardor te subía hasta los bordes de los ojos cuando tu muslo tocaba la línea delgada, afilada como un escalpelo, del traje de baño. Te detuviste a unos metros de la barra para mirarte las piernas.
Te encontraste con un par de troncos enrojecidos, inmensos e inflamados. Pusiste una mano para tocarlos: estaban hirviendo. Te levantaste el traje, y escuchaste su lamento cuando se despegó de tus muslos: había dos líneas en tus piernas, una encima de otra. La primera desmarcaba tu piel de hace dos horas con la de dos horas después: arriba era blanca, casi transparente, y abajo roja como piel viva. La otra línea era el corte perfectamente horizontal de la costura del traje de baño, también en carne viva, dirigida en su surco a convertirse en cicatriz.
El resto de tu cuerpo, de las espinillas hasta la punta del dedo gordo del pie, estaba teñido de un rojo tan oscuro que parecía morado. Lo mismo del ombligo para arriba, excepto en el torso, que tenía tatuadas las formas de un libro abierto a la mitad. No parecías camarón, nunca habías visto un camarón así, rojo como brasa; si acaso el sol te había convertido en un bistec crudo, sanguinolento. Bueno, no, tres cuartos. Sobre todo porque toda tu parte trasera seguía blanca como dos horas antes. Pues claro, te quedaste dormido boca arriba, como un muerto.
Una vez que se descubre un dolor, ya no es tan fácil desprenderse de él. Es nombrar lo que antes no tenía nombre, darle voz. Por eso, en cuanto viste cuán quemado estabas, y sentiste cuán profundo el sol se te había incrustado en la piel, caminar se te volvió una tarea titánica. Ya no era sólo el traje: la presión de tus pies contra el suelo enviaba al resto de tu cuerpo una oleada eléctrica. La resolana, cuando te tocaba, era fuego sobre el fuego. Sentías todas las miradas sobre ti, las de adelante y las de atrás, susurrándose entre risas que parecías un helado napolitano. O, ironía, una cocada de coco.
Ni Julia se aguantó la risa cuando te vio, pingüino, caminando de vuelta a los camastros. La burla siguió (y los reproches por no escucharla) hasta que aparecieron las primeras ámpulas. En un principio, pensaron que eran gotitas de sudor, eso parecían. Pero no se iban por más que las sacudieran a manazos. Se hicieron más grandes, de hecho. Islas transparentes en un mar rojo. Burbujeantes ampollas. Te reventaste una con la punta de un alfiler, nomás para ver qué salía. Agua en torrente. Con olor a coco, un poco. Luego vinieron las fiebres y la lucha para ponerte la ropa, para dormir, para caminar, para acostarte, para sentarte.
Ah, pero necio, ni aloe vera ni restaurador, solito se te iba a quitar.
El enrojecimiento siguió hasta que volvieron a casa. Por alguna razón, ya en el terreno contaminadamente gris de la ciudad, los ardores cedieron. ¿Ves?, volviste a decirle a Julia, solito pasa, es natural. Pues sí, pero te vas a descarapelar todo, replicó ella.
Hiciste como que no le hacías caso; pero después ahí estabas, mudando de piel sobre el lavabo.
Como todas las obsesiones dignas, despellejarte empezó con la idea de quitarte sólo los parches de la frente. Una cosa de nada. Pero cansado de intentar arrancarlos uno a uno como si fueran estampitas, empezaste a tallar. Las quemaduras de tu cara quedaron vertidas en la cerámica del lavabo y parecían hojas secas, o caspa.
De ahí pasaste al pecho y a los bordes del libro abierto, nomás por no dejar.
Y luego, ¡raspados, raspados, pase por sus raspados! ¿Quiere queso con su pasta, señor? ¡Está nevando!
Tallaste y tallaste, tallaste tus muslos, tus espinillas, tus empeines. Tallaste hasta que en la tarja quedó un montoncito de tu antigua cáscara, un monumento. Ahí estaba el tú de Acapulco. Tu nombre desprendido. Tus ojos y lo que entendiste del libro. Ahí todos los recuerdos del viaje. Todo el sufrimiento. Ahí el sol, conquistado y convertido en el polvo marrón de las cosas muertas. Cuando dejaste de tallar, miraste en el espejo tu faz suave, apolínea, de bebé nuevo. Devolviste tus ojos al otoño en el lavabo.
Entonces lo dijiste.
Con tanta piel podría hacerme un clon, dijiste.
Y te reíste, pues cómo no. Saboreaste los gestos de Julia cuando te viera barriendo la piel muerta que cayó al piso, fresco como dos horas antes de quemarte hace cinco días en el hotel.
Te metiste a bañar. Lo dejaste todo en el lavabo para después tomarle una foto que pudieras subir a Instagram.
La debilidad en las piernas empezó cuando saliste de la regadera. No era la primera vez que sentías algo así. Una subida de presión, eso pensaste. Una taquicardia, eso también; los latidos tan acelerados que te cortaban un poco el aire y te hacían toser. El baño te daba vueltas. Sentías los brazos entumecidos, y hormigueantes las puntas de los dedos.
Necesitabas sentarte. Así se te había quitado antes. Cerrar los ojos, respirar hondo. Te pusiste la mano húmeda, ya un poco fría, sobre el pecho. Blanqueaste tu mente para no darle cuerda, ni importancia, a lo que fuera que sentías.
Pasaron unos minutos de ti goteando el piso, desnudo, sobre el retrete.
Abriste los ojos cuando sentiste que la taquicardia había retrocedido.
Te apoyaste en el borde del lavabo. Te pusiste de pie, todavía no avanzabas.
Miraste la tarja.
