CRÓNICA / abril-junio 2020 / No. 85-86
Memorias de un futuro macabro.
El coronavirus en tiempos de la desigualdad

El día del fin del mundo
será limpio y ordenado
como el cuaderno del mejor alumno.
Y yo diré: “El mundo no puede terminar
porque las palomas y los gorriones
siguen peleando por la avena en el patio”,

JORGE TEILLER


¿Qué le dijo Milton Friedman
a los pobrecitos alacalufes?
A comprar, a comprar,
que el mundo se va a acabar.

NICANOR PARRA


Lo sabían bien nuestros amigos, los poetas chilenos que vivieron plenamente la violencia de la Guerra Fría en el Cono Sur, las dictaduras y la amenaza de la catástrofe nuclear; los que veían la necropolítica regir el discurso de los gobernantes, los medios de comunicación, el presente que se abría como un barranco sin fondo. Ellos sabían que el lenguaje del futuro era el lenguaje de la desesperanza y la desigualdad. ¿Cómo es que puede ser tan familiar para nosotros el discurso de la catástrofe, los paisajes de la desolación y del desastre? Quizá no sea una total coincidencia que casi un año después del lanzamiento de Chernobyl en HBO, la serie de televisión con más éxito comercial jamás producida, una extraña enfermedad con nombre de ametralladora, la COVID-19, se esparciera por el mundo como una onda de choque, transmitiéndose de persona a persona, como la radiación, contaminando gradualmente la tierra y el aire. “Chernobyl es la guerra de guerras. No hay ningún lugar a donde huir, ni debajo de la tierra, ni debajo del agua o del aire”, relata una de las sobrevivientes del libro en el que se basó la serie, Voces de Chernobyl: la historia oral de un desastre nuclear de Svetlana Alexiévich, un libro escrito décadas antes del reciente boom comercial de las series que abordaban las distopías contemporáneas de la ciencia ficción como Black Mirror. Quizá por ello resulta impresionante que una serie basada en un hecho real haya tenido aún más rating que Game of Thrones. Como si previéramos, en una especie de déjà vú futurista, nuestro propio presente siniestro, o como si nos identificáramos con nuestra propia conciencia amenazada.

Sólo así es posible explicar que un año antes del coronavirus la historia de los sobrevivientes de un accidente científico acaparara la atención no sólo de la comunidad no científica, sino de un público sin demasiada conciencia ecológica; y a decir de su interés morboso en las historias de destrucción gratuita de la humanidad por medio de virus, alienígenas y otros agentes no humanos, posiblemente tengan muy poca solidaridad con su propia especie, tal vez porque nos interesa ser los observadores más que quienes padecen. El desastre es interesante, hasta que uno lo vive. Y el fin del mundo o el colapso de lo humano no deja de ser una ficción fascinante hasta que uno experimenta en carne propia una tragedia social.

Desde el estado vecino de New Jersey, a una hora exacta de la ciudad de Nueva York, miro las imágenes espantosas que me llegan a la pantalla y siento un escalofrío al leer cómo muere un enfermero que no se quitó la ropa contaminada en un hospital. Recuerdo la imagen de la serie Chernobyl de los bomberos arrancándose la ropa radiactiva que lentamente despedía radioisótopos en un cuarto. Van cayendo uno a uno como los bomberos de Chernobyl, que fueron los primeros en acercarse a la fuga de material radiactivo. Después, los trabajadores del hospital y del metro, los parientes, los operadores del tren van muriendo solos y aislados porque han prohibidos los funerales, las visitas al hospital; comienzan a enfermarse ahora los doctores, que son como los soldados en este país que estaba preparado desde hacía décadas para la guerra, pero no para proteger la vida de sus habitantes frente a una enfermedad de destrucción masiva. Como en una especie de flashback de algo que no viví, veo a miles de hombres jóvenes formados para retirar material radiactivo de la cúpula del reactor nuclear en Chernobyl, a los miles que se ofrecieron exponiéndose críticamente a los átomos asesinos con tal de salvar a su régimen. Si se quedaban más de un minuto, se morían poco tiempo después. Parece que así están los doctores en Nueva York, sumergidos en la atmósfera infectada de los hospitales y las clínicas, en donde la muerte es solamente una función de la exposición y del tiempo.

