Lectura irresuelta
Es siempre esa hora en la que nada incita a continuar. La vida se retira del mundo y descalzos caminamos buscando lo frío, lo fresco. Apenas confuso, nuestro caminar es errante, repetido, tímido, la ventana está abierta, las cortinas corridas lejos del naufragio nocturno, casi olvidado. Es siempre en ese instante, al ignorar las luces del alba, cuando nos viene la angustia y una súbita reflexión nos paraliza. El día se ha vuelto inagotable. Las mañanas han dejado de ser mañanas. Las noches han dejado de ser noches. Las imágenes insulsas crecen hasta ahogar la morada, la nuestra, donde habitan en esa linde insípida todos los momentos agotables; luego, extrañamente, se percibe el pulso del último abatimiento, no del día anterior, ya no existe tal, sino de todo lo que antes, por costumbre, representaba un inicio y un final.
Al momento no llega ningún viento, tan sólo un rumor de lo demás, de lo otro, una y otra vez, hasta acumular la tensión en la sien y con ello dispersar nuestras insinuaciones al ver reflejado el rostro pálido e insensato que nos pertenece. El café está servido. Te has valido de la inoportuna ausencia de espuma en la taza y lo has condenado en desmedida, como la mañana que ya es mediodía y no avanza, o acaso tal vez sea la falta de creatividad la que te ha hecho reinterpretar aquel trago amargo como el último sueño, del que despertaste cubierto de sudor, en donde te salvas y eres salvado por aquella mano que no has tocado. ¿Quién no ha soñado con alguna salida aparente? Colocada la taza en el lugar donde pierde significado, y tras cerciorarte de que el nosotros no existe, escribes: “cerciorarme con reticencia de cuántos días me he dejado vivir: uno, dos, diez”. ¿Cuándo fue el último? La mano al aire sostiene un lápiz imaginario. La alacena es estrecha, el té verde dejó de serlo y, como en el sueño, la vacuidad apenas encontrada donde ya no humea más el agua hervida te sorprende, ¿nos sorprende? Hasta ahora, con cierta ironía y regularidad, aparece un puñado de situaciones incomprendidas que te sacuden con violencia para al final contemplar sobre la mesa la hoja blanca y extendida y, sin que se vean interrumpidos los atisbos que emanan del último pedazo de sueño, casi desvanecido, o se derrumben en otras figuraciones como la respiración del mediodía, que ya es tarde, o la escalera pintada de blanco donde tropezaste por no aferrarte con suficiente voluntad a esa mano del último sueño. Lamentas estar en la casa, que ya es encierro, para lo que resta del día o, lo que es ahora sinónimo, el resto de los días. Y del mismo modo, el hecho de que la prisión sea tangible para la gran mayoría te incita, o al menos te sugiere, colocar una sillita de madera en la entrada e inhalar una onda de calor y contemplar la fachada azul desmoronada en fragmentos minúsculos perdidos en la demasía de ese verdor que es de ellos y también es tuyo, nuestro. ¿Cuántas cosas se desprenderán de mí cuando a la mañana siguiente no despierte y, de algún modo, me encuentre húmedo, empapado, inseparable de mis inexpresables abstracciones, o simplemente conmocionado por una presencia que salta a mi vista o a mi tacto que no es en ese momento sino en otro que fue mi pensamiento? El sueño que se nos va. La culpa persuasiva. La mano delicada que se escurre en mis manos, ¿o son tus manos las que se escurren de las mías? Despiertas o despertamos, yo y los que hemos reflexionado de más, y, cada día que se deja vivir, la separación entre la carne y lo blanco o lo azul o lo verde o lo rojo se hace más reveladora. Todo esto tendría que serte confuso, ensordecedor, como aquello de la náusea o la caída, pero no menos que eso. Escuchamos, tú y yo, el ladrido de los perros, ¿también gritarán el encierro?
La urgencia, la sensación de que hay que leer ya.
