CUENTO / diciembre 2021 - enero 2022 / No. 96

Secreto de confesión




Lo que se sabe bajo confesión es como no sabido, porque no se sabe en cuanto hombre, sino en cuanto Dios.
Santo Tomás de Aquino

Sin pecado concebida.

Me acuso, padre, de que he desobedecido los mandamientos, porque deseé al hombre de mi prójima, forniqué con él y lo maté.

Me arrepiento, padre, por la flaqueza de mi espíritu y de mi carne: él me sedujo, ella me engañó y a todos nos perjudicaron.

Fue hace como un año, poquito más, cuando comenzó todo. El mismo día que usted me ayudó con la penitencia por tener pensamientos impuros, ¿se acuerda? Pues salí tarde de su casa, era noche y estaba muy oscuro. Caminaba rumbo donde mi hermana por el camino largo, acomodándome la falda y reflexionando en mi pecado, como usted me ordenó, cuando este señor Hernández —tan güero que era, como cera, y cómo no se quemaba en sus trajes negros aunque hacía calor—, que recién había llegado al pueblo, se acercó a mí en su carro rojo, ya sabe, nuevecito y brillante.

Pues merito ese día iba llegando. Lo supe porque me preguntó por la calle última del pueblo, no sabía llegar y por eso me di cuenta de que nunca había estado aquí. Sí, primero tuve miedo, padre, porque gentes así no se ven por el pueblo, donde todos somos prietitos y pobres; pero luego me sonrió, como bien amable, y me miró igualito a usted mientras me absuelve al cumplir la penitencia, entonces me dio confianza; ya sin pena me subí a su carro para enseñarle el camino, no se fuera a perder o a caerse en la barranca. Ya en su casa, que estaba bien bonita y toda elegante por dentro, me dijo que él y su gente venían de fuera, que compraron el terreno para construir y que todas nuestras parcelas eran suyas ahora, que nos enseñaría a sembrar y cosechar algo mejor que nuestro maíz, para dizque sacarles más provecho a las tierras, que si lo obedecíamos no nos iba a faltar el dinero y el sustento. Yo no le creí, padre, si nosotros siempre habíamos sembrado y cosechado como nos enseñaron los padres y los abuelos; además, nunca nos faltaba qué comer, aunque fueran frijoles y tortillas, no como ahora que mis niños no tienen qué llevarse a la boca.

Ya corren todas las mujeres con sus cubetas, no van a poder apagarlo. ¿O usted cree que sí, padre?

Unos diítas después llegó la señorita Angelina, entró por la calle principal caminando con tanta tranquilidad que parecía flotar, sus pies casi no tocaban el piso. Mi hermana y yo la vimos cargando su bolsa frente a la casa de huéspedes del pueblo, más allá de los sembradíos. No sospechábamos que vinieran juntos, nunca lo supimos hasta hoy. Ella casi no traía nada y su ropa nos sorprendió, era tan sedosa y fina la tela que la cubría, parecía una segunda piel que marcaba sobre ésta todas sus formas de mujer, los senos y las caderas firmes. Lo curioso era que no usaba zapatos ni sandalias como las muchachas de los campos, sus pies pequeños y sus brazos delgados siempre estaban al descubierto, por eso su piel se volvió más morena con el tiempo, pero se veía doblemente hermosa. Se portaba muy bien con todos, nos ayudaba en las tareas del campo, cuidaba a los niños, hasta defendía a los hombres cuando el señor Hernández quería pegarles. Era un ángel, bien que sabía lo que hacía.

Pero lo que es la meritita verdad, a mí sólo me interesaba el señor Hernández. Acepté hacerle la limpieza de su casa y prepararle la comida porque así podría estar más cerquita de él, ganarme su confianza; además me hacía sentir bien bonito que él me buscara y me necesitara. Todos los días llegaba yo temprano para darle el desayuno, siempre jugo de naranja fresco y huevos de las gallinas que criaba en el patio. Luego el señor se bañaba y se iba a los sembradíos con los demás hombres que trabajaban para él —me daba harto coraje que no me permitiera abrir las cortinas de la casa, se perdían los rayos del sol y yo no podía verlo por las ventanas—. Por las noches, le preparaba la cena, planchaba la ropa limpia antes de irme adonde mi hermana y me despedía de él.

