CUENTO / febrero-marzo 2021 / No. 91

Eva






Eva está sentada a la orilla de la cama, sosteniendo un espejo. La madre Lupe, en cuclillas frente a ella, le asea los pies con una esponja. Todas las tardes a la hora del baño, la habitación se llena de vapor como si fuera un sauna. El paño en los cristales refleja sombras difusas en las ventanas y en el espejo donde Eva intenta adivinar su rostro.

—Voltea, te voy a sujetar el pañal —dice la madre Lupe—. Que te voltees.

Eva obedece de mala gana. La madre la viste con una pantaleta satinada y aplica una crema blanca en las escaras de sus tobillos. Cuidando no perder el equilibrio, Eva suelta el espejo sobre la cama y se entretiene en desprenderse una costra del brazo. 

—Deja de quitártelas, por eso nunca sanas y tienes piel de cocodrilo. 

La madre le venda los tobillos y ofrece una pastilla con agua, que Eva rechaza con la cabeza.

—No empieces, no quiero que armes un desastre como el de ayer. Te las tomas por las buenas.

Eva coloca la pastilla en su lengua y la traga con un gesto amargo que marca aún más las arrugas de su frente.

—Hoy tenemos visita, quiero que te portes a la altura. —Los ojos de Eva desprenden un destello.

—¿Quién viene? —pregunta.

—Tendremos misa especial, llega el padre Felipe. —Eva sonríe complacida.

—Fíjate bien de la hora para que estés lista a tiempo. La hermana Fátima vendrá por ti cuando la aguja chica esté en el siete.

La madre sale. Eva observa el reloj y cuenta con el dedo: cuatro, cinco, seis rayitas para que la hermana llegue.

En su habitación hay una cama de colcha blanca, una mesa de lata y cajas de cartón con ropa suficiente para el uso de la semana. Sobre la mesa está el recipiente de plástico en donde guarda el espejo de mano y un pintalabios color carmín. Envuelta en su rebozo esmeralda hay una hoja con el nombre “Eva” y, junto a ella, la fotografía de una niña de pocos meses. 

El día que las hermanas la encontraron durmiendo en la banca de un parque, Eva sostenía esa hoja entre sus manos. Le preguntaron por qué estaba allí y si tenía alguna forma de regresar a casa, pero lo único que hizo fue responder un ruego por ver a Adrianita, mientras señalaba a la niña de la fotografía. Al no tener respuesta sobre el paradero de Adriana, repitió una y otra vez el nombre, como si hacerlo concediera su presencia.

La llevaron al asilo casi a cuestas. Eva arrastraba los pies porque era tan flaca que no podía incorporarse. Las hermanas la recibieron con un plato de pepitas y miel para matarle el hambre, se encargaron de quitarle la mugre y acostarla en una pieza estrecha en la que durmió junto a seis mujeres igual de ancianas que ella. 

Tras su llegada, las hermanas hicieron que el rostro de Eva recorriera parques, avenidas e iglesias, con la esperanza de que, aunque los años pasaran, alguien preguntara por ella.

Eva pasó los primeros días sobre una silleta de mimbre, con los ojos mirando a la nada, hasta que una tarde se levantó del comedor con el sobresalto de quien es rescatado de ahogarse y pidió regresar al parque. Como nadie vio razonable llevarla, gritó y lloró el nombre de Adriana.

Desde ese día dejó de verse como la anciana dejada y triste para convertirse en la razón de la histeria en el asilo. Ya no pudo compartir la misma pieza con sus compañeras porque, aterrorizadas, trataban de esquivar los objetos que Eva lanzaba, acusándolas de ocultar a su nieta. La mayor de las agitaciones fue cuando amenazó a todos con un cuchillo asegurando oír los llantos de Adrianita. Ahora, cada vez que ocurre algo parecido, las hermanas hacen lo mismo: encerrarla y llenarle la boca con trapos. Cuando eso no es suficiente, le dan a tomar los medicamentos que llaman “pastillas para locos”.

—Ya son casi las siete, Evita, ¿estás lista? En diez minutos vengo por ti.

Eva se pone las zapatillas de salir y pinta dos líneas temblorosas en sus labios. Desliza sobre su cuerpo el vestido pistache de flores bordadas, su favorito. Con delicadeza alisa los pliegues de la manta y se recoge el cabello detrás de las orejas.

Las misas de caridad suceden cada año. La madre y las hermanas se levantan desde temprano para lavar todas las piezas del asilo y gastar sus ahorros en la carne que comerán después de la ofrenda.

—Ya vámonos, que se nos hace tarde.

