Esperábamos el fin del mundo con ansiedad. Nos despedimos de beso y cada quien se marchó a su casa. Fue hosco —pensamos—, pero afortunadamente será el último. No fue así. Nunca imaginamos que el remate, ese gran final de los tiempos, sería contemplar un puño de moscas sobre la lenta descomposición de la fruta o el bolsillo del pantalón desgarrándose hebra por hebra. Al parecer, la vida no termina de golpe, con un simple cerrar los ojos. Hay que afrontarla de a poco, como un canario enjaulado cuyo canto se desencaja con cada sol nuevo. La devastación es pausada y continúa más allá. Quedan los huesos, únicos testigos de nuestro pulso, pero falta todavía que se astillen y se quiebren en finas trizas sin rumbo. Habrá entonces quien diga: el fin se aproxima, pero no será ni siquiera el preludio. Faltará de nuevo —quiera dios— despedirnos una vez más, con otro beso en la mejilla, que alguien sople sobre este montículo de ropa sucia y desgarrada en el cual nos vamos convirtiendo. Seguimos errantes aun así, contra nuestra voluntad. Nunca estamos del todo listos para soltar una tarde de domingo, despedir el mundo: rogamos una pesadilla más en lugar de agradecer el insomnio inconsolable. No tendremos un beso feliz para decir adiós. Deberemos, en cambio, aprender a respirar con el pulso herido: asumir que nos extinguiremos mucho antes que la luz, el trino del canario o el bolsillo del pantalón, sin ser siquiera mejores que ayer. Terminará el mundo, por otra parte, pero sabremos —quiera dios— besar mejor: será la sed, el hambre y la soledad que tanto esperábamos.
Siempre lo ha sido.
Joaquín De La Torre (Ciudad de México, 1991). Textos suyos aparecen antologados en Las dimensiones del ocio (2019), La calle como espacio de intercambio (2016) y es autor del poemario te soñé / sombra (2015). Ha sido becario de la Fundación para las Letras Mexicanas en Ensayo Creativo (2017-2018), así como del Programa de Residencias Artísticas del FONCA y del Conseil des arts et des lettres du Québec (CALQ) en la ciudad de Montreal (2019).