El 23 de marzo de 2020, la Universidad Nacional suspendió labores presenciales, de acuerdo con la política de distanciamiento emprendida por el gobierno federal como parte de la estrategia para enfrentar la epidemia de covid-19. En dos meses transcurridos, Cultura UNAM ha programado más de 700 actividades en línea, gratuitas, dirigidas a la comunidad propia y externa. Entre las acciones de la Dirección de Literatura y Fomento a la Lectura, Punto en Línea lanzó la convocatoria “#VivirElEncierro: la escritura y la vida en el encierro, la literatura y el arte en contingencia”, con el objeto de recabar material literario y visual para publicar un número especial de la revista. La respuesta desbordó nuestras expectativas y el material seleccionado nutrirá no sólo este número especial sino también el siguiente.
Vivir el encierro… El concepto podría ir aparejado con un cierto romanticismo que intento desmontar. Si tomamos dos de las acepciones consignadas por la RAE para definir “encierro”, éstas resultan incluso antagónicas. Por un lado, “clausura, recogimiento”, que remite a una introspección monacal y hasta idílica; por el otro, el encierro puede ser una “prisión muy estrecha, y en sitio retirado, para que el reo no tenga comunicación”. La primera idea implica una decisión propia –dejando de lado la obvia referencia religiosa, pongamos como ejemplo la decisión de Juan Carlos Onetti: pasar sus últimos años encerrado y postrado en una cama donde leía, comía y escribía asistido, claro, por su esposa Dolly Muhr–. En la segunda acepción –la celda–, el encierro es impuesto desde el exterior y se asocia al castigo y la incomunicación. Con esta edición pretendemos justamente lo contrario, incorporar ambos significados para abrir una ventana en este nuestro encierro y mediante ella comunicarnos: tender puentes entre quienes escriben, quienes leen, quienes crean, quienes ven el trabajo de otras y otros; entre quienes se nutren en una y otra orilla de estas páginas virtuales.
Por lo demás, el encierro puede ser, como veremos en los textos y propuestas visuales que ocupan este número, del calibre que cada quien defina para sí: se puede estar encerrado en una celda pero también en una isla, y la reacción al encierro es tan distinta como quienes lo viven: el abanico es inabarcable, y la situación actual es tan desbordada que textos que hace un año hubieran sido clasificados en el subgénero de las distopías hoy resultan exponentes del realismo. La diversidad de propuestas literarias y artísticas que presentamos da fe de ello, y la forma híbrida que advertimos en muchos de los textos nos hace pensar en la necesidad de eliminar las categorías genéricas en nuestro índice. Las mantenemos por el momento con una mera intención de agrupamiento de los materiales, y así los detallo en esta nota.
En el inciso dedicado al Ensayo, Kevin Aragón da voz con ánimo pandémico a diversos personajes que han poblado las noticias recientes –Tedros Adhanom, Li Keqiang o el cardenal Di Modica– en “Microsíntomas”, texto emparentado formalmente con los “Fragmentos desde el encierro” de Gabriela Ardila. Sin embargo, el ensayo de Ardila es un ejercicio introspectivo en el que la autora parte de una negación: “No quiero hablar del encierro”, para desde ahí fluir en una serie de estampas en las que hilvana la palabra de distintos autores con la propia reflexión. Héctor Perdomo ensaya desde la cotidianidad de su encierro: levantarse, comer, dormir, levantarse… La sucesión de los días regida por los ciclos fisiológicos. Habla, desde luego, del tiempo, como también lo hace María Fernanda Quiñones en su “Óleo sobre tiempo”, una bitácora en la que aborda la constatación de la propia mortalidad o, más aún, de la mortalidad de la especie. En esta categoría ubicamos también “Esperábamos el fin del mundo”, de Joaquín de la Torre, que rebasa los límites del género para transmitir un retrato del ánimo ante el paso del tiempo; y “La vuelta a casa en 80 libros”, en el que Alejandro Espinosa Fuentes hace un ejercicio de memoria de lecturas para elaborar una suerte de lista de “libros habitables” –¿libros refugio?–.