El señor Hernández tenía una manera diferente de mirarme, como si yo no trabajara para él. A sus hombres los veía con superioridad, con coraje; para mí había miradas de ternura y de otra cosa, padre. Muchas veces creí que estaba sola en la cocina o en su cuarto guardando sus camisas limpias, pero de repente lo sorprendía espiando desde la puerta, con una sonrisa enorme que dejaba al descubierto sus perfectos dientes blancos. Otras tantas ocasiones, con el rabillo del ojo, me daba cuenta de que le gustaba mirarme las pantorrillas y los botones de las blusas. ¿Que yo lo provoqué? No, padre, porque siempre pensaba en usted y en los azotes que me iba a dar en las nalgas si yo no me vestía decente. Al señor Hernández le gustaba aparecerse en silencio y espiarme. Le digo que él me sedujo, padre, ya le voy a explicar.

A mí nada más me daba curiosidad, padre, se veía tan hombre, tan recio y dominante con sus trabajadores, ¿quién no iba a querer un marido así? Y no tiene nada de malo querer casarse, ¿verdad, padre? Pero lo que quería el señor Hernández era diferente, no lo supe hasta hoy. Siempre creí que me quería como esposa, así me entregué a él desde la primera vez. Fue un día por la tarde, me despedí de él mientras le servía la cena, quería irme temprano y ayudarle a mi hermana con los niños, casi iba a nacer el quinto. El señor Hernández había estado en los sembradíos, parecía que algo iba mal porque las plantas no parecían ser frijol o avena, nada más daban puras hojas —a mí seguía dándome mala espina lo que pasaba ahí, pero ni podía opinar porque no era mi asunto, decía—, estaba de mal humor y no me dejó salir. Me agarró fuerte la mano, me hizo daño. Quise gritar, pero me jaló de las trenzas al mismo tiempo que se puso de pie, tirando todo lo que había sobre la mesa, me empujó y me arrinconó entre la pared y su cuerpo. Me volteé para verle la cara, sonreía igual que usted, padre, cuando me va a decir la penitencia en su cuarto de la casa parroquial, y eso me hizo sentir diferente. Algo surgió dentro de mí, algo que me aseguraba que todo estaba bien, que no era malo, que debía amarlo como mi hermana a su marido.

Sí, padre, otros azotes por recordar eso. Pero no estaba mal, se lo digo. Yo creo que lo vio en mis ojos, porque sonrió aún más y me besó con tanta urgencia que no supe cómo su lengua terminó rozando la mía y recorriendo mis dientes, mis manos ya sin miedo se aferraron a su espalda y las suyas me arrancaron los botones de la blusa. En un segundo se deshizo de mi falda y mis calzones, me ordenó que me pusiera de rodillas, pero no me dio la bendición, padre, sino que se bajó los pantalones para dejar frente a mi boca su miembro firme; de la punta le escurría miel blanca, tan dulce, que quise quedarme con ella en la lengua, pero no me lo permitió.

Me jaló por las trenzas para ponerme de pie, otra vez estaba atrapada entre su cuerpo y la pared. Con una mano me tocaba los senos, mientras la otra bajaba entre mis piernas; jamás me había sentido tan mojada ahí abajo, padre, ni la vez en que me castigó con la boca los muslos separados porque había realizado tocamientos indebidos. En un segundo, me cargó y metió su hombría tan dentro de mí que dejé escapar un grito, pero al señor le gustó tanto que siguió moviéndose, se sentía tan bien, tan cerca del perdón, padre, que cerré los ojos; mi cuerpo se sacudía y algo salía de lo más profundo de mi vientre. El señor Hernández debió sentir lo mismo porque también se agitaba hasta que se quedó muy quieto y lanzó un gruñido junto a mi oreja.

Desde ese día no me dejó ir, me quedé a vivir en la casa grande y no volví a ver a mi hermana, a los niños, ni a usted, padre, hasta hoy. De vez en cuando, la única que iba a tocar a la puerta era la señorita Angelina, con sus vestidos blancos y sus pies descalzos. Siempre había sido muy buena conmigo, me llevaba noticias de mi familia, porque mi hermana ya se había aliviado del último varoncito, pero no estaba bien, dijo que la matrona la hizo perder mucha sangre. Ella la estaba cuidando y atendía a los pequeños, los hombres tuvieron que irse al otro pueblo a trabajar, según me dijo la señorita Angelina, porque el señor Hernández y sus trabajadores los obligaban a cortar las plantas que sembró, las ponían a secar en un cuarto grandísimo que había al fondo de la casa grande y al cual nunca entré, y si no querían hacer lo que les pedían, los mataban. ¿Cómo no se dio cuenta de eso, padre?, ¿qué nadie se lo dijo, lo que pasaba allá en los sembradíos de las plantas extrañas? Por eso todos se fueron de este maldito pueblo. Perdón, padre. Y yo, encerrada en la casa grande, no me enteré de nada.