Estamos demasiado lejos, como la normalidad de antes con la de ahora. Sí, es como no volver a encontrarse bajo el signo de la tristeza; ahora todo lo anterior está impedido, lo concebible de ayer se ha vuelto indiferente y tus pensamientos, uno tras otro, han sopesado el hastío de no encontrar nada más que el reconocerte precipitado en lo que llega la nueva cotidianidad. Sin darte cuenta, el abandono de hace unas horas de la hoja blanca y la taza rota ha hecho que este día se cuente a sí mismo. Un número cada vez mayor de situaciones cotidianas tratan de habitar un hueco en tu intransigencia, pero la angustia del día anterior— mejor dicho, días anteriores— amenaza con desaparecer cualquier trozo de resplandeciente novedad. Atrás quedó el drama de mirar y ser mirado. El hecho de que parte de nosotros, es decir, un fragmento de lo nuestro, desee con vehemencia evitar abrumarse con lo que circunda, a la deriva, afuera, lejos de lo encerrado, no tiene por qué significar que nuestras minuciosas cavilaciones se queden en ninguna parte ni que el medio, cualquiera que sea, las avergüence o las vuelva gestos equivocados e inoportunos. Tú, yo, nosotros. El ramaje es sofocante, sofisticar el lenguaje es intratable. Respiras.
Negamos la oscuridad en un estado pletórico, casi furioso, y con la luz es menguar y dejar de ser (cesar). En el cielo o, más bien, en el pedazo que se deja ver por entre los barrotes blancos y mal pintados, está una mancha, como un reflejo en el agua, naranja, rosa, violeta, guinda, rojo y azul. Cielo iracundo y rojizo de sueños ajenos. Bajo los pliegues de mi piel se inoculan ilusiones o, mejor dicho, alusiones, por un paseo dominical romántico, onanismo romántico, episodio amatorio, y luego: racionalizaciones, respuestas o conductas a un “yo” pasado, vulnerable, tímido, crédulo e ingenuo, o en otras palabras: la dimensión de una angustia a poseer la llave que no me/nos permitimos traer. El sedentarismo, la falta de motivación, la abulia han vuelto a éste, y a nuestros espacios familiares, unos santuarios claustrofóbicos, de los que es irremediable huir, escurriendo las penas entre los barrotes blancos mal pintados. Llaman al timbre y tocan la puerta, me oculto, te ocultas, no atiendes ningún llamado y prefieres estar ahí con los ojos cerrados, contemplando ese azul que aparece siempre que los cierras. Nos asalta una versión pasada, te ahoga el desdén y el oprobio que te causas, dentro de la habitación hablas contigo mismo. Nada me sacia, nada nos sacia. Abres el último libro que pediste en línea, porque ya no hay alternativa. Título de mi lista de cosas por encontrar. Pierdes el hilo del libro en la segunda página, ¿o era la tercera? Aunque te quedes con la sensación de que Marta Sanz leyó a Sartre y a Beauvoir, es irreprochable que no entiendes ni una pizca de lo que Alejandra Pizarnik dice en sus personajes y con ella la adivinanza no se recupera. Lo que deseas olvidar ha desaparecido e intuyes que de haber nacido en otro lugar más nublado serías más feliz o, al menos, los estados de animo que no suceden porque no sales de casa dejarían de ser desquiciantes. Ver acumularse los papeles varios debajo de la mesa. Pensar en El País y sus recomendaciones de escritores hispanos. Escapo, escapamos, a las relaciones impersonales que circundan el entorno cotidiano en unos cuentos de Samantha Schweblin. Te vislumbras consternado por imaginar a los nenitos, de pieles tan tiernas, dejando la cuestión sobre qué es lo fuera de lugar en una novela de Martín Kohan. Mi desgarramiento por no haber vivido los viajes de encuentro de Alejandra Costamagna, Gabriela Wiener o Mariana Enriquez. Encontrar el Rulfo de Cristina Rivera Garza. Lo absoluto del hallazgo en las lecturas de Sara Mesa o María Gainza. La enajenación en los versos de Clara Muschietti. Los libros no leídos que se amontonan, como la extensión de esta lectura irresuelta que me limita y me impide.
De sol a sol, sé que me devorará lo que viene. Sé que irremediablemente, sin que yo pueda evitarlo, me acecharán las ganas de distinguir el blanco y el negro, como en mis fotos, de la compasión y asombro. En esta casa, mi lugar inhabitable e improbable, la única ventana que condensa mi condición, son los libros, el lecho descarnado. Al menos así es olvidarse a sí mismo.