La mujer singular y la ciudad
Vivian Gornick
Madrid
Sexto Piso, 2015
1
Estuve leyendo La mujer singular y la ciudad de Vivian Gornick, en la versión de Raquel Vicedo (Sexto Piso, 2015). Llegué a esta novela después de Apegos feroces. Puedo afirmar que leer a Gornick me produce un enorme placer y muchas dudas. Me cuestiono, replico sus oraciones en mi cuerpo. Lo interesante en su prosa es la mezcla entre la anécdota y la reflexión: una novela que es relato y al mismo tiempo ensayo, si es que nos aferramos a encasillar los géneros literarios. A mí me gusta esta mezcolanza en la que no sabemos qué pudo ser cierto, qué es producto de la imaginación o, incluso, un catálogo de sucesos y personajes que existieron, pero en momentos diferentes. Esta novela es una cadena de acontecimientos “reordenados”, como lo advierte la autora al principio del libro.
Gornick nos pone a pensar, como lo hacen sus narradoras, al menos en Apegos… y en La mujer singular. Se piensan, se recuerdan, se extrañan. La novela que aquí comento es una oda a la amistad: el esqueleto que articula la historia es la relación estrecha que tiene la narradora con su amigo Leonard. Al mismo tiempo, es un elogio a sus andares por Nueva York.
Al igual que Gornick, la narradora de La mujer singular y la ciudad creció en el Bronx, un distrito melancólico de la Gran Manzana que la hacía sentir en el margen “al igual que alguien de provincia que anhela vivir en la capital”. No hay comparación, pero las expediciones graduales que nuestra narradora realizó hacia las partes más atractivas de Nueva York me hicieron recordar mis propias expediciones de Chilpancingo, Guerrero hacia la Ciudad de México. No recuerdo cómo surgió mi deseo de vivir aquí. Crecí en un pueblo grande que ha fingido ser ciudad, pero no lo ha logrado todavía. Anhelar los lugares en los que no he estado tal vez se debe a que uno de los tópicos que rigen mi temperamento es añorar aquello que no podré ser, lo que no he vivido.
Siempre que visito ciudades pienso cómo sería mi vida en esas calles, con la gente que habita esos sitios. Soy mala turista. Nunca soy totalmente consciente de que mis estancias son efímeras y tarde o temprano me iré. Me pasó cuando fui a Nueva York. No tenía un plan, alguien a quien visitar, nada premeditado. Quería ir, encontrar un pretexto para quedarme, pero volví. El recepcionista del hostal terminó definiendo mi agenda y hasta el menú que comí. Hice un viaje singular al extranjero, sola y sin planes.
Para hacernos de un lugar, para sentirnos parte de los espacios que recorremos, se necesita aprender a encontrarnos en los personajes que se vuelven cotidianos en nuestras vidas. Que nos reconozca el carnicero de la esquina, la vendedora de frutas del barrio, alguna vecina. En La mujer singular y la ciudad aparecen episodios recurrentes con el mendigo de la calle, con los amigos y amigas que vivieron cerca en la infancia; encuentros incidentales en la calle, en el transporte o en la farmacia. La misma narradora lo dice: su ciudad (ideal) es la de los británicos melancólicos, “la de gente común y corriente que vaga en busca de un yo reflejado en los ojos de un desconocido”.
Por eso amamos las ciudades; eso buscaba yo al venir a la más grande: algo desconocido en los otros y vagar para encontrarme. Sólo en las ciudades se camina con el ánimo de reencontrarse. En los últimos días, ahora que no puedo andar, más que pensarlo lo siento en mis piernas que me reclaman la falta de movimiento. Y lo escucho en el silencio triste de mis botas en el armario. Desplazarme en las calles es uno de mis placeres más grandes, andar por andar; “un pie tras otro pie”, como en la canción de OV7.
En afán de extender mis paseos suelo alternar rutas para llegar al trabajo, a la casa, a la escuela de mi hijo. Procuro no repetir. Que nada en mi vida deje de ser extraordinario, me digo. Al trabajo podría llegar a través de una ruta directa, pero opto por otra en la que camino por una calle arbolada. Se me hace tarde casi siempre al tomar este trayecto, pero qué más da. Llego animada y fresca a la escuela.
