Me digo que hemos terminado. Busco el día, la semana apropiada, el horario indicado para irme. Si lo hago mientras duerme, tendrá un horrible despertar. Se lo merece, alguna vez me hizo sentir ese vacío, pero no me complace aun así.
Si lo hago mientras mira, no me dejará proceder: comenzará a llorar, suplicará, enlistará todo lo que sí ha hecho bien. No puedo mirar su rostro descompuesto sin sentir la necesidad, el deber, el impulso de darle consuelo. No, debo irme cuando salga a la calle. Al menos estará consciente cuando pase…
Dejo ir un día tras otro. No me atrevo a elegir una fecha, una corrida que me lleve a esa otra casa que seguimos rentando. Podría ser mi primer escondite. O si no soportara los recuerdos, podría decirle que se fuera y quedarme. No, no quiero eso. Tengo que moverme yo.
Estoy revisando de nuevo las corridas cuando llega, repentinamente, más temprano de lo esperado. Está sonriendo, me dice:
—Nos dieron home office por la contingencia. ¡Gracias a Dios! ¡Ya te extrañaba! Se habían tardado; ya estamos en fase dos, creo. Aunque sólo me quedan dos semanas de contrato.
Ahora deberé hacerlo en su cara.
Pasan días interminables en los que le anuncio cuán definitivo puede ser todo esta vez. Cada mañana se lo recuerdo, nos atormentamos con ello, para no dejar que el hecho de despertar en el mismo colchón pequeñito le —nos— genere falsas esperanzas. Por la tarde nos permitimos un beso. Sentimos verdaderas ansias por darnos aunque sea un poco de la ternura habitual. A veces no logramos resistirnos y luego nos reprendemos por ello. Especialmente yo.
La noche antes de “elegir mi viaje” e intentar comprarlo, llega un mensaje del casero (del lugar a donde iría): “Me apena, debo pedirles la casa. ¿En cuánto tiempo podrían desocupar?”. Tal vez un mes, o preguntaría por dos meses; sin embargo, le debemos lo del recibo del agua, y ya estuvimos pagando renta sin usar el lugar… Planeábamos volver. ¿Me voy? ¿Me quedo? De todas formas habrá que sacar nuestras cosas. No son muchas, pero me vendría bien ayuda… Le pido unos días para definirlo.
Estoy harta del odio y de resistirme a nuestro abrazo, así que a la mañana siguiente mi desayuno es su cuerpo. ¿Cuántas veces decimos “TE AMO” en estas dos o tres horas? Estoy flotando, nuestro enamoramiento es el de dos colegiales de 15 años. Por un par de días, nada más importa. Ni siquiera que no me apoyara, o que me plantara en ciertas ocasiones.
Cuando el rencor amenaza con asomarse de nuevo, ambos caemos enfermos. Una gripe, algo de fiebre, cansancio y malestar general. Nos cuidamos mutuamente; nos traemos el té por turnos; nos recordamos que tenemos tesoros que otras parejas no tienen, cosas que nos han mantenido unidos e ilusionados. Me da un masaje…, le leo…, comemos en la cama…
Al salir por primera vez después de la gripe (aún con secuelas), nos dimos cuenta de lo melancólico que resultaba tener el tiempo y el espacio físico disponible para andar por las —habitualmente abarrotadas— calles de la ciudad, y de que esto era relativamente inútil porque los pequeños cafés estaban cerrados, el transporte comenzaba a espaciarse, los bancos habían entorpecido su servicio, y el cine… Sentía el cansancio por la caminata después de varios días en reposo, no sabía los horarios ni qué películas había en cartelera, pero ir al cine me pareció una buena opción para reposar y relajarnos. “¿Puedes ver la cartelera mientras me siento aquí un minuto?”, le pedí. Ahí estaba yo, pensando que tal vez no resistiría más paseo, cuando escuché: “Ya cerraron el cine”.
No podía creerlo. Ni siquiera durante el brote de H1N1 lo hicieron. No había precedentes. Tuve que acudir y comprobar con mis propios ojos la más dramática y repentina despedida que ningún servicio había ofrecido jamás, ahí, donde se suponía que estaría la cartelera. Yo sabía que se había restringido el aforo de las salas, pero… La situación había pasado al siguiente nivel.
Volvimos a casa y las redes sociales no fueron un consuelo, todas hablando de lo mismo. Ya desde entonces comencé a odiar las palabras covid, contingencia, pandemia, y no he vuelto a encontrar publicaciones que no las contengan.
