Es culpa de Schrödinger
Es culpa de Schrödinger. Sí, de él. Que insistió en imaginar a un gato dentro.
Pienso esto mientras balanceo indeciso el lápiz sobre el papel y observo al minino rodear el cubo acartonado con soltura, y entrar en él de un solo salto. Lleva a cabo el movimiento, como acostumbra siempre un gato, de modo grácil y elegante.
Aquel imaginario experimento debió de joder su memoria colectiva y dejar una marca en el subconsciente de los morrongos; por eso ahora, siempre que pueden, proclaman el recuerdo de su ancestro dentro de la caja. Lo observo atento. Sí, a mi gato. Lo observo dentro de aquel receptáculo como congelado en el tiempo, como guardando un minuto de silencio para disculparse. Sí, para disculparse. Porque dentro de unos instantes saltará de nuevo fuera de la caja, y habrá sellado el destino de aquel imaginario susodicho del experimento, para siempre.
Ramsés decide de qué lado cae la moneda, mientras se impulsa con el resorte de sus patas traseras y aparece casi instantáneamente en el lado contrario. Parece que ya tuvo suficiente. Menea lentamente su cola y da la vuelta en forma airosa hacia el alargado pasillo. Desfila por éste, hasta llegar a su lugar favorito: un rectángulo luminoso que se forma en el piso de losetas, entibiado por el sol de la tarde, donde ahora se posa extendiendo sus patas delanteras y adopta una posición que se asemeja a una esfinge en miniatura. ¿Cómo puede caber infinito garbo en ese pequeño cuerpo?, me pregunto mientras él me mira condescendientemente por no saber la respuesta. No han pasado ni tres segundos y ya me ignora de nuevo, dirige su atención hacia otro punto en el espacio o, sabrá Dios, quizás incluso en el tiempo.
Mira fijamente hacia un lugar, aparentemente próximo a mí y que, sin embargo, me es totalmente ajeno. Las constelaciones ambaradas que conforman este universo particular, expandiéndose al interior de aquel par de ojos, trazan un viaje cuyo destino siempre ha sido y seguirá siendo un misterio para mí. De pronto me aventuro a elucubrar algunas razones de aquello que los gatos ven con tanto afán. Una de mis teorías dice que lo que ven es un camino vedado a los ojos de los hombres, el lugar donde guardan celosos los secretos de su gracia y el misterio de su esencia. Otra, que durante esos instantes fungen como los observadores destinados a mantener nuestra experimental existencia, de este mundo tal y como es, y que por ello se saben superiores a nosotros. Otra, que este Ramsés, mi Ramsés (expresado así por mero afecto, ya que los gatos se pertenecen solamente a ellos mismos) entra en estado de petrificación temporal debido a la rápida estampida —detrás de algún ratón— que ha emprendido otro Ramsés, al que no reconozco como mío. Y así podría seguir desvariando… hasta cansarme y optar por la explicación más aburrida de todas. Es decir, aquella que enuncia que lo que ve quizás sea simplemente un bicho en la pared al que mi cansada vista no alcanza a distinguir. No lo sé, creo que será mejor que nunca lo sepa.
En cualquier caso sigo pensando que es culpa de Schrödinger, insisto, mientras borroneo indeciso el título de un cuento, que finalmente decido no escribir.