Primero de reojo.
No lo creíste.
Giraste la cabeza para verlo mejor.
Estaba reluciente.
Ya no quedaba en la cerámica ni un pedazo del pellejo que eras hace unos minutos.
Moviste la pierna para dar un paso, tal vez no estabas viendo bien.
Y caíste, caíste cuan largo eras. No te resbalaste, no, te caíste, te fallaron las piernas, se vencieron y te tumbaron al piso. Pusiste el mentón antes que las manos, por eso te mordiste las orillas de la lengua una, dos, tres veces, las veces que te rebotó la cabeza. Así, medio atontado, volviste a intentar levantarte. El pie que debía hacer la tracción necesaria se resbaló, débil. Algo dijiste, dientes apretados y lengua abultada.
Lo que te devolvieron las paredes del baño no fue el eco de tus palabras. Sino un tarareo.
Mmm mmmm, m m m mmm.
No parecía venir del baño, ni siquiera de una habitación contigua. Estaba en el aire; un canto contenido, no por muros ni puertas, sino entre labios. Atrapado.
Acercándose, dejó de parecer un tarareo. Te sonó al balbuceo de un sordomudo.
Uao aiea e o, ai e a aia.
Trataste de moverte. Pero tu cuerpo estaba entumecido, pegado a los charcos como un bulto.
Uao aiea e o, ai e a aia.
La puerta se abrió de un empujón, golpeándote la ceja.
Gritaste, esa fue la primera vez. Puta madre, gritaste, mientras tratabas de levantar tu brazo para cerrar la puerta. Puta madre, volviste a gritar.
Esta vez, el ruido se hizo más claro. Tanto que pudiste reconocerlo.
Era una canción.
El coro de una canción conocida.
Uado adieta e o, ai e a paia.
Levantaste un poco los ojos, mientras tanto pensando que, idiota, debiste haber agarrado la toalla, tal vez no tendrías tanto frío y el piso del baño no estaría tan mojado. De fondo pensando que era muy raro que sonaran esas palabras: Julia no estaba en casa y de todos modos no le gustaba esa música. No podía venir de ningún lado.
Cuando tus ojos enfocaron la bruma, viste que frente a ti, dibujada por el resplandor que venía de afuera, había una silueta.
La forma borrosa de un hombre. Caminaba como rengueando, pies que tartamudeaban porque estaban aprendiendo. Viste abrir la boca o, en todo caso, en el lugar donde habría una boca viste abrirse un boquete. Si hubiese sido una ventana habría tenido más sentido para ti, porque al distenderse salió un rumor: mucho alboroto de un lado a otro, risas, voces clavadas unas sobre otras, ruido de agua salpicando, música. Y luego la voz.
¿Uado adieta e o, ai e a paia? Uado. Adieta. E o, a i e a paia, dijo el agujero que era una boca.
Parpadeaste para ver mejor. Estaba desnudo. El cuerpo lleno de parches, como un tapiz desprendido, jirones colgantes que, poco a poco, con cada paso, entre más mirabas, aleteaban y se pegaban a la silueta para formar un pezón, un hombro, un ombligo igual al tuyo, de cara triste.
¿Quién chingados eres?, gritaste. Y cuando quisiste volverlo a gritar, sentiste la lengua pesada, la mandíbula adolorida, hormigueante. No pudiste.
Cuado adienta e so, aquí e a paya, dijo la boca, y me puse en cuclillas frente a ti. No estaba cantando. Y de fondo los balbuceos seguían los ruidos.
Parpadeaste.
Viste las facciones de lo que podía ser una cara la próxima vez que parpadearas. Pero no tuviste que hacerlo. Entre más mirabas la forma de mi rostro, más iba pareciéndose a un rostro. Al tuyo. Los pellejos que rodeaban la boca se delinearon para formar unos labios. De una oquedad brotó la nariz, y en las cuevas oscuras que tenía en lo alto de la cara aparecieron un par de ojos y un par de cejas. Era como dibujarnos en un espejo empañado.
El problema fue que las dijiste, las últimas letras.
¡Ju-Julia, ven!, gritaste, aunque no tenía caso. Un dolor inubicable y lacerante te subió hasta los ojos. De nuevo las taquicardias, la falta de respiración, la boca suelta. Empezaste a acumular saliva, jadeante. La cabeza te dio vueltas. ¡Jula, eeeen!
Cuando calienta el sol, dije y los rumores del mundo que salían por mi boca dejaron de oírse.
¡Juia, e!, volviste a decir. ¡Uia, eeee!
Cuando calienta el sol, aquí en la playa, cuando calienta el sol, dije, ahora con voz mía.
La lengua, que ya era un pedazo de carne inerte, se te fue hasta el fondo de la garganta. No pataleaste ni intentaste moverte. Tras unos segundos de asfixia, dejaste caer la cabeza y esta vez no rebotó. Me tendí boca arriba sobre tu cuerpo boca abajo, y perfectamente encajamos el uno en el otro, piezas antes extraviadas.
Más tarde llegaría Julia y me encontraría barriendo la piel muerta del piso.
Patricio J. Gómez Garcés (Ciudad de México, 1995). Narrador, poeta, guionista, dramaturgo, traductor y exlocutor de radio egresado de la Escuela de Escritores de la SOGEM. Ha colaborado en La Pluma del Ganso, Literal, Letras de Chile, Shandy, Pez Banana, Operación Marte y Cantera Malaquita, entre otras. Obtuvo el XIV Concurso Nacional de Cuento Preuniversitario Juan Rulfo en 2013. Su cortometraje animado Ex Libris fue seleccionado para la muestra de 12 Shorts México en 2017.