Conviene ahora invitar a Lucia Berlin. Pongo sobre la mesa Una noche en el paraíso; de este volumen de cuentos, hablaremos de “Tiempo de cerezos en flor”, un relato en donde nuestra protagonista, Casandra, se obsesiona con la presencia del cartero. Más que con el hombre, la mujer se obsesiona con la rutina invariable de éste, pues tiene sus tiempos fríamente medidos, incluso los saludos, y llega a tiempo hasta al cruce de la calle, donde el semáforo se pone en verde justo para dejarlo pasar. Casandra también tiene una rutina. Pasea a su bebé de dos años (me fascina que en los relatos de Berlin aparezcan bebés y niños); se trata de un recorrido que incluye tiendas, saludos en la panadería, trajín en la lavandería. A Casandra no le habría preocupado tener una rutina si no hubiera notado la del cartero. Entonces intentó modificarla; sin embargo, había un factor que no disfrutó la variación: el bebé Matt. Los bebés, se sabe, son seres de rutinas: comidas, paseos, baños y siestas. Calculando sus actividades es como se domina su energía.
El marido de Casandra, David, llega por la tarde, puntual a la casa: intercambian algunas frases, cenan, duermen. David es un tipo fastidiado por su trabajo que no le deja tiempo para escribir. Cuando Casandra intenta comentar su inquietud respecto a las rutinas, él la silencia diciendo que todos hacen cosas que no les agradan. Ella responde que no le desagrada hacer lo que hace, sino hacerlo de manera programada.
Después de algunos días idénticos a los anteriores, Casandra toma un camino distinto, hasta un parque. Lleva algo de comida, la manta y almohada del bebé Matt. Toman la siesta bajo los árboles. Vuelven a casa de una forma distinta. Toman otras calles y ella se siente bien. Hasta que por la tarde llega David, quien no muestra deseos de variar sus costumbres.
En alguna dimensión del universo, yo soy Casandra. No me molestan las rutinas, pero me gusta variar cada vez que puedo; por eso suelo alternar mis trayectos.
2
Según Samuel Johnson, citado por Vivian Gornick, “la calle nos reúne con la humanidad”. Es inevitable no adherirse a esta idea. Fuera de la casa es donde encontramos el movimiento, el eco, a la gente, a los amigos.
Llegar a una gran ciudad es como llegar a un desierto. Una paradoja se activa. Los espacios más poblados suelen ser ásperos a la extrañeza, cualquiera que llega es otro, diferente. Muchos testimonios hablan de la soledad que se experimenta en los sitios más poblados. No es sencillo introducir nuestra existencia en donde la gente ya tiene sus rutinas y sus afectos definidos. Hacer amigos nunca es fácil. Para mí no lo fue. Sin embargo, tengo amigas y amigos. Y coincidir para encontrarnos resulta tormentoso: el trabajo, la vida, las distancias. En La mujer singular y la ciudad descubro lo habitual de estos desencuentros, como se asevera en el siguiente párrafo:
Hay dos tipos de amistades: aquéllas en las que las personas se animan mutuamente y aquellas en las que las personas deben estar animadas para estar juntas. En la primera categoría, uno hace hueco para verse; en la segunda, uno busca un hueco en la agenda.
Soy afortunada de contar con quienes hacen huecos para mí en sus agendas. Saludos para ellas y ellos. También pasa que la Ciudad se vuelve una interlocutora. Para mí se ha hecho imposible pensarme en la Ciudad sin las personas que me acompañaron a recorrerla. Los museos que visitamos, los cafés en los que charlamos, las librerías. La lista pendiente de lugares a los que debemos ir permanece. Me pone melancólica hablar de los paseos, justo ahora que los hemos suspendido.
La lectura de La mujer singular y la ciudad, además de recordar a mis amistades, coincide con la década que este año celebro viviendo aquí. Me gustó La mujer singular y la ciudad. Su narradora, como dije antes, describe el amor que tuvo por la ciudad desde su infancia. La mujer singular camina su ciudad, anda por sus calles, escucha a su gente. No está sola. Ama Nueva York, deseó estar ahí desde niña. Me sentí reflejada. Yo también amé una ciudad antes de vivir en ella. La amo todavía, la sueño, la vivo y la aguardo ahora que enferma, que silencia sus ecos, que se aplaca.
La mujer singular es una oda a la amistad, una suma de postales citadinas que registran la amistad cultivada con Leonard, principalmente, pero también con otros personajes. La madre vuelve a ser un personaje, no tan importante como en Apegos feroces, pero permanece en el discurso, acaso porque la amistad, incluso con las madres, es otra forma de apego.
Me gustaría concluir de la manera en la que se concluyen los encuentros con los amigos, abiertos a lo infinito, pues siempre quedan asuntos pendientes para charlar. Por eso, a modo de promesa, dejo una pregunta: ¿qué clase de metáfora es ésta, en la que la soledad es menos singular cuando se vive bajo la estimulación constante de los otros?