El 8M del 2020 no comienza en la mañana del domingo, comienza una noche antes. Karla, mi amiga, me invita al teatro. Ella se llama igual que mi prima quien casi fue secuestrada el mes pasado por dos hombres en Ecatepec. Para salvarse tuvo que pedir asilo en una tienda de telefonía celular. Detrás de los vidrios transparentes de la tienda, un par de hienas iban y venían, la puerta de entrada estaba acorralada. Al final del horroroso episodio, dos policías escoltaron a mi prima hasta un auto que la llevaría a casa.
Karla y yo llegamos al Centro Cultural Universitario. El teatro Juan Luis de Alarcón expone la obra Desaparecer. El escenario está iluminado por luces blancas que rebotan en unas sillas de plástico esparcidas por la tarima. Una mujer de unos sesenta años inicia un monólogo. Pascal Rambert, autor y director de la obra, trabaja con binomios: vida y muerte, resignación y esperanza. Se trata de la desaparición de Ángel y del duelo inacabado de las mujeres que esperan su regreso. La tía, la primera aparición, duerme todo el tiempo y le dice a su hermana que el llanto no sirve. La abuela ha puesto en el patio de la casa unas campanillas que avisarán el regreso de su nieto. El viento mueve las campanillas y la abuela pregunta “¿Eres tú?”. En la obra también hay un fantasma, una víctima de feminicidio. La mujer fantasma se pasea dolorosamente entre los vivos: “No existe el momento, ni el lugar equivocados, existe un problema político”. La madre, mitad esperanza, todo sufrimiento, cae en el fondo del escenario. Serán las familiares de las desaparecidas y de las víctimas de feminicidio las que abrirán la marcha del domingo.
Me despido de Karla y antes de bajarse de la estación del metro me dice: “Oye, me mandas un mensaje cuando llegues a casa”. Le contestó que sí. Es el dicho habitual de las mujeres que vivimos en la Ciudad de México y en la mal nombrada “periferia”. Aquí la violencia se traga los lugares sin hacer distinción de las fronteras trazadas por el hombre. Si de algo sirve la frontera, es para hacernos saber que encontraremos mayor impunidad en el Estado de México.
Al día siguiente no es con Karla con quien quedo, es con otra amiga: Wendy. “¿Iremos con el contingente del Museo de la Mujer?”. Sí, le digo. El Museo de la Mujer y su pedacito de oasis histórico en el centro. Wendy y yo nos veremos primero en el metro Revolución y después alcanzaremos el contingente. Eso decidimos, pero el futuro me tiene deparado otro destino.
Ya voy tarde. Siempre llego o muy temprano o muy tarde a los lugares. Apenas estoy en la línea rosa. ¿Hacia dónde tengo que transbordar? ¿Qué dirección es Revolución? Los nervios me impiden recordar. ¿Taxqueña o Cuatro Caminos? No importa, ya caminan a mi alrededor mujeres con camisas negras y moradas, cargan pancartas, pareciera ser que el pasillo blanco del transbordo es nuestro. Era Cuatro Caminos. El área del andén exclusivo para mujeres está llena. Antes de traspasarlo, un viejito se me acerca y dice “No te vayas a ir en ese metro, van a mandar uno vacío”. Le contesto que gracias por la información. Mientras espero, una señora refunfuña por lo bajo “pinches feminazis, puro desmadre es lo único que saben hacer”. Recuerdo una salida con mi ex pareja, otro domingo, otro andén. Las barras de fútbol se adueñaron de un convoy, la gente miraba. Comentarios avenidos: “es normal, por lo menos es domingo y no vamos a llegar tarde a trabajar”. Comentarios indignados: “estos nada más hacen relajo”. Percibo que vivo entre personas que no alcanzan a ver el contexto, que no se preguntan si será lo mismo el desorden del transporte ocasionado por una marcha que por una barra. Todo se lee igual, desaparecen las metonimias y las metáforas en una sociedad acostumbrada a ver pura pantalla plana. Tampoco es su culpa, las figuras retóricas se aprenden a leer y nadie se ha tomado la molestia de enseñarles.
Efectivamente, un convoy llega vacío para irse repleto de mujeres. La marcha ya comienza en lo subterráneo. Gritan: “Sí se ve, sí se ve, ese apoyo sí se ve”. Me toca compartir vagón con el colectivo de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México. Las consignas se desplazan entre estación y estación. Zócalo: “Y mueran y mueran y mueran los machistas que América Latina será toda feminista”. Allende: “¿En dónde están las de la UACM? Uh, Uh, Uh, UACM”. Bellas Artes: “Van a volver, van a volver, las mujeres que asesinaste no morirán ¡no morirán!”. El metro va lento, el calor se estanca y los olores de perfume, sudor y comida se riegan. En Hidalgo entran más mujeres: “¡Sí cabemos todas, sí cabemos todas!”. Segundos antes de llegar a Revolución, una única consigna se apropia del lugar: “Ni una más, ni una más, ni una asesinada más”. Como si fuera planeado, las voces de las mujeres que vienen en el vagón se juntan con las voces de las mujeres que ya estaban en el andén y que llegaron antes. Por un momento, Revolución retumba. Hay tantas que tardo media hora en dejar la estación del metro. Escucho a Wendy por el auricular de mi celular “Te espero en el metrobús de Puente de Alvarado, aquí ya es imposible verse”.