Conseguimos los boletos de autobús y le envié mi respuesta al casero. En la central, una mujer que parecía salida de una cocina industrial nos apuntó a la cara con una sofisticada pistolita (un termómetro infrarrojo) y nos concedió el paso después de comprobar los números en el aparato. Ya para abordar, me pidieron retirarme el cubreboca y el gorro de mi sudadera durante el cateo. Supongo que les ha costado decidir entre el peligro de un virus y el de la portación de armas. Me pregunto: ¿qué rayos le harán a los que sí tengan fiebre?
Imaginaba que allá, en provincia, las calles estarían desiertas y las restricciones se harían mucho más enfáticas, pero no, no entonces. Podía verse a la gente haciendo sus actividades de siempre, incapaz de permanecer encerrada durante las horas más calurosas en esas casitas de interés social construidas con moldes y sin aislantes térmicos, adosadas al resto. Algunos traían cubreboca, quizá uno de cada siete o menos, y casi siempre se trataba de aquellos que no tosían. La tranquilidad reinante nos incitó a pasear; hacer las compras; seguir con lo nuestro. Y no deseaba que fuera de otra manera.
En la primera visita al supermercado me había parecido molesto que me rociaran las manos con cantidades exageradas de desinfectante y me miraran como reprochándome algo. Pero en un segundo intento, las puertas cerradas a excepción de una y el apostamiento de un guardia que parecía dispuesto a la violencia sin motivos, daban la sensación del fin de la sociedad civilizada y del Estado de derecho.
Como en internet decía que no hacerlo era una “recomendación” (en contraste con “fuerte recomendación” o “prohibición”), nos atrevimos a visitar la playa, relativamente cerca, aunque con el ligero temor de que las patrullas se detuvieran y descargaran uniformados. Corrimos con suerte y, después de todo, no estábamos conglomerados ni mucho menos.
De acuerdo, nunca fuimos muy gregarios ni asiduos a las fiestas; a menudo hemos evitado las multitudes, e incluso ya usábamos cubrebocas mucho antes de que fuera mainstream, por alergias. Y sin embargo, comenzábamos a extrañar horriblemente la libertad de ingresar a los lugares públicos de siempre, o estornudar sin temor a ser señalados, rechazados o aislados. A esas alturas ya sólo salíamos para comprar comida hasta donde nuestro bolsillo de desempleados en cuarentena nos lo permitía. Sí, los ingresos entraron en recesión también.
Al cabo, abreviamos el proceso, desocupamos la casa, conseguimos boletos de vuelta —temíamos que cancelaran el servicio— y partimos con infinitas maletas. El regreso fue más bien un descanso, con pocas novedades, salvo encontrar más restricción y vigilancia. Justo ahora, habríamos evitado viajar probablemente. Y claro que nos juzgarían si supieran nuestras andanzas, que ofenderían a quienes viven en el terror, aferrados al gel antibacterial, mas no es posible vivir sin salir por los víveres, sin asomarse de cuando en cuando a ver cómo va la cosa, sin buscar cómo ganarse la vida. No es posible —para el mexicano, en un país como éste— vivir todo el tiempo con miedo. Eso no significa, de ninguna manera, que desdeñemos ciertas precauciones. Pero ¿acaso es realista imaginar al repartidor de fast food como un ente esterilizado y mágico? Realmente TODOS rezamos porque esto (la pandemia) sea mentira, o porque termine pronto y no nos termine a nosotros. No obstante, el pánico nunca ha sido buen consejero. ¡¿Cómo se creen mejores, más responsables o moralmente superiores las bestias que avientan cloro en la cara a los médicos o desalojan de su propio barrio a los enfermeros?! Vaya mundo… Tan simple y tan cierto: las crisis sacan lo mejor y lo peor de las personas. ¿Cuántos ya han descubierto de qué están hechos realmente?
No tenemos refri, por lo que comprar para tres días implica verdaderos malabares. Sólo nos permitimos proteína animal fresca el día uno. El resto, verduras aguantadoras y suministros no perecederos. ¿Habríamos sido capaces de sobrevivir a todo esto en soledad y con el corazón roto? Realmente ha sido mi excusa para seguir a su lado, de donde nunca he querido irme. Pese a los conflictos, siempre hemos mantenido la confianza y el respeto entre nosotros, y eso es lo que nos permite reacomodar todo.
Seguimos buscando el sustento, la película interesante, el arte propio, nuestro equilibrio. Alguna vez las personas hemos deseado “que el mundo se detenga unos días”, en especial ante decisiones difíciles de las que dudamos mucho; y ahora ha pasado, o casi, en apariencia al menos.