Se sube una mujer, quizás una señora, al metro y empieza: “Yo no vengo a lucrar con mi enfermedad”. Lo mismo de siempre: “Señores usuarios, disculpen que venga a molestarlos hasta su lugar”, etcétera.
Voy pensando en el dinero que me dio mi papá, creo que me sobra. Cavilo: a pesar de que su historia no sea real, le daré unas monedas. Hasta podría darle el billete de 50 que traigo en la bolsa; los demás están en mi cuaderno en la mochila: dos de 200. “En la semana te doy los otros 600”.
Igual está aquí trabajando, no tirada viendo tele ni drogándose por ahí. Por lo menos ahora está trabajando como todas las demás personas antes de poder ocupar el tiempo en lo que les guste o quieran: se trabaja de día, se vive de tarde-noche. Si se puede.
“Tengo un tumor en la cabeza, lamentablemente no puedo trabajar porque he perdido la visión”, dice con voz lastimera, “es por eso que me subo al metro a pedir dinero, cualquier moneda que puedan regalarme, con la que puedan socorrerme, para juntar para mi tratamiento, ya que sólo cuento con mi madre. Toda la familia se ha ido alejando poco a poco. Ella no me acompaña porque está trabajando en la Central del Norte, de intendencia, de siete a siete. Gana muy poco, además siempre se atrasan con sus pagos”.
Yo he estado dándole la espalda desde que subió. Quiero verla y me asomo al reflejo de la puerta que me queda enfrente: es un hombre —un chico de mi edad—.
Alcanzo a ver que está rapado y que trae unas gafas oscuras y una playera negra. Regreso a mi posición natural, dejo de ver el vidrio. Sigo escuchando…
Pienso que no le daré mi billete, pero sí unas cuantas monedas. Aunque su historia no sea real, está aquí y lo hace muy bien. Es muy buen actor, excelente entonación. Su historia parece creíble, hasta pienso escribir algo con ella más tarde. No está mendigando y ya, tiene todo un trabajo detrás. Debe practicar, aprenderse sus discursos. Tal vez los escriba, usa el intelecto. ¿Qué será de él ahora?
“Llevo tres operaciones, sacaron ya el 80 % del tumor, pero lamentablemente ya no pueden hacerme una cuarta”. La viejita que viene sentada frente a mí empieza a buscar en su bolsa —supongo que el monedero—, también la de al lado. Yo lo vi muy normal. Me pregunto si tendrá una bola en la cabeza que no distinguí en el reflejo, pero no puedo voltear. “Ya que lo que queda está atrás de mi frente, deben deshacerlo con láser y medicamentos, los cuales son muy costosos”. Empiezo a juntar las monedas en mi bolsa.
“Gracias, que Dios se lo multiplique”. Saco las monedas y logro voltear: tiene dos cicatrices impresionantes en la cabeza, nacen de los lados de la frente y llegan hasta atrás. Trae un bastón retráctil. “Gracias, que Dios le dé más, que se lo multiplique”, me repite.
Cuando vuelvo en mí me encuentro sentado en la taza del baño pensando en escribir todo esto más tarde; muy erguido, con ambos brazos recargados en las piernas, sin playera, la cabeza ladeada; tengo la vista puesta en los azulejos verdes pero sin verlos. Enfoco, me doy cuenta: mi primo Miguel que vino a pasar la cuarentena junto con mi tía me está viendo por el hueco del cristal que falta en la puerta, en la esquina superior derecha. Sonríe, pero cuando lo veo su boca se alarga ocupando la mitad de su cara.
—¡Cómo cagas todo ido!
Se carcajea, me enseña el dedo de en medio y golpea la puerta con fuerza. Se va corriendo.
—¡Ah, me choca! ¡No se puede tener privacidad!