Camino hacia el monumento, en ese instante no sé que tardaré otra hora para transitar Ponciano Arriaga. Cuando por fin llego a Plaza de la República pierdo toda esperanza de ver a mi amiga, es imposible cruzar la masa. Se lo comunico. El desorden reina. Muchas mujeres están desesperadas por la poca movilidad de sus cuerpos. Llevo una pluma en la mano, he olvidado meterla en la mochila y si realizara ese simple acto, se volvería circense. Sin querer, la mujer que va a mi lado se pica el antebrazo con la punta. Da un gritito y me disculpo. Luego dice “No me dolió, me asusté, pensé que era alguien con un cuchillo”. Tengo la impresión de que a mi alrededor hay gente que nunca antes había estado en una marcha. Llevan cara de asustadas y de desesperación. No saben hacia dónde moverse, buscan familiares, hay desmayadas. El trabajo de las feministas y de las activistas que regularmente asisten se cuadriplica: las contienen, las protegen, les dicen que no deben perder la calma, que una multitud desesperada es letal.
Es arriesgado estar aquí, me advierto, y a la par, una oleada de emoción aparece: muchas han dejado de guardar silencio. Me muevo entre binomios como Pascal Rambert. No estoy replegada en el asiento del teatro nerviosa y pensando que Ángel pudo haber sido mi prima, estoy caminando por ella y por otras en una calle más vacía; en Tomas Alva Edison me doy cuenta de que es como si estuviera detrás de otra obra, una que hacemos todas y que no debe ser vista como espectáculo, estoy acompañada por los contingentes que van en dirección hacia el Zócalo y también camino sola; del Caballito de Reforma al Hemiciclo a Juárez hay un ambiente festivo y de enojo. Una jovencita saca de un vaso de unicel confeti morado. Un indigente que viste una chamarra de mangas verdes, idénticas al color de los pañuelos que se mueven en la ola, ha escalado un árbol, aplaude desde ese panorama; fue el único que se atrevió a sentarse en la rama más alta para observar a la marea verde que baila “Aborto legal, justicia social”.
Otro contingente, la Comisión Feminista de Chile en México, decidió mezclar los motivos carnavalescos con las máscaras de luchador. Son bellísimas sus máscaras. Me llama la atención una color rosa mexicano con moños esmeraldas. Las ingenieras de la UNAM y del IPN marchan adelante. En una de sus cartulinas se puede leer “Ni vino, ni mujeres, ni orgías”. ¿Qué historias se esconden detrás de esto que se niega? Otra mujer lleva un cráneo hecho con alambres. ¡Deberías verlo, Juan Luis Vives! Si es que algo así como la creatividad femenina existe, ya no transcurre en el ámbito de la moral. Es el turno de las Mujeres en la Música, sus voces educadas se alzan sin esfuerzo por encima de la multitud. Una guitarra las acompaña.
Tiemblen los jueces y los judiciales
Hoy a las mujeres nos quitan la calma
Nos sembraron miedo
¡nos crecieron ganas!
Nos roban amigas, nos matan hermanas
Destrozan sus cuerpos, los desaparecen
No olvides sus nombres ¡por favor!
Señor Presidente.
Los petardos resuenan enfrente de la Torre Latinoamericana. Me repliego. La fuente es roja. Recuerdo la sangre. Un grupo de encapuchadas golpea con martillos las barricadas. La gente huye, los colectivos se dividen entre “No más violencia” y “Somos todas”. Las que llevan años en la lucha de nuevo alzan la voz “Con calma, con calma, compañeras”. Me alejo hacia la Casa de Moneda, en ese trayecto me encuentro inesperadamente con mi asesora de tesis. Con su pequeño grupo entro a la calle perpendicular a Madero. Aparte de pronunciarse contra la violencia machista, están haciendo un documental, sería indiscreto de mi parte nombrarlo, pero llevan una cámara, y una historiadora del arte, que se especializa en cine, registra el sonido. Con ellas veo lo que será el emotivo final de la tarde.
Tratan de romper la marcha. No se sabe quiénes. El tiempo se suspende anunciando que un movimiento en falso sería el inicio de una tragedia. He quedado detrás de los granaderos y desde ahí observo los rayos del sol que calientan sus cabezas debajo de los cascos. Por encima de estos, los puños iluminados de miles de mujeres suben y bajan, entonces, se detienen en lo alto. Los edificios se quiebran con una sola voz, es una multitud que denuncia “Somos feministas, no somos infiltradas”. La respiración ansiosa inunda las calles y a los granaderos no les queda más que ceder. Ellas, sin haberse replegado nunca, siguen la marcha.
Esos mismos puños ruedan lentamente hacia el centro de la Ciudad. Veo la plancha del Zócalo que se abre como un campo de cemento: mujeres bailando, mujeres cantando, mujeres llorando. El final es ese espacio dilatado, es la primavera que resiste y que corre violeta entre nosotras.