Él surge entre tanta flor apostada a un candil de lágrimas. Las cosas extrañas centran ciegas caricias de enorme soledad y él deja el más allá, en lengua de silencio. Duele verlo en sitios llenos de culpables, astros puestos en un vado: llaga del aplauso. Con su llanto perjeñoso y sangrante no dejan de alabarle quebrantos a la medida. Raudos, caen ecos y eclipses diciendo tempestades a una sombra inmensa al fondo del féretro. Aquí hay un placer interpuesto alrededor de la tristeza: un aliento que se apaga, fuga de imágenes perdidas. Él canta mirando hacia una habitación vacía, última. Semiabierta la luz sobre cada rostro, galante efervescencia y espeluznante caricia. La oquedad lleva a gritos la umbría sobrante en el movimiento del dedo índice. El mar moldea en carne y los balbuceos son animal anochecido que ríe pena a pena el olvido.
El lenguaje es un centro de dolor no imaginado. Se escribe de la manera más correcta cuando el agua desnuda baña el resto del tiempo. Para siempre, la palabra sopla el momento de guardar la mirada en una piedra donde no vive. Resucita la arquitectura del beso y la voz, debió haber sido un signo antes de hablar otro idioma. La gracia camina frente al corredor, él camina en su ceguera de infante vestimenta. De noche, la mirada danza en el patio izquierdo y verde es la distancia, domingo de un color imperfecto. La pena pudo haber sido un solo insistente que no tengo en los labios. Es difícil cargar una claridad hacia dentro de uno y las ciudades de cuerpo presente se llenan con palomas.
El alba quebrada está en el centro de la mano. Faltan lenguas en la procesión de una mirada deshecha. No existe ahí yagua, ni lengua erosionada por llanto y grito. Casa deshabitada, sorda. La mancha en el piso, un día sin freno, y nada nombra las esquinas que no fuimos. Una recua de pensamientos llenaría el gusto de pan a medio comer. Han de ser culpados los siervos por la esquirla, la flama, y hemos de ser culpables de la costra entramada a orillas del sueño como un vértice de amores trashumantes en lo extraño del párpado. Crudas fotografías gritan los más largos argumentos y la sensible escena de una sala repleta de cirios a media voz queda finalmente en soledad.
Se repite el acto de hablar para herir lo que nos queda a lo largo de un mandil en desuso. Él recuerda una cocina y muchos cantos entre sus manos de ciego, una telaraña de sueño sin reverso. La vista de viajeros melancólicos es vespertina, y no tiene miedo de la caricia que brota otra vez de la distancia.
Desde abajo, una mano corta la oscuridad de la carne. Horas más tarde, terminó donde una cruz y nace gruesa la yagruma con sus ramos de flores. Seco el amor en un vientre de cardos y el vértigo dio paso incierto: crecer entre griteríos de muérdagos. El abrazo del espejo habla mestizo, humea cortas alegrías. La tierra cae sobre ilusiones, cae en brechas el alegato de una rezandera. Hora del reposo.
Él surge entre neblinas terminadas frente a la puerta. Llora con silencios a cuesta de lo que la escoba aluza entre la nada. Lágrimas van al fondo esperando un reflejo en el artero flash, mientras oscurece el retorno al cementerio. Lluvias golpetean la faz del tejido grabado en memorias debajo de la lengua, sembrando un arroyo con el tristísimo significado del otoño.
Aarón Rueda (Las Choapas, Veracruz, 1986). Ha publicado los poemarios
Remos de sal (2011),
La sangre florecida (2013),
Arrullo de la tierra (2013),
Despliegue de colores donde todo parece oscuro (2015), Cachalote (2016),
Confección de islas (2019),
La deriva es un paso interminable hacia la nada (2019) y
Quieto fulgor de la hojarasca (2020). Ha recibido diversos premios entre los que destacan el Premio Nacional de Poesía Rosario Castellanos (2012), los IV Juegos Florales Nacionales de Toluca (2016), los XXXV Juegos Florales Nacionales Universitarios (2017), el Premio Tabasco de Poesía José Carlos Becerra (2018), el Premio Estatal de Poesía Ciprián Cabrera Jasso (2019) y los XIV Juegos Florales Nacionales Ramón López Velarde (2021).