Salvavidas
Navegar por internet es como sumergirse en agua helada. Al principio da un poco de intriga, los nervios naturales que producen no saber a qué te enfrentarás al encender el celular, la computadora o la tableta. Algunas veces el frío se esfuma en cuanto la piel entra en contacto con el agua; otras veces, sin embargo, no dejas de tiritar hasta que te acostumbras a la insidiosa sensación. Nunca sabes qué aparecerá en tu inicio de Facebook, en las tendencias de Twitter o en las fotografías de Instagram. Es emocionante pasar largas horas sin celular y eventualmente descubrir un nuevo mundo plagado de iconos azules y comentarios de usuarios que no conoces realmente. Quizá por eso reaccioné al instante cuando una publicación de Facebook apareció en mi inicio. Deslumbrando y atrayéndome como si se tratase de un cartel en luces neón, en el post se leía: “Amigos, estoy lanzando una tímida invitación para formar un club de lectura en vista de la dolorosa y penosa situación actual. Dejen sus correos aquí abajo y les mandaré una liga para la sesión en Zoom”. Palabras más, palabras menos, y sin hesitar contesté con mi correo. La autora de la publicación era una chica que conocí en la presentación de un libro feminista el año pasado; ella era la traductora. Siempre quise hablarle y por eso la agregué a Facebook, pero no interactuamos demasiado. Ella subía fotos de sus gatos y yo reaccionaba con múltiples “me encanta”, pero nada más. Hasta que sucedió. Unos días después llegó el ansiado correo con la invitación a la sesión en línea. Era la primera vez que usaría una de esas plataformas para videollamadas múltiples, así que me sentí a punto de aventurarme en una experiencia vertiginosa.
¡Agua helada!
No me importó. Me permití sentirme expectante y a la espera de cualquier cosa, así que me preparé. Un vaso de agua, libreta en mano, audífonos puestos. Esa noche encendí mi webcam. Fue extraño al comienzo. Personas desconocidas aparecieron frente a mí —aunque es más preciso decir “en mi pantalla”—, personas a quienes jamás habría encontrado en un día cualquiera, en la cotidianidad de ir y venir de la prepa a mi casa. Nuestra anfitriona nos pidió presentarnos con el resto, y como mi naturaleza es tímida (aun más si debo acostumbrarme a la experiencia de hablarle a una cámara a solas en mi habitación), me quedé hasta el final. Mientras tanto, los conocí. Gente adulta con trayectorias exitosas y carreras profesionales concluidas. La gran mayoría pasaba de los 30 años. Me sentí algo cohibida. No podía engañarme, una duda en particular retumbaba en mi cabeza: ¿qué clase de cosas podía aportar una chica de 17 a la conversación? Pero me presenté. La muletilla usada durante los primeros días de clases me sirvió de cómplice: “Tengo 17 años, estoy por concluir la prepa, me gusta leer desde pequeña y pensé que sería una buena idea compartir ideas con otra gente sobre lo que leo. Jamás he estado en un club de lectura”.
Me recibieron con afecto. Ese día escogimos nuestro primer libro: Nuestra parte de noche, novela de la escritora argentina Mariana Enriquez. Y entonces me cambió la vida. Las semanas siguientes, a través de las noticias y de eventos desafortunados, las circunstancias me acentuaron una desazón extenuante: muertes cercanas, días interminables, desesperación, ansiedad, llantos silenciosos, contagios, el virus comiéndome a mí misma. En tiempos desesperados se necesitan medidas desesperadas, ¿no? Me sumergí en agua helada y me empapé: volví a la lectura como nunca, la usé como salvavidas y me permití un respiro íntimo por las noches para pensar en el club. Los jueves, como si se tratase de un ritual, encendía mi computadora y les permitía a mis compañeros escucharme hablar sobre mis impresiones de la novela. Los escuchaba yo a ellos. Mi mente, al menos por una hora y media, se desocupaba de la realidad distópica en la que una pandemia estaba arrasando al mundo entero. Me concentraba en el poder sanador de las palabras, en la empatía naciente a través de hilar emociones con otros y en las aventuras de personajes ficticios. Me aferré a los libros y creo que eso me ayudó a sobrellevar la incertidumbre de la realidad. Compartirlo con otras personas, además, aliviaba mi alma. Y, por lo que mis compañeros dicen, a ellos también. Nos sostuvimos a través de webcams, grabaciones impremeditadas y risas soltadas sin vergüenza de por medio. Nos abrazamos a la distancia, nos confiamos historias personales y nos respetamos mutuamente. Sé que a estas personas jamás las habría conocido si no hubiese sido por ese post de Facebook, por el amor a los libros, por esta realidad intrigante y por la necesidad de un escape inmediato.