En 21 días he identificado más de 10 miradas de Lola. Erróneamente creía que a lo mucho tenía tres: la expectante que utiliza cuando escucha un sonido extraño; la demandante cuando quiere eso —sea lo que sea que yo esté comiendo— para ella; y la estándar, que pone el resto del tiempo. Pero no, resulta que tiene todo un stock de miradas.
Entre mis favoritas están la curiosa, que se le escapa cuando hago algo inusual —va acompañada de una inclinación de cabeza cuyo ángulo depende de cuán extraña le parezca mi actividad—, y la compasiva, que elige para acompañarme cuando se lo pido en un momento de roce con la depresión; y digo que se lo pido porque Lola no es como los perros de redes sociales que corren a consolar a sus humanos al verlos llorar: ella comprende y reconforta sin perder distancia, así que en el remoto caso de que los animales de compañía también tengan que alejarse para evitar contagio, ella ya lleva práctica.
No me malentiendan: Lola no es antipática, de hecho le gusta estar rodeada de gente porque eso se traduce en más manos para jugar y, sobre todo, para acariciarla, pero cuando se trata de dramas y sentimentalismos pasajeros, se pone indiferente, no porque no le importe, sino porque sabe que son nimiedades.
Mi tercera mirada favorita es la de enfado. Me di cuenta de que la tiene una tarde en la que regábamos las plantas del jardín y, al paso de un san bernardo por la calle, atravesó el barandal y salió corriendo tras él. ¿Con qué objetivo? No lo sé, porque vale decir que Lola tiene el tamaño de un peluche mediano o la misma estatura de un niño de dos o tres años. Naturalmente salí como loca a perseguirla porque, en mi cabeza, el sanberna ya la tenía entre los dientes, pero no, sólo la veía hacia abajo mientras goteaba saliva, y Lola, con ojos saltones, ceño fruncido, cola rígida como antena apuntando alto y ladrando yo no sé qué. La cargué para llevarla de regreso y me miró con ese enfado que dice: no te metas en mis asuntos.
También está su mirada circunspecta, que selecciona para cuando se recuesta con una pose diplomática y te ve como su peón; la de chiflada, que probablemente sea la más divertida, y que inevitablemente pone al zarandear sus juguetes de felpa hasta sacarles el relleno; la somnolienta, al despertar o a punto de caer entre los brazos del Morfeo perruno, y que prácticamente tiene todo el día porque ¡cómo duerme!
Pero, definitivamente, la que nunca me puedo permitir olvidar, es la de enamorada. No sé qué piensen sobre esta idea de que los perros se enamoran profundamente de sus dueños, en el entendido de que ellos son capaces de experimentar emociones y sienten amor por quien los protege, les da afecto, un techo o —en algunos casos— todo lo contrario, porque su corazón es tan grande que no hay espacio en ellos para entender la maldad.
El caso es que, en el sexto o séptimo día de mi "autocuarentena", cuando estaba sentada en la sala con Lola recargada en mis piernas y mi mano sobre su cabeza, me miró con esos ojos café profundo como queriendo decir: ¿Así será para siempre? ¿Estarás conmigo todo el tiempo? ¿No volverás a trabajar para quedarte en casa todos los días?
Hoy es el día número 21 y no sé cuántos más de confinamiento nos restan con esta enfermedad que nos hace ver desdicha de tantas formas, pero casi podría jurar que, para Lola, tenerme en casa durante tanto tiempo ininterrumpido es lo mejor que le pudo pasar. Y la cosa es que ahora no sé cómo le voy a explicar que tengo que salir cuando todo esto vuelva a la tan anhelada y cada vez más lejana “normalidad”.