Aprendimos a bailar para suplantar el vacío que el fin del deseo nos dejó.
Yo fui el primero en dar el triste paso. Ese día renunciamos por tercera vez en la semana y, a pesar de las palabras de esperanza que Teresa blandía con profunda incomprensión, supe que yo no volvería a sentir placer. Cuando reposaba en el sillón distrayendo mi fracaso con el periódico, vi el anuncio y pensé de inmediato que aquello era algo más que mera casualidad.
Ella siguió intentando combatir la vejez durante mucho tiempo, pero yo estaba resignado: había que admitir que ya no estábamos para esos destrampes juveniles. Cada vez que Teresa proponía aquel inútil combate yo respondía con una seria propuesta, casi una súplica, de entrar a las clases de baile.
Creo que ella aceptó más por una difusa ilusión que por gusto. Aún así, bastó con una sesión para entender que en lo sucesivo esa sería nuestra nueva forma de hacer el amor, los cuerpos pegados, la respiración entrecortada; una nueva sensualidad desprovista de hedonismo, un placer más allá de lo carnal, empañado de mística seducción.
Fue desnudarnos por primera vez en la cama de sus padres cincuenta años atrás, fue volver a recorrer nuestras carnes mórbidas con suaves caricias y movernos acompasadamente, una vez más, uno frente al otro. Ritmar nuestros cuerpos como lo hacíamos antes, susurrar palabras hermosas al oído.
Y yo, feliz de mi triunfo contra el destino, embelesado de haberle ganado la contienda a la vejez, no me di cuenta. ¡Pensé tanto tiempo que su alegría y la mía correspondían al mismo danzón!
Después de navidad fui a ver a mi hermana Lucía, y a mitad de camino noté que había olvidado su regalo en casa. Teresa no me había querido acompañar porque se sentía muy cansada.
No podría describir la horrible sensación que invadió mi cuerpo al encontrarla subiendo a un auto gris en la puerta de la casa. El orgullo masculino, la virilidad humillada, la impotencia senil, llegaron a mí como unos celos y un dolor que destejían mis entrañas.
Los seguí con cautela hasta que llegamos a casa del tipo. A pesar de que el corazón se me desgarraba, no dejé de espiarlos hasta que lo vi bajar: joven, no muy guapo, pero con buena figura y vigorosos brazos que sostenían a Teresa por la cintura. Gerontofílico. Perverso. Hijo de puta.
Hacía mucho tiempo que no me dolía el pecho de tanto gritar blasfemias.
Me vengué con una malicia y una ira inhumanas. Nunca había ido a una clase de baile solo y nunca había bailado con otra. En esa clase conocí a Amanda. Esmerado y dolido, la convencí al primer danzón de que fuera para siempre mi pareja de baile.
Teresa nunca entendió por qué no quise volver a bailar con ella; por qué, cuando ella terminó por envejecer al igual que yo, seguía prefiriendo el danzón con Amanda. Pero sé que los celos que sintió entonces fueron lo único comparable a la humillación con que había destruido mi orgullo y, sobra decirlo, mi amor.
Porque paso a paso, vuelta tras vuelta, palabra y palabra a la oreja, fui descubriendo que así es como quería vivir, con Amanda, bailando la velada, bailando las palabras amorosas, bailando el deseo fuera de la carne. Reír bailando, respirar bailando, y que la muerte nos encuentre así, en pleno delirio, bailando…