La hermana Fátima quita el candado de la puerta. Eva sale de su habitación a paso lento.

—Qué linda te ves, ni siquiera recuerdo la última vez que te pusiste ese vestido.

Eva, mostrando el gesto de acobijar un secreto, sujeta con sus dedos largos y viejos el brazo de la hermana Fátima.  Así, entrelazadas y en silencio, recorren el jardín principal hasta la puerta de la capilla. 

La entrada resplandece con los racimos de limonaria y flores de mayo que las hermanas tejieron en la mañana. El aroma de esas plantas reflecta en las paredes como lo hace el eco de los susurros y zapatos que golpean la losa reluciente. 

Las bancas se llenan tan rápido como las campanas pregonan la llegada del padre. Todos miran de pie hacia la puerta grande y cantan las alabanzas que dicta el piano. Las palmas suenan. El padre avanza con cadencia sobre la alfombra que, extendida, cubre todo el pasillo del santuario. Lo miran como a un santo.

Detrás va su escolta de monaguillos con las hostias y el agua que se arroja sobre las coronillas de los afortunados. Ésta se agradece en silencio, con la señal de la cruz y un beso en los dedos.

Durante la prédica algunos ancianos duermen con sigilo, otros roncan sin pudor y algunos más, como Eva, creen que toda oportunidad de alabar y alzar plegaria a Dios debe ser un momento inmaculado; ellos escuchan con atención y rezan por sus milagros.

Al final de la misa, los ancianos, inundados del Espíritu Santo, se encaminan hacia el jardín llevando el paso suave que guía sus pláticas. Eva, en cambio, camina solitaria y pensativa con la mirada hacia el suelo.

Durante la cena todos comen y conversan mientras ella ve al padre como a la espera de una respuesta. Él, inmerso en sus anécdotas de viajes y buena obra cristiana, no la nota. Por su nerviosismo, Eva arranca las partes deshilachadas de su vestido. Pronto los comentarios sobre el frío avisan que se ha hecho tarde.

—Compañeros —interrumpe la madre Lupe—, es hora de ir a sus piezas. Agradezcan al padre el honor de su visita.

Los ancianos dan las gracias a coro mientras sonríen. Algunos se juntan alrededor del padre para recibir su bendición.

La hermana Fátima toma a Eva del brazo para escoltarla. Eva la suelta, murmurando que prefiere quedarse.

—Te has portado bien hasta ahora, no arruines esta noche. Anda, camina. Es hora de dormir.

Eva grita llamando la atención de todos. La madre Lupe, ruborizada, se acerca a tomarla duramente del brazo y conducirla hacia su habitación.

—Te pedí que te comportaras —dice entre dientes.

El padre se acerca a indagar lo que ocurre.

—Es Eva como siempre, padre.

—No se preocupen, hermanas, yo me encargo de ella. Ustedes vayan y descansen, mucho se han esforzado el día de hoy —dice con esa amabilidad a la que parece un pecado negarse.

Las hermanas piden al resto de los ancianos que vayan a sus habitaciones. El padre encamina a Eva sujetándola con dulzura. Avanzan juntos sobre el camino de grava que cruje bajo sus pies.

—He guardado el secreto, padre, pero no aguanto más sin verla.

—Lo hablamos en tu habitación, Eva.

Agitada, continúa su camino hasta llegar a la cama. El padre saca de su maleta una muñeca de vestido color pistache, medias blancas y zapatos de charol. Se la entrega a Eva.

Ella la sostiene con delicadeza y la aprecia en silencio. Le toca con ternura el cabello castaño, las manos pequeñas y los zapatos. Descubre que es idéntica a la Adriana de la foto. Conmovida, delinea con la punta de sus dedos el borde de los labios y las pestañas. El padre imita esos movimientos sobre el cuerpo de Eva: tocan juntos las telas de los vestidos pistache. Hallan que, por debajo, las dos tienen pañal. Las manos de Eva detienen su recorrido. Las del padre no. Los trapos en la boca suelen ser suficientes.








Meryvid Pérez (Mérida, Yucatán, 1998). Estudia la licenciatura en Literatura Latinoamericana en la Universidad Autónoma de Yucatán. Es egresada del Centro Estatal de Bellas Artes en el área de Creación Literaria en Lengua Española. Fue becaria del Festival Cultural Interfaz (2018) y beneficiaria de la primera edición del programa Formación de Nuevos Creadores (2019) de la Secretaría de la Cultura y las Artes de Yucatán.

 

Punto en Línea, año 17, núm. 113, octubre-noviembre 2024

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