Cientos de años transcurridos, horizontes culturales franqueados y en el fondo no diferimos sustancialmente de todos aquellos hombres que con el devenir de los tiempos enfrentaron peste, cólera, viruela, sarampión, influenza o cualquier otra pandemia. Por más adelantos tecnológicos de los que gocemos seguimos siendo mortales, y el temor a perder aquello que con nada puede recuperarse nos lleva a guardarnos bajo llave cuando el hedor de la muerte hace su aparición en las calles.
Es por demás sabido que existe una marcada victoria de la Historia, que dicta el curso de los acontecimientos que marcaron a la humanidad, por encima de la historia, que retrata la cotidianidad. Hoy atestiguamos un punto de intersección entre ambas que tiene reminiscencias del 2009, cuando se anunció la suspensión de labores debido a la influenza AH1N1. Para entonces yo estudiaba la secundaria y, aun con mis 14 años, no logré desvelar el rostro de la pandemia ni del encierro; mis memorias de aquel acontecimiento de poco o nada sirven pues las calles del tiempo se han nublado de olvido. 11 años después atestiguamos otro capítulo en la historia de las pandemias llamado COVID-19. Esta vez he decidido escribir sobre la cuarentena a modo de cuaderno de bitácora.
Los días pasaban iguales uno tras otro, acunados por el ruido del tránsito que, había que reconocer, era bastante menor que el habitual; las calles no estaban desiertas, pero habían perdido sus mares circundantes de gente. Cuando comenzó a discurrir la cuarentena, muchas personas cayeron en estrés y angustia. Para entonces mi vida entre el desempleo y ser egresada de licenciatura me había forzado a crear un vínculo de intimidad con la palabra “monotonía” —lo cual supuso ventaja para mí frente a aquellos quienes veían en el encierro una prisión—. Había aprendido a abrazarla y balancearme entre la redondez de las “o” que la conforman, a fuerza de haber malgastado días y semanas previas a la COVID luchando contracorriente.
La sexta noche de cuarentena algunos vecinos de los edificios aledaños al mío cantaron a ritmo de mariachi y yo protagonicé un debate interno en que fui detractora y partidaria del hecho: por un lado me desagradaba el acto porque sentía que su hartazgo por el encierro —a seis días del mismo— representaba una afrenta para todos aquellos cuya economía no les permitió parar, pues entre la probabilidad de morir de inanición y la entonces posibilidad de contraer el coronavirus, la probabilidad tuvo sin duda mayor jerarquía; por otro lado, recordé que cada uno de nosotros nos hemos forjado al calor de distintos estímulos y es injusto esperar que reaccionemos de igual modo ante una misma situación. Pensé que si cantar era el modo de atenuar su angustia y aligerar sus días, no había nada de malo en ello y que todos realizamos diversas acciones a modo de baluarte. Estaba feliz por la belleza que supuso para mí tener tiempo de pensar y repensar algo tan intrascendente como aquello en el curso de nuestras vidas. A la mañana siguiente, me sentí estafada: mis vecinos no estaban cantando para sobrellevar el encierro, sino que esa noche se había celebrado una boda y estaban festejando con mariachis debajo de su edificio. Con mucho coraje caí en cuenta de que parte de vivir en sociedad es coexistir con las decisiones del otro y conocer, sin desearlo, un poco de su modus vivendi.