¿Qué pasa con Nueva York, que parece el tercer mundo? Me había preguntado un amigo belga que no podía dejar de mirar, hipnotizado, la película de terror de Nueva York, la ciudad que nunca antes en nuestras vidas había mostrado esta cara, la cara de la precariedad enorme de la ciudad que, con todo y sus indigentes, se había tenido por la más próspera de Estados Unidos. Asistir al espectáculo macabro era como ver la pintura del salón de fiestas despegarse y caer, ver el esqueleto del edificio más espectacular expuesto en toda su desnudez. El mito estaba roto, el vidrio sí dejaba pasar el viento y el agua. La pobreza y el hacinamiento del Queens, el barrio con más inmigrantes de NYC, resultaba en una mayor mortandad de quienes no tenían papeles o acceso a un seguro médico, o se morían antes de ser atendidos en el hospital de Elmhurst, el más saturado de la ciudad dentro del barrio más amontonado y diverso de la ciudad. De golpe imaginé a los vendedores ambulantes de Central Park, los repartidores de comida, los albañiles subidos en los andamios que saturaban todas las calles de Manhattan, las sirvientas y las cocineras, las conserjes que limpiaban los baños en Grand Central, Port Authority, el MET y todos los lugares públicos a los que yo había ido sin mirarlos, sin reconocerlos como parte del paisaje. De pronto, todos aquellos trabajadores subterráneos emergían a la superficie como los productores de una economía que en vez de recompensarlos por su sacrificio quería volver a empujarlos por debajo de la tierra para que nadie los mirara sostener el mundo.


Veo a Nueva York, esa ruleta rusa de la muerte que hace un mes era un parque de diversiones a donde la gente iba a ver espectáculos muy diferentes al que ahora se presenta a diario y a toda hora gratis en las calles vacías de Manhattan y de Brooklyn, y no puedo dejar de pensar que en un mes la Ciudad de México se va a ver así si todo sale mal, como ya está pronosticado. Nadie creería ahora que cada viernes la hoy vacía estación central de Penn Station parecía metro Hidalgo en hora pico, a las 5 de la tarde, y que todos corrían cuando anunciaban el número de tren, inundando el andén como hormigas desesperadas. Me imagino a las grandes masas de gente en el sistema de transporte colectivo capitalino, abandonando las calles como un río que deja su lecho e interrumpe su curso por un tiempo indefinido, y sin embargo infinito. Porque tal vez soy incapaz de imaginar a mi ciudad vacía, vacía de una manera distinta a esa ciudad que en los domingos abre Reforma y Félix Cuevas para dejar pasar a los ciclistas que se adueñan por un día de la calle, esa ciudad engañosamente pacífica que llena de familias dominicales Chapultepec, el Centro y el Parque de los Venados. No me imagino al tiempo caminando distinto de lo que camina en el viernes frenético o en el ocioso domingo. Porque la quietud que se vive aquí en los suburbios de Nueva York no corresponde a ningún día de la semana. Los lunes ya no se sienten como el primer día de la semana, los viernes están llenos de angustia en vez de alivio, sólo los pájaros y los venados están contentos, como si ahora fuera el tiempo de ellos, el tiempo en el que pueden dejar de esconderse y pueden salir a pelearse por la avena radiactiva, como las palomas de Teiller en el lejano Lautaro.

