Me salvarán los libros que leí(mos)
El día que el tiempo se distendió y caímos en un domingo perpetuo (o lunes, según cada quien), también se acabaron mis ganas de leer. Al principio pensé que el aburrimiento y la desidia estarían destinados sólo para aquellos que no tenían el hábito de poder imbuirse en una novela, pero pronto me tragaría mis palabras. No podía sostener un libro más de tres minutos, ni leer un poema corto; ni siquiera darle seguimiento a la sección de “libros que muero por leer” de mi estante… Eso hasta que un día tomó un libro, se sentó a mi lado, y comenzó a leer(me) en voz alta. Eso hasta que me volví detective en el “Club de quién lo hizo”. Eso hasta que descubrí que el hashtag #LecturaRefugio podía redimir a Twitter de las peleas absurdas.
Jamás había leído de forma sincrónica con alguien. Lo más cercano fue cuando en la escuela nos dejaban el mismo libro a todos y podíamos desmenuzarlo poco a poco, pero no era lo mismo. Él tomó La venus de las pieles porque acabábamos de comprarla en una promoción por internet. Sin pretensiones de poeta que comienza a recitar sin que nadie se lo pida, y sin la petulancia de un lector que se considera elevado, comenzó con una voz tímida que fue creciendo. Después me tocó a mí. Y de pronto nació la conciencia de que hay alguien más aparte de ti decodificando palabras, en el esfuerzo de leer a un ritmo entendible, de modular la voz para hacer la lectura más entretenida. Sin presunciones. Sólo leer. Sólo escuchar. Un arte de la lectura en voz alta y del cuidado a través de la palabra. Podíamos hacer pausas, discutir un fragmento en específico, regresar si uno se distraía. Nos dividíamos cierto número de páginas y nuestras voces se iban trenzando. A falta de contacto humano en el exterior, podíamos acompañarnos en una actividad que antes hacíamos solos. Ante la pérdida de refugios, podíamos construir uno que tuviera diálogos como andamiaje y una historia por ladrillos. Comenzó a surgir un espacio de intimidad entre nosotros, ya que leer a dos voces te hace percibir muchas cosas que difícilmente llegan solas, como me dijo un amigo que también dejó de leer solo.
Cuando me llegó la invitación para ser miembro honorario del grupo de detectives, me sentí honrada. La dinámica era simple: elegir un libro de Agatha Christie, leer tres capítulos para cada sesión, discutir por Zoom lo que nos había llamado la atención, encontrar pistas secretas, elaborar teorías y dialogar acaloradamente sobre quién era el asesino y los implicados. Como todas éramos mujeres, se creó un ambiente de complicidad particular. A pesar de la necesidad de discutir lo que estaba sucediendo en la sociedad, también era imprescindible hacer un ejercicio de descentralizar nuestra cotidianidad y nuestro presente. Así logramos transportarnos a una época remota y ajena con el fin de resolver un crimen. Trasladarnos a otro tiempo y lugar, sin que ello implicara dejar de ser quienes somos, pues la lectura es un constante diálogo con nuestra realidad y la realidad de los personajes de una novela. Pronto comenzaron las quinielas, los concursos de retórica para develar al impostor, así como un juego de describir escenas concretas con stickers en nuestro grupo de WhatsApp. Era menester para nosotras, en un contexto de falta de certezas, donde poco o nada podíamos saber de lo que sucedía, ser detectives de otras historias en las que los asesinatos no son sórdidos como en el México actual, y en las que las respuestas a nuestras preguntas podían ser contestadas.
Un profesor lanzó la convocatoria para formar una comunidad de lectores a distancia. Este espacio virtual se organizó a partir de un calendario de lecturas, para irlas comentando en Twitter bajo el hashtag #LecturaRefugio, a una hora y día acordados. Los libros, elegidos con ternura debido a su belleza y a la necesidad apremiante de que fueran ésos, y no otros, tuvieron como objetivo volverse verdaderos artefactos resonantes para las personas involucradas, más allá de nuestra ubicación geográfica, intereses personales o estados de ánimo derivados de la pandemia. Sin lugar a dudas se logró el cometido, e incluso detonó situaciones inesperadas (como debe hacerlo cualquier buen libro o espacio de intercambio): una necesidad de leer y compartir que probablemente ninguno de los usuarios sabíamos que guardábamos dentro, la urgencia por ocupar una plataforma, derribar las operaciones de comunicación preestablecidas y crear, compartir y habitar un espacio poético, distinto al ambiente beligerante que normalmente se percibe en las redes sociales. Semana a semana pude seguir la conversación y leer las propuestas tan valiosas de personas que, de otra forma, no habría leído y que, en primer lugar, jamás se habrían podido exteriorizar sin un soporte que las abrazara. Los participantes podían hablar de lo que fuera: un fragmento de novela, cuál había sido su parte favorita, con qué se habían sentido identificados y por qué. La lectura se volvió una excusa o, mejor aún, un medio para reconectar con la historia de cada uno y para poder encontrarse en el otro a través de sus comentarios.
Ésos fueron mis tres acercamientos a la lectura. Mis tres formas para no leer sola. A través de los encuentros colectivos, comenzó a urdirse —y pienso en la etimología de la palabra texto— un tejido de significados y experiencias totalmente nuevas para mí. En este entramado podían convivir, sin contradecirse, mi vida, la de mis amigas, la de otras personas que no conocía, la de los personajes, lo que estaba sucediendo en el mundo, mis ganas de huir de lo que estaba sucediendo en el mundo, la calma, el miedo y la espera. No he logrado ser de las personas que aceptan su vida en cuarentena con felicidad y, sin embargo, reconozco que de ninguna otra manera habría podido reinventar una actividad que amo, ni hubiera tenido el tiempo ni la disposición para jugar, para “ver qué pasa” con textos y autores desconocidos. Aprendí a jugar, a escuchar(nos) y a conectar(nos) desde otras latitudes. Quienes nos consideramos lectores sabemos que en el acto de leer se encuentran, al menos, tres secretos: el del refugio, el de los mundos posibles y el de la creación de nuevos territorios. A falta de espacios físicos debido al encierro, fue necesario para mí negociar con la realidad, y, paradójicamente, jamás me sentí tan acompañada al leer, aunque estuviera vedada la posibilidad de tener encuentros presenciales. Esos tres secretos se potenciaron a raíz de la posibilidad de leer en comunidad. La soledad se destruye y se reconstruye en el mismo acto de leer cuando lo atraviesa una dimensión colectiva. De esta forma podemos hacer que la perspectiva de una novela y, sobre todo, nuestra visión del mundo crezcan. Es necesario construir refugios a fuerza del aliento que producen las palabras, ir a tiempos remotos y regresar, pero de otra forma. Con más esperanza. Si la lectura tiene puntos de cauce con la vida, entonces el mensaje me quedó claro: no podemos salir de esta situación de otra manera que no sea juntos.