Mi actitud ante la vida ha sido la de cualquier hombre rutinario: temo las sorpresas y los imprevistos. Me aterra encontrar vacía la caja del cereal o retrasarme en el pago del recibo telefónico. Cosas sigilosas y simples custodian el transcurrir de mis años. Por ello, al iniciar la idea del collage, me alimentó un enfermizo deseo de mutación, un impulso dialéctico.
Inició en uno de esos momentos en que uno decide hacer cualquier cosa para sentirse vivo. Tomé del librero un mapa citadino ordinario. Lo extendí sin interés, eché un vistazo a una o dos colonias en él y bostecé.
Antes de continuar mi relato, deben saber que soy padre de una hermosa bebé con poco menos de un año de edad, de rostro pálido como la luna, rematado por una oscura cabellera. Le llamó Gugú, porque apenas puede articular pequeños enunciados en los que las sílabas gu gú conforman el 80 % de su vocabulario. Es una niña linda, porque es linda y además porque es mi hija, y baste eso para el presente relato, el cual, por cierto, retomo en el momento en que tomaba de mi librero un mapa citadino.
Gugú trataba de arrancar los botones a un oso de felpa; Mamá (mi esposa) había marchado a casa de mi suegra, para arreglar no sé qué asunto. Fue una inspiración súbita, provocada por Gugú, lo que me llevó a concebir la idea. La nena estaba incontrolable, después de dar batalla a los botones del oso decidió atacar una de las páginas del mapa. No pude evitarlo, cuando pretendí actuar era tarde: había desprendido un trozo de la página y lo había colocado sobre la hoja siguiente.
Pensé en reprenderla, pero nunca he sido capaz de regañar a la beba. Además, aquello que su acción sugería resultó atractivo. Tomé unas tijeras pequeñas, delicadas, horrorosas, del tipo de tijeras que sirve para arreglar las uñas, y me puse a recortar calles en el mapa de la ciudad. No existía método de selección. Escogí al azar, no discriminé callejones cuyos nombres incluyeran cacofonías, calles con nominaciones de héroes producto de la imaginería colectiva ni avenidas arrastrando el apellido de algún gobernador mezquino. Fui democrático: no seleccioné ejes económicos, campos comerciales o franjas marginadas. Tres de la derecha y ocho de la izquierda; cuatro arriba y seis abajo; una viendo y dos sin ver. El sistema no se basaba en ningún sistema, y por lo tanto resultaba original, trazando en su anarquía patrones novedosos.
Después de recortar más de una centena de avenidas (eran vacaciones, el ocio era gigantesco), me impuse la tarea de colocar, usando lápiz adhesivo, cada una en un sitio diferente al que le correspondía. Incluso llegué a encimar unas sobre otras, lo que ocasionaba, desde luego, la desaparición en el mapa de casas y comercios. Me divertí toda la tarde contemplando una ciudad zurda y zurcida. Avenida Reforma desembocaba, por ejemplo, en el canal de Chalco: antes reventada con hoteles cinco estrellas y sus casas de cambio, era ahora vecina desconfiada de un barrio pobre. Al Zócalo lo coloqué sobre el aeropuerto, para que todo vuelo internacional pudiera descender frente a Catedral; al zoológico le acerqué el Estadio Azteca, para que los animales gozaran de una contemplación mutua. A las embajadas les reservé un sitio al lado de las ciudades perdidas. Mi departamento terminó junto a un barrio coyoacanense, con la idea estúpida de tomar un café caliente cada vez que me viniera en gana.
Después de mi ardua labor, cambié un maloliente pañal, contesté una llamada de Mamá y me recosté en el sofá, abrazando a la beba. Vimos una caricatura juntos. Bajo el murmullo de los gritos provenientes de la calle, nos quedamos dormidos.
Cuando desperté, decidí salir a la tienda por un litro de leche. Recosté a Gugú en su cuna, y dejé el departamento. Al bajar las escaleras y abandonar el edificio, me quedé estupefacto. Mi calle no era mi calle. La tienda no estaba en la esquina; en su lugar, un inmenso gimnasio gobernaba el panorama con la consigna Boxeadores proletarios al asalto del mundo. Enfrente, un restaurante chino parecía sonreír, mientras un par de ancianas, desconcertadas, me miraban con los ojos muy abiertos.
—Venimos a visitar a una sobrina. Pero esta calle no es Santa María, ¿verdad? Parece Aureliano Buendía o el callejón de Cuévano. ¿Usted puede ayudarnos, joven?
Ofrecí una disculpa imbécil, y decidí hacer mutis. Corrí escaleras arriba. Tembloroso, me aferré al cuerpecito de Gugú, quien lloraba desconsolada, quién sabe si presintiendo la importancia de mi descubrimiento o por la sencilla razón de que sentía hambre. Le preparé un poco de papilla y me bebí un refresco. Luego me senté frente a la mesa a imaginar el retorcido espectáculo de mi creación.
Como si el sobresalto no fuera suficiente, tuve que soportar una sorpresa: al mirar el mapa me di cuenta de que se movía. Quiero decir, las calles avanzaban lentas y certeras. Avanzaban uno o dos lugares hasta ocupar otra plaza, allí se detenían un par de minutos (con suerte siete o diez), y luego volvían a su marcha macabra, decidida. El mapa sufría transformaciones. El único orden era el caos.