Nos equivocamos al predecir el futuro. No nos alcanzó la imaginación para visualizar la crudeza de los paisajes que nos tocaría vivir. No era el barco naufragado en un mundo congelado del pintor Kasparov David Friederich, o los paisajes desolados de Turner en una costa sin gente. Era un paisaje de guerra en el que faltaban los que iban al frente de las filas: los enfermeros con ropa infectada, los operadores de los trenes en los suburbios de Nueva York, los trabajadores del metro en la gran metrópoli, los tenderos mexicanos en Queens, los inmigrantes que trabajaban en la mayor parte de los comercios en Brooklyn y en Manhattan, los que tenían que ir al trabajo para que no dejaran morir otros miles que dependían de sus servicios. Eran, sobre todo, los de los salarios más bajos y la vulnerabilidad más alta, tantos sin seguro médico, sin ahorros, sin casa propia, sin familia y sin país en un terreno sitiado en donde se los veía como invasores, usurpadores de un bien público del que eran productores pero no partícipes, pues todas las ganancias netas iban para la compañía, el estado, el país; ellos no eran más que la materia prima, el material inflamable que si se quemaba ni siquiera era visible para los que vivían de él, al menos hasta ahora.

Finalmente empiezan a surgir los que estaban a espaldas de la sociedad, porque la sociedad les había dado la espalda. Se empiezan a escuchar las voces de los que nunca habían hablado, de los que no salían en las noticias ni estaban en la lente de la cámara, de los obreros y los trabajadores sociales, de los cuidadores a domicilio que iban a trabajar cruzando la ciudad desde las profundidades del Bronx, de los mecánicos de Chinatown, de los marchantes de los mercados de Brighton Beach, de los boleros de Harlem, de los trabajadores del camión de la basura. Finalmente salían en el voluminoso periódico del New York Times las sirvientas de Washington Heights, los meseros a quienes corrieron porque cerraron casi todos los restaurantes, los conductores de autobuses vacíos en las calles vacías y todos aquellos a los que el estado norteamericano trató de mantener en la ignorancia para que siguieran sin alzar disturbios en sus cárceles, como los encarcelados de Rikers Island a los que están dejando morir sin derecho a suministros de limpieza ni atención médica porque son demasiados y porque es más fácil darlos por muertos. Tal vez tenía razón mi amigo cuando decía inconscientemente que NYC era también el tercer mundo. Todos ellos y todos nosotros vivíamos en una precariedad inadvertida, en un equilibrio tan frágil que no nos dábamos cuenta de que éramos ya parte de este paisaje devastado en el que, como los llamara Mario Benedetti, somos los “aparecidos”:

Están en algún sitio / concertados
desconcertados / sordos
buscándose / buscándonos
bloqueados por los signos y las dudas
contemplando las verjas de las plazas
los timbres de las puertas / las viejas azoteas
ordenando sus sueños sus olvidos
quizá convalecientes de su muerte privada

nadie les ha explicado con certeza
si ya se fueron o si no
si son pancartas o temblores
sobrevivientes o responsos

ven pasar árboles y pájaros
e ignoran a qué sombra pertenecen

cuando empezaron a desaparecer
hace tres cinco siete ceremonias
a desaparecer como sin sangre
como sin rostro y sin motivo
vieron por la ventana de su ausencia
lo que quedaba atrás / ese andamiaje
de abrazos cielo y humo

cuando empezaron a desaparecer
como el oasis en los espejismos
a desaparecer sin últimas palabras
tenían en sus manos los trocitos
de cosas que querían.
Están en algún sitio / nube o tumba
están en algún sitio / estoy seguro [...].



Highland Park, New Jersey, 31 de marzo de 2020


N. de la A.: El título original del poema de Benedetti es “Desaparecidos”, que adapté para fines de este texto. La mayor parte de las historias recopiladas aparecen en artículos de la edición electrónica del New York Times del mes de marzo de 2020.

Violeta Orozco (Ciudad de México, 1989). Poeta bilingüe. Egresada de Filosofía en la UNAM, maestra en Letras Hispánicas por la Ohio University y estudiante del doctorado en Letras Hispánicas en Rutgers University. Obtuvo el Premio Nacional al Estudiante Universitario José Emilio Pacheco en poesía en el 2014. Autora del poemario El cuarto de la luna (2020). Su poesía en inglés ha sido compilada en varias antologías de Estados Unidos. También ha colaborado en revistas como La Palabra y el Hombre, Tercera Vía y Line Magazine.

 

Punto en Línea, año 17, núm. 113, octubre-noviembre 2024

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