Era de esperarse que ante una epidemia global, las dinámicas de vida de la mayoría de las personas se vieran afectadas seriamente y que muchas culparan al encierro por hacer que su estabilidad —mental, emocional y económica— estuviera en la cuerda floja. Pero el encierro no es necesariamente un enemigo: nos da tiempo para pensar, para reconectar con nosotros y nuestra familia nuclear, para avanzar en nuestros proyectos y, ante todo, nos recuerda que somos artistas de nuestra propia vida, pues el confinamiento es un lienzo en blanco al que cada quien imprime su estilo, correlato de su propia identidad. Los hay neoclásicos: aquellos quienes conducen sus días bajo los preceptos de la belleza, perfección y armonía; son quienes mantienen una dieta balanceada y no trastocan sus horarios, control freaks de la limpieza personal y de su hogar. Románticos: aquellos que encauzan de modo creativo las emociones que les genera lo atípico de las circunstancias; artistas de clóset e innatos. Impresionistas: las personas espirituales que aprovechan este tiempo para “volver a los orígenes”, pues se centran en la luz y la naturaleza —aunque sea lo poco de ésta que ven desde sus ventanas y balcones en este monstruo de asfalto, o la que evocan desde sus memorias—. Y expresionistas: aquellos quienes la pasan por la calle de la amargura y su angustia los lleva a deformar la realidad y pintar el lienzo de sus días con trazos dramáticos. A este grupo pertenecen los conspiranoicos con teorías extrapoladas. Ésta es sólo una muestra representativa de actitudes que, según he identificado, han salido a relucir en el encierro, pero existen muchas más y son igual de válidas. En cuarentena y fuera de ella, cabe destacar la importancia de la observación para perfilar a las personas y llegar a un mejor entendimiento del otro.
Personalmente, hubiera querido pintar mis días de prevención domiciliaria al estilo neoclásico, pero la impermanencia y el proceso de asumirme como una persona falible y reconciliarme con ello no me lo permitieron. Si la propia naturaleza no permanece nunca estática, ¿por qué habríamos nosotros de asumirnos en tal condición? No somos una receta de cocina que deba seguirse metódicamente
Durante tres semanas me levanté temprano y me dediqué mayoritariamente a avanzar en mis proyectos; no obstante, mi condición caótica se impuso y subvirtió la situación más temprano que tarde: mis horarios se trastocaron, mi cuarto se asemejó a un campo de batalla en más de una ocasión, mi cajón de pijamas se vio asaltado y mi estabilidad mental tuvo que solicitarme que por los menos un par de días me vistiera con algo diferente a ropa de dormir. Hubiera querido pintar los días de mi encierro bajo el cobijo neoclásico, pero cuantos más pasaron, más me convencí de que el lienzo de mi vida, y el de mi cuarentena, es de marcada hibridación. Hubo días y momentos en que sentí ganas de meditar y de hacer introspección, y otros en que me olvidé del mundo frente a una pantalla, momentos en que agradecí poder compartir la mesa y la plática con mi familia, así como el tener con más frecuencia de la usual espacios de convivencia con ellos, y algunos otros en que agradecí la soledad de mi habitación; aun cuando siempre extrañé la presencia de las personas cercanas a mí, hubo días en que descubrí en su ausencia una invitación para reencontrarme con actividades que había postergado. En más de una ocasión me “enfermé” con redes sociales y aplicaciones, y también en otros momentos utilicé el internet con moderación y para otras finalidades.
Me moví por los rincones del departamento como cambié de estados de ánimo, actividades y preguntas. Experimenté en carne propia la angustia de no cumplir con mis expectativas, el miedo ante un posible colapso de nuestro sistema de salud, el dolor por el sufrimiento ajeno, la felicidad que supone alguna certeza en tiempos de incertidumbre, la tristeza por la añoranza de algún rostro, y no fue sino hasta entonces que hice consciente el hecho de que si una sola persona en un momento determinado atraviesa tantas facetas, sin lugar a dudas es ilusorio pensar en desvelar el rostro del encierro y hablar de vivirlo de modo unívoco. En tiempos en que se disputa la selección natural darwiniana, cada quien hace lo mejor que puede por su adaptación. ¿Cómo se percibirá la realidad de los que viven solos, los que fueron despedidos, los que no pueden permitirse la cuarentena, los que llevan a cuestas la pérdida de alguien, los que sufren de ansiedad, los que anteponen nuestra salud a la suya, las mujeres violentadas en tiempos de contingencia sanitaria? El cuestionamiento es el primer paso para la reflexión y ésta, a su vez, para la comprensión del otro. Sólo así podremos incidir en realidades propias o ajenas.