En una ocasión así el desorden tiene una lógica. Es una idea absurda, pero podemos aceptarla. Si la calle, que siempre ha sido la misma calle frente a nuestra puerta, tiene una banqueta impersonal y hasta vulgar, no nos importa, porque conocemos el último detalle de ella, hasta la grava donde la cama de concreto ha sido levantada. El tendero de la esquina siempre será nuestro tendero, y hasta las hojas de los árboles —que nunca reconocemos—nos parecen naturales. Pero cuando las referencias se mueven, cuando los puntos geográficos que sitúan nuestras vidas nos abandonan, entonces sí es el pandemónium. Somos animales de costumbres. Imaginen experimentar cambios sustanciales. No podría. Soy un hombre ordinario, alguien como ustedes.
No tuve valor para cerrar de golpe la guía urbana; tampoco me decidí a apagar el televisor (que presentaba, ante lo que ocurría, el desconcertado rostro de una conductora de noticiero). En lugar de eso, cercano a la paranoia, tomé la decisión de atar la manita de Gugú a mi mano, en el entendido de que podría perder a mi hija en cualquier descuido, debajo de cualquier mueble. Luego intenté llamar a Mamá para saber cómo marchaban las cosas por allá, pero fue imposible comunicarme. Las líneas telefónicas habían enloquecido.
Me acosté temprano, protegí a la beba con mis brazos e intenté dormir, pensando que Mamá sabría cuidarse. Afuera, mientras la tarde se convertía en noche, y después, cuando la noche abría paso a la madrugada, los ruidos citadinos fueron invadiendo el cuarto hasta ocasionarme insomnio. Mientras Gugú dormía como el ángel que es (¿ya les dije a ustedes que mi hija es linda?), yo combatía, en una pegajosa alerta, los rumores que emergían cada indeterminado periodo: rumores de misa, de antro, de funeral, de parto, de oficinistas y asaltantes, rumores de nadie; ladridos lejanos, un bote de basura pateado por un zapato, la música incidental de una grabadora vieja, un quejido de viento, un asomo de lluvia. Cerca de las cuatro de la mañana, agotado e intranquilo, concilié el sueño.
Había pedido una pizza. Era un truco ridículo; sin embargo, las condiciones ameritaban tentar a la fortuna. Tomé el teléfono y escogí una hawaiana mediana. Luego crucé los dedos y cerré los ojos. Antes de media hora, como es lo convenido, alguien llamó a la puerta. Era un chico desgarbado, de rostro huraño, un poco criminal. Rostro de adolescente preparatoriano, al fin. Protestó los riesgos de su nuevo empleo.
—Me la he pasado huyendo de Avenida Juárez. Creí que me tragaba. Encontré su casa de milagro, señor. Afuera hay un desmadre. Cada entrega siento que no regreso. Si no fuera por las propinas…
Extendió la mano, convencido de haber descrito las condiciones de la ciudad. Un billete recompensó su esfuerzo. Lo vi salir decidido, hacer la señal de la cruz (nuestro pueblo sigue siendo mayoritariamente católico) y lanzarse en motoneta a la aventura, explorador de calles caprichosas.
Regresé a la mesa. Me dispuse a terminar la labor que hacía ocho horas había comenzado: la reconstrucción de la ciudad. No fue fácil. Tuve que permanecer media hora agazapado en el quicio de la puerta del edificio, aguardando el momento en que un puesto de revistas apareciera en la esquina. Sólo entonces y con Gugú en andas corrí a robar una nueva guía que debía orientarme en la rehabilitación. Tuve suerte. Justo cuando regresaba al departamento, un nuevo escenario se postraba ante mi ventana.
Me dispuse a fijar cada pieza en el sitio correspondiente, valiéndome de numerosos alfileres. Él repartidor no lo supo, pero cuando llegó a casa los cambios no eran radicales; yo casi había logrado controlar la situación. Pronto volvería la linealidad a nuestras vidas. Por supuesto, el hecho requería un esfuerzo triple: armar la mancha urbana, alimentar a Gugú y evitar que consiguiera acercarse al mapa para provocar una catástrofe.
Mi labor fue ardua. Las conversaciones que alcanzaban mi ventana indicaban que la gente estaba complacida por recorrer territorios descifrables de nuevo. De vez en cuando algún grito de reconocimiento y alegría partía la tarde.
Cada pieza en su lugar, cada tuerca en el motor preciso. Cada glóbulo de sangre dentro de su arteria. Miré el televisor. La chica del noticiero se veía radiante aunque quedaban aún, en su rostro ojeroso, rastros de fatiga y confusión.
Todos estaban felices. Le di un beso profundo a la beba, y me quedé dormido. El sueño fue una recompensa.
Acababa de volver Mamá.
—Había un tránsito terrible —dijo—. Me quedé a dormir en casa de mi madre, traté de llamar… Cuando salí, me perdí, ya sabes cómo soy despistada. No daba con la casa.
Me limité a darle un beso. Verla me tranquilizó mucho, no sabría qué hacer sin ella. La amo. Además, apenas soy capaz de cuidar a Gugú unas horas y —como ha podido comprobarse en esta historia— no siempre entrego buenas cuentas.
No creí oportuno revelar mi secreto. La única que sabía todo era la beba, pero era muy discreta para contarlo. Enterré el mapa en un jardín del vecindario. Luego borré cada rastro del escondite.
Ya he dicho que no soy hombre de sobresaltos: adoro el futbol y los paseos dominicales. Gugú está creciendo rápido, en algunos años será una jovencita. Mamá y yo envejecemos, conformistas, bobos. Todo parece en su sitio. Es como una representación orquestada. El mundo, la ciudad, la gente: todo es predecible. Aunque no sé. Quizás uno de estos días me canse de la pretendida perfección. No estaría mal mover dos o tres tuercas a esta maquinaria. El placer por el caos es adictivo.