Presentamos seis colaboraciones poéticas muy distintas, desde los haikús de Mariana González, las imágenes melancólicas de Diana Marcela González y la efectividad en los versos de las “Cacerías” de David Anuar, hasta el aliento extenso de Julio María en “Afuera es abril”, poema que, en un ritmo que recuerda las letanías, relaciona la crisis actual con otros dolorosos episodios de la Historia. Además, Eduardo Ismael traza un mapa para “resucitar la catástrofe como un naufragio inverso” y Yaroslabi Bañuelos participa con dos poemas de corte narrativo, ambos de una sencillez y potencia notables.
La crónica, que ha recobrado auge entre las y los escritores en México, es, quizás, la forma de comunicación narrativa más inmediata en situaciones de crisis: un género necesario, híbrido de origen, que se vuelve imprescindible en tiempos en que entender qué pasa es primordial. Publicamos en esta revista el trabajo de tres autores egresados de nuestra universidad: Miguel V. González y Sara Angélica Cruz, quienes cuentan episodios de su cotidianidad en confinamiento, y Violeta Orozco, estudiante en Rutgers University. Esta última aborda, en una crónica que linda con el ensayo, la tragedia de los inmigrantes en Nueva York y muestra esa “cara de la precariedad enorme de la ciudad […] más próspera de Estados Unidos”; “un paisaje de guerra” donde cae sin remedio un ejército de desposeídos.
En el rubro de Cuento, Raúl Solís retrata nuestros peores temores y recrea escenas de la ciencia ficción que ahora resultan perfectamente posibles, mientras que Raquel Verdugo recurre al distanciamiento al referirse a otro encierro epidémico (en la Sevilla de los años noventa) para lograr una entrañable pieza de humor negro: “La maldición de la tortuga filipina”. En otro registro, la zacatecana Alejandra R. Montelongo abreva de la tradición de literatura fantástica en su cuento “El murmullo”, y Julio Benítez concreta un ejercicio metaliterario en “Sexto día”. Publicamos también dos minificciones: “Indicaciones para la prueba de Covid-19”, una suerte de manual para sobrevivir emocionalmente escrito por Ana E. Gómora, y “Pandemia hipermoderna”, descarnada estampa del desencanto que provoca nuestra especie, obra de Alejandro Espinosa Gaona. Completan nuestro índice de colaboraciones literarias un unipersonal de la dramaturga Gully Miller: “Diario de nubes”, cuyo personaje revive su historia de dolor mientras pasea su encierro en una azotea, y la reseña de Rodrigo Martínez a la película Je, toi, il, elle de Chantal Akerman, el relato del confinamiento voluntario de una mujer como respuesta al desamor.
El apartado dedicado a las colaboraciones de artes visuales y multimedia es afortunadamente diverso: tres carteles alusivos a las campañas de distanciamiento realizados por Eduardo Ceceña, Dani Lapin y 13Death; una serie fotográfica en la que Adrian Quiros capta la desolación desde un cuarto de hotel; un ejercicio introspectivo en tinta, obra de Ixchetl Rojas; la reproducción digital de un óleo/tela pintado por Benito García Prieto; y tres trabajos narrativos de distinto orden: la minificción en imágenes de Joseline Santos Goroztieta, una animación en video de Luis Antonio Hurtado que articula con maestría imagen y música, y el fanzine digital “En tiempos de coronavirus”, de Leonora Flores Calatayud, que emplea este medio con fortuna en una campaña de autocuidado.
Cierro así este comentario, extenso para ser una nota editorial. He querido, sin embargo, referirme sucintamente a cada una de las colaboraciones, y agradecer a quienes participaron en esta convocatoria y a quienes participan con su lectura en esta edición. Hacer literatura y arte, y conocer la producción de otras y otros, quizás pueda funcionar, en tiempos de crisis, como un antídoto contra la incertidumbre.
Carmina Estrada