Esos son los hombres del otro pueblo y los que se fueron de aquí a lo mejor piensan que son sus casas las que se queman con sus mujeres. ¿Usted cree que vengan los carros rojos con el agua? Espero que no lleguen.

Pues yo estaba muy feliz con el señor Hernández, jamás pensé que estuviera viviendo en un pecado, padre, ni que estuviera mal que no me dejara salir. No podía ver lo que él hacía afuera de la casa, por eso no me di cuenta de que la señorita Angelina estaba con él, de que ella le daba consejos sobre cómo debía cosechar sus porquerías, de que ella recorría los campos con sus pies descalzos siguiéndolo como un perrito sin dueño hasta la puerta de nuestra casa, de que se despedían besándose los labios. Todos los días estaban juntos, me lo ha dicho uno de los niños de mi hermana. Los vimos temprano en el cementerio, padre. No llegué al entierro, pero los pequeñitos se quedaron ahí esperándome hasta que la señorita Angelina fue a llamarme y a pedirle al señor Hernández que me dejará ir a ver a los huerfanitos. Tan buenita que se veía ella.

Los llevé donde era la casa de mi hermana y busqué lo que quedaba de comida, pero no había nada. Se había terminado el frijol y la avena, no cacareaba ninguna gallina en el corral ni había ningún huevo que darles. El señor Hernández siempre tenía la despensa repleta de naranjas, de carne, de maíz y hasta de vino, entonces pensé en regresarme para pedirle, aunque fuera una limosna, para la merienda de los niños. Los dejé encargados con la viuda de don Andrés, porque no encontré a la señorita Angelina para que me hiciera el favor de cuidarlos. La vi hasta que ya fue muy tarde, padre.

Ya suenan las sirenas, vienen a apagar el fuego. No les diga, padre, no les diga que yo los encontré fornicando en nuestra cama.

Así como lo oye. Regresé rápido porque los niñitos ya lloraban de hambre. La puerta principal estaba abierta, se me hizo raro porque siempre el señor Hernández echaba doble cerrojo y todo el tiempo había dos de sus hombres vigilando la entrada, usted sabe, con sus pistolas grandotas. No había nadie y me metí, total, era mi casa, o eso pensaba. Ningún ruido en la cocina, todo estaba como yo lo había dejado antes de salir para el panteón. Tenía que buscar al señor —no soy ladrona, eso sí es grave, padre— para pedir unos huevos y tortillas en lo que veíamos qué iba a ser de los niños. Subí la escalera, empecé a escuchar ruidos y quejidos que provenían de la habitación principal donde dormía el señor Hernández. Con mucha calma, en silencio, me asomé: Angelina estaba a gatas, desnuda, con la melena castaña cayéndole por la espalda y el señor Hernández la tomaba de la cintura para amarla como a mí nunca me había amado. ¿Por qué no me dijo que los casó ayer, padre? Mis ojos se quedaron fijos en esos aros dorados en sus dedos. Ella era su mujer y él su marido.

Lo demás ya se imaginará. Salí callada, no les grité ni hice nada. Me traje los huevos y las tortillas, igual, sin hacer ruido. Luego me acordé del cuarto grande del fondo, de lo que guardaba ahí, de lo mal que estaban todos desde que el señor Hernández y sus endemoniadas plantas llegaron al pueblo. Prendí un cerillo, luego otro y otro, toda la caja, la tiré por una rendija de la ventana. Me salí con mucha calma, atranqué la puerta del patio y cerré el portón con la conciencia tranquila, padre. Los niños comían cuando las otras mujeres empezaron a gritonear que había fuego en la casa grande, se extendió tan rápido que por eso lo notaron en el otro pueblo, nadie pudo entrar ya.

¿Los escucha, padre? ¿Serán los gendarmes? No les diga, padre, no les diga. ¿Qué será de mis huerfanitos si yo me voy?

Sí, padre, me arrepiento y quiero el perdón por mis pecados.

Allá nos vemos, en su casa, cuando acabe el rosario de difuntos.

Amén.





Verónica Cortés Salinas (Estado de México, 1995). Es egresada de la licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas de la UNAM. Ha asistido a talleres de cuento y de escritura creativa en la UNAM y en la revista Palabrerías, donde publicó el cuento “Noctámbulo” bajo el seudónimo R. Raemers. Participó en la quinta edición del Mundial de Escritura (2021).

 

Punto en Línea, año 17, núm. 113, octubre-noviembre 2024

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fecha de la última modificación 10 de octubre de 2024.

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