CUENTO / abril-junio 2020 / No. 85-86
La rara enfermedad

Para Brenda Suaste, con amor

Hubo un tiempo en que a cada minuto no sabía cómo podría llegar al siguiente.
ALBERT CAMUS



Me sentí impotente. Sabía que ya no podía hacer nada por Adriana excepto conversar con ella por videollamada, como desde hacía varios días.

—Quería hacer algo especial. No pensé que pasaría mi cumpleaños así: enferma, sola y encerrada en casa —dijo entre sollozos.

Cada vez que lloraba me daban ganas a mí también. Intenté no hacerlo, pero al final me quebré. Quise abrazarla, decirle que todo esto pasaría pronto, que ya tendríamos tiempo para festejar. Pero sabía que eso sería imposible.


Recuerdo aquella noche, antes del encierro.

Yo regresaba contento a casa después de nuestro encuentro. Caminaba ligero, sin prisas. Pronto sería su cumpleaños y pensaba celebrárselo de algún modo. Quería sorprenderla haciendo algo especial: ¿una comida con amigos? Tal vez. ¿O qué tal un viaje a la playa? Sí, mejor. Sólo nosotros dos para festejar. Esa idea me gustaba más.

Pero algo no andaba bien. Las personas caminaban inusualmente ajetreadas por las calles, como si temieran algo. Muchas llevaban entre las manos bolsas repletas de compras. Los automovilistas lanzaban bocinazos furiosos mientras intentaban ganar cada palmo del camino. No sabía qué estaba ocurriendo. Apreté el paso para llegar pronto a mi departamento.


Encendí el televisor y, contrario a mi costumbre, sintonicé un noticiario. Un hombre con gesto preocupado hablaba frente a la cámara. Era el secretario de Salud de la federación. Dijo que varios pacientes que habían sido diagnosticados con la rara enfermedad acababan de morir en un hospital de la ciudad. Y sospechaba que podía haber miles de casos más. Luego, otro sujeto tomó la palabra y alertó que, de no controlar los contagios, los hospitales no se darían abasto para atender a los enfermos. Lo que debíamos hacer era quedarnos en casa hasta que la parte más crítica de la emergencia terminara. Sólo serán unos días, finalizó.

Reconocí el hospital al que acababa de referirse el secretario. Estaba a unas calles de donde vivía Adriana. La llamé para advertirla, pero no atendió el teléfono.


Una extraña enfermedad se propagaba con gran rapidez por el mundo. Nadie parecía tener una idea precisa de cómo contener la pandemia. Algunos países ya habían recluido a las personas en sus casas para evitar los contagios, pero la medida no parecía tener mucho éxito. ¿De qué se trataba? De un nuevo virus que tenía a los gobiernos en alerta. Se sabía poco sobre su origen y todavía menos sobre cómo erradicarla. Sin embargo, lo que sí estaba claro es que aquel que era diagnosticado con la enfermedad estaba casi condenado a muerte. Por eso la máxima prioridad era frenar los contagios a como diera lugar.


A la mañana siguiente se declaró la cuarentena obligatoria. Nadie debía salir de sus casas excepto para comprar víveres. Y sólo podía hacerlo una persona por familia. El servicio de transporte público se detuvo, y la circulación cotidiana se restringió de forma drástica. Sólo los vehículos de emergencia podían desplazarse por las calles sin una autorización especial. En poco tiempo la gran capital del país se paralizó casi por completo.


Esa misma tarde llamé a Adriana para preguntarle si estaba bien.

—Sí, ¿por qué? ¿Ha pasado algo?
Me sorprendió que no estuviera enterada de lo que acababa de suceder. El hospital cercano a su casa había sido declarado como zona de emergencia. El virus se había salido de control y tuvieron que aislar el hospital para evitar más contagios. “Demasiado tarde”, había dicho un comentarista en la televisión. “El gobierno actuó con lentitud. Pronto veremos las terribles consecuencias de sus actos”.

Como ella tampoco era afecta a los noticieros, le conté lo que había visto. Se quedó en silencio unos minutos. Luego respondió:

—Hoy salí temprano a hacer unas compras y no vi nada raro. Creo que están exagerando.

Pero no fue así.


Días después presentó algunos síntomas de la enfermedad. La noté cansada, pálida. Respiraba con dificultad. Yo no dije nada para no preocuparla, aunque en realidad no lo hice para no preocuparme a mí. La videollamaba casi a diario para convencerme de que se trataba de otra cosa. Quise creer que su agotamiento se debía a las faenas de limpieza que hacía en casa desde la imposición de la cuarentena. Pero al décimo día fue innegable: Adriana se había contagiado. Ella se desmoronó al aceptarlo. Yo me aterré al saberme incapaz de ayudarla.


No sé cuántas veces marqué el número de emergencias para que la atendieran, pero en cada ocasión recibí la misma respuesta: el personal estaba rebasado. No había suficientes ambulancias para trasladar a los enfermos, y en los hospitales ya no había camas ni médicos para atenderlos.

—¡Hagan algo, por favor! —grité al auricular.

No importó cuánto lo intenté. Nadie iría por ella. Eso me quedó claro.


Salí de casa dispuesto a llegar con Adriana sin importar cuánto tiempo tardara en conseguirlo. Si en un día normal solía hacerme casi dos horas de viaje entre los distintos transportes que debía abordar, estimé que caminando, y a buen paso, llegaría en cuatro. Ella vivía al norte, casi en las periferias de la capital, y yo al sur. No importa, pensé, puedo hacerlo.

Apenas había avanzado unas calles cuando me interceptó una patrulla. Dos policías con trajes especiales bajaron del vehículo y me apuntaron con sus armas.

—¡Vuelva a su casa o disparo! —gritó uno.

Instintivamente alcé las manos e intenté explicarles, entre tartamudeos y frases inconexas, que mi novia necesitaba atención médica con urgencia. Pero su respuesta fue contundente: o volvía a casa de inmediato o me dispararían. No tuve opción. Me escoltaron de regreso hasta que crucé nuevamente la puerta del edificio.


Volví a intentarlo otras veces sin conseguirlo, lo que me llevó a elaborar planes cada vez más complejos y, sinceramente, también ridículos, para evadir la vigilancia policial. Al final, y medio loco de desesperación, tuve que admitir mi derrota.

—Perdóname, amor —le dije. Y me eché a llorar.

No sé cuántas veces repetí la frase. Adriana también lloró. Me pidió que me cuidara y que tuviera la fuerza para resistir. También dijo que me quería. Luego cortó la videollamada.


Hay un silencio aterrador que, con el paso de los días, se ha hecho más pesado. Antes, al principio de la emergencia, se podía escuchar a los vecinos de mi edificio adaptarse a su vida en el encierro. Sin embargo, sus voces se han extinguido de a poco. A veces se oye un llanto lastimero aquí, o allá. Luego resuenan unos pasos sordos por las escaleras. Sólo una vez me asomé por la mirilla de la puerta para descubrir de qué se trataba.

Eran unas personas cubiertas con trajes y equipos especiales, y máscaras con respiradores artificiales. Sacaban a alguien del departamento de enfrente en una cápsula. Una mujer lloraba diciendo que su esposo todavía no estaba muerto.

—Pero lo estará —respondió uno—. Ya vendremos por usted después —dijo otro, Y con esa advertencia se fueron.

Así se han ido apagando los sonidos en el edificio.


Desde nuestra última conversación no he vuelto a saber nada de Adriana. No responde mis mensajes, no toma mis llamadas. Me niego a aceptar que ha pasado lo peor. Por eso insisto. Por eso la sigo buscando. Pero nada sucede.


El gobierno no ha podido controlar la pandemia, por lo que ha prolongado la cuarentena. La cifra de muertos que reporta el secretario día con día es abrumadora. Y con el paso de las horas va en aumento. Nadie puede asegurar cuándo terminará esto. El tiempo se ha vuelto incierto. Los días, interminables. No sé si pueda soportarlo más.


Encendí una vela el día de su cumpleaños. La coloqué en la mesa del comedor y canté muy bajito “Las mañanitas”.

—Pide un deseo, amor —le dije al vacío de mi oscura estancia.

Recordé las noches que pasamos juntos, nuestros planes a futuro, y todas esas cosas que postergamos para otro momento y que ya no podríamos hacer. Quise tomarla de la mano, decirle te quiero y besarla después. Deseé con desesperación estar otra vez con ella. Cuando comprendí que no volvería a verla sentí todo el peso de mi soledad. Fue desolador. Me quedé así viendo el movimiento errático de la llama hasta que la vela se consumió.




Raúl Solís (Ciudad de México, 1989). Es autor de los libros de cuentos Ajuste de cuentas (Maldurmiente, 2015) y Un perdedor sin futuro (Lectio, 2017). Fue finalista del concurso internacional Cada loco con su tema (BENMA editoras, 2013).

 

Punto en Línea, año 17, núm. 113, octubre-noviembre 2024

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