Confinamiento, crisis y pequeñas oportunidades
El confinamiento ha sido para cada uno de nosotros un proceso distinto, a todos nos ha afectado y —lo más importante— lo sobrellevamos como podemos, pues encerrarse en casa es innegablemente agotador. Por esta razón, el entretenimiento se ha vuelto uno de los aspectos más importantes de la cotidianidad; con ello ha aumentado el consumo de música, cine y, sí, libros.
La carencia de actividades y el exceso de tiempo libre me llevaron, al inicio de la pandemia, a entrar de lleno a la lectura, pero ¿cómo, si bibliotecas y librerías se quedaron cerradas un buen tiempo? Como alternativa a la compra presencial de un libro, hay dos grandes opciones, ambas estrechamente relacionadas con el verdadero protagonista del confinamiento: el internet. Si se es un romántico que ama el aroma de un libro, los servicios de entrega a domicilio debieron de ser una visita habitual en casa; si somos más prácticos e incluso ahorrativos, el formato digital fue una maravilla. Personalmente, sin embargo, sólo lo disfruto en cuentos o artículos, en general textos de corta extensión.
Lo primero que leí en la cuarentena, cuando aún había esperanza de controlar el virus a mediados de año, fue el manga The Ghost in the Shell de Shirow Masamune, un hito del cyberpunk: género que me era totalmente ajeno hasta ese momento, pero que después de completar los tres volúmenes de la obra me creó un hambre voraz por adentrarme en las junglas de acero ennegrecido y neón brillante. Y así llegué a Philip K. Dick y a su aclamada ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, adaptada al cine por Ridley Scott con el nombre de Blade Runner. Las distopías que se volvieron una institución en la historia llegaron a mí casi por casualidad, por una búsqueda inconsciente. En el cyberpunk encontré todo lo que creo que no debemos ser. Aunque me haya parecido casi profético que Iran Deckard eligiera sentir desesperación en el climatizador de ánimo en ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? —comparado con el solemne acto de entrar todas las mañanas a redes sociales para encontrar cosas que no harán más que hacernos enojar—, he de admitir que prefiero buscar las diferencias que nos mantienen unidos como sociedad en lugar de lanzarnos solos al vacío uno por uno, sin amigos o familia. Son esas diferencias las que en medio del aislamiento resaltaron, no desde balcones de Polanco —donde sonaban alegres cantos o surgían hashtags en redes sociales—, sino desde llamadas en la mañana y en la tarde: “¿cómo estás?, ¿ya comiste?, ¿tu familia está bien?”. Ayudarnos los unos a los otros. No es necesario preocuparse por todo el mundo, pero si cada quien se preocupa por la persona a nuestro lado y colabora por un bien común, nos alejaremos del mundo oscurecido por un individualismo salvaje que plantean obras como Tetsuo, The Iron Man, Parasite Dolls o cualquiera de las muchas con futuros distópicos del cyberpunk. Somos más que eso, somos más que motas de polvo que se adhieren a una ventana por donde entra la luz, y aunque parezca que no, aunque cada día marquemos desesperación en un climatizador de ánimo imaginario, confío en que después de la pandemia seremos mejores como comunidad, pues hemos recordado qué es la empatía, y la ausencia de interacción con aquellos a quienes amamos nos hará valorar más cada uno de ellos, marcando así las pautas para un futuro más sincero y sobre todo más fraternal.
Después de calmar esa sed de tecnología, estados fallidos y personas con injertos robóticos, giré mi mirada a la poesía, que para muchos —incluido yo— es la forma más perfecta de la literatura, pues encuadra las palabras con precisión de halcón, exprimiendo hasta la última gota la esencia de éstas para dar paso a una composición de versos que riman y riman, y se extienden por estrofas para finalmente tocar nuestra alma. Hay un poema para cada persona, desde los cantares más antiguos dedicados a historias increíbles —como la Ilíada y la Odisea— hasta los melosos pero preciosos poemas de Benedetti, pasando por mi favorito: Fernando Pessoa (y sus álter egos) con su “Tabaquería”, cuyos primeros versos marcaron en mí un antes y un después. Invito a quienes lea esto a hacerse de su poema, buscar entre mares y montañas de versos hasta encontrar aquel que lo haga amar la poesía. Una decisión sin retorno. Y cuando lo encuentren, ¿para